El navío es un mundo de oscuridad. La luz penetra débilmente en las cubiertas inferiores. A causa del mal tiempo, las portas de los cañones se cierran y sumen los entrepuentes en la oscuridad. Ninguna luz es autorizada por el temor obsesivo del incendio (el fuego es el peligro más grave para una embarcacíon de madera).
El estorbo a bordo de estas embarcaciones
es inverosímil. En algunas partes
más bajas la altura no llega
a 1,65 metros, lo que obliga a los hombres
a encogerse doblados. Por término
medio, el número de hombres embarcados
corresponde a diez veces el número
de cañones que porte: es decir
700 hombres para un navío de
74 cañones, 1000 sobre un buque
de 112 cañones, en los que hay
un estado mayor con una veintena de
oficiales (incluido el capellán
y el cirujano). Así, a bordo
de un 112 cañones de 63 m de
eslora y 16 m de manga, había
más de un millar de oficiales,
artilleros, infantes de marina y marineros
que se hacinaban sobre tres niveles.
Y todavía debían cohabitar
con caballos, vacas, cerdos, aves...todo
un corral, además de provisiones,
cables, cajas, cañones, municiones
y un sinfín de cosas más.
Un buque de guerra constituye
un nido de infección. Los entrepuentes
están siempre abarrotados de
gente, confinados, mal aireados, oscuros,
sucios y nauseabundos. La parte más
baja del navío, la sentina, era
un lugar con un olor pestilente. Los
cables de cáñamo mantienen
la humedad en las baterías. Las
hamacas quedan suspendidas cada día
sin ser aireadas, ni lavadas. Los fondos
jamás están secos. Aguas
de toda naturaleza se acumulan en la
sentina: agua de mar a causa de temporales
o que chorrea por las aberturas del
barco; aguas de lluvia; aguas de lavado
de los puentes, incompletamente evacuadas;
aguas residuales de la vida de los hombres
y de los animales. Paradójicamente,
las embarcaciones antiguas eran las
más limpias, ya que la presencia
demasiado importante de agua en sus
sentinas imponía la instalación
de bombas que limpiaban los fondos.
Fuera de esta situación particular,
la sentina es un lugar casi pantanoso,
donde pueden flotar cadáveres
de ratas y otros objetos no identificados.
Pero es sobre todo un lugar donde las
bacterias pululan, los parásitos
(piojos y pulgas) se reproducen por
millares y donde larvas de mosquitos
(que transmiten la fiebre amarilla y
el paludismo) proliferan.
A esto se añaden algunas rarezas
de conductas. En efecto, las letrinas
de la marinería se sitúan
en la proa del navío, en unas
maderas con agujeros llamados beques,
en el mismo lugar donde, a contrario
de las reglas de higiene más
elementales, los marineros lavan su
ropa blanca. En este lugar barrido por
las salpicaduras y expuesto a las inclemencias,
los hombres corren siempre el riesgo
de ser llevados por un golpe de mar.
Sólo, a causa de temporal o por
la noche, vacilaban en ir allí.
Los oficiales de guerra tenían
sus letrinas en popa, donde estaban
resguardados de las inclemencias del
tiempo y tenían intimidad. Los
oficiales de mar también gozaban
del "privilegio" de dos beques
cubiertos en proa; el resto de la tripulación
ya sabía lo que les esperaba.
Además, las cocinas y el hospital
están situados delante del parque
del ganado: así, en caso de epidemia,
los enfermos se reencuentran en la oscuridad,
acostados en una estera de junco como
colchón, respirando un aire contaminado,
en medio de sus deyecciones.
En estas condiciones, la higiene corporal
es un objetivo inaccesible, lo que no
impide, muy al contrario, la multiplicación
de las reales órdenes que prescribe
reglas cada vez más estrictas
y más apremiantes de higiene.
Los oficiales deben así velar
por la limpieza de sus hombres, los
cuales deben afeitarse una vez a la
semana, peinarse cada día para
eliminar a los parásitos, lavarse
los pies "a menudo" y cambiar
de camisa dos veces a la semana (el
domingo y jueves). La ropa blanca y
las hamacas deben ser lavadas en cada
escala y tan a menudo como fuera posible
(pero la colada se hacía en las
letrinas). En la práctica, las
tripulaciones no disponían de
trajes de recambio suficientes, y debían
lavar su ropa blanca en agua de mar.
A menudo mojadas, sus ropas soltaban
un olor nauseabundo. Siempre por falta
de agua dulce, los marineros repugnan
a lavarse y son cubiertos de roña
y de chusma. Hasta finales del siglo
XVIII, y contrariamente a los oficiales
e infantes de marina, los marineros
no estaban sujetos a ningun uniforme.
No tenían más costumbre
que la de recoger sus cabellos sobre
la nuca con coleta. Para evitar ensuciar
su camisa, llevaban un fular anudado
sobre el pecho. Estas condiciones desastrosas
de higiene favorecen la propagación
y la transmisión de enfermedades
que agravan los riesgos incurridos por
los hombres que sirven a bordo de las
embarcaciones de guerra.
Medidas de higiene son tomadas no obstante
a partir del último cuarto del
siglo XVIII: los médicos de marina
quieren hacer salubres estos buques
y mejorar la calidad de vida de las
tripulaciones. Su primer acto es sanear
las cubiertas gracias al empleo de desinfectantes
(les parecía preferible purificar
el aire que renovarlo). Así,
el reglamento del 1 de enero de 1786
impone fumigaciones de enebro, vinagre
y pólvora de cañón
cada mañana, en la sentina, la
bodega, el sollado y las baterías,
y dos veces al día en el puesto
de los enfermos. En 1796 es introducido
el procedimiento de Carmichael,
que consiste en verter ácido
sulfúrico sobre nitrato de potasio.
Luego, a principios del siglo XIX, un
nuevo método es puesto a punto,
consistiendo en sanear las bodegas por
medio de la desecación y la ventilación
artificial. Posteriormente, desaparecen
los parque de ganado, siendo estos ya
raramente embarcados. La salubridad
de los navíos se hará
sin embargo una realidad sólo
con la marina de hierro y a vapor.