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Reportaje:Estampas de una década.

La noche íntima de Madrid

La noche íntima madrileña, que comienza en los garitos de la Ballesta, salta luego a las ramificaciones de la Red de San Luis, a la vera de la Telefónica, y termina al amanecer en la margen izquierda del paseo de Recoletos, tiene un frente de lujo en los vestíbulos de algunos centros de cinco estrellas en la zona norte de la ciudad. Estos puntos de la costa Fleming se pueblan de señoritas con chaquetón de zorro que se hacen pasar por estudiantes de Filosofía y siguen con la mirada a los ejecutivos o aspiran, esperando en los tugurios, a llevarse a uno de éstos a su apartamento con hilo musical y payaso de trapo sobre el sofá.

En la puerta del garito, un conserje manco, iluminado por un reflejo de color quisquilla, aprieta con el muñón un taco de localidades contra la vesícula y pregona a media voz la entrada al paraíso por el precio de ochocientas pesetas, consumición incluida. Dentro se oyen rugidos de selva virgen. El paraíso es un pequeño local en penumbra abarrotado de padres de familia, novios de periferia, alcaldes o concejales pedáneos en visita política a la capital, ejecutivos solitarios y chulos de pie, apoyados en las columnas con una ginebra en la mano. El drama se desarrolla en un camastro con barrotes de jaula Una muchacha inglesa, en el papel de pantera en celo que no halla consuelo para su furor uterino, ofrece al respetable público sucesivas oleadas de su culo. Ruge y mueve voluptuosamente la maternidad, embistiendo con el sexo a un macho imaginario.-¿Qué va a tomar?

-Un whisky con soda.

En esto sale un gorila muy afelpado, casi auténtico, y en seguida se ve que la pareja de fieras va a celebrar un coito triunfal. Están hechos la una para el otro. En la sala hay maridos tensos, con la bragueta inflamada que tragan saliva junto a la mujer legítima un poco somnolienta ya a estas horas. Después de realizarse todo el día en casa con la fregona, ella ha ido por la tarde a la peluquería, ha dado de cenar a los hijos, ha lavado los platos, ha usado esa crema que deja las manos suaves para la caricia nocturna y ha consentido en acompañar a su marido a este antro de perdición. Con ademanes primitivos, el gorila arranca a mordiscos el taparrabos de la pantera, y una vez pelada de todo esta fiera inglesa, al son de unos trallazos electrónicos y mucho rebuzno de zoológico, se apodera del mando, sus partes bajas se agitan carnalmente y pronto se nota que el pobre gorila no puede con el paquete. El marido le da con el codo a la legítima:

-No te duermas, mujer.

-¿Qué pasa?

-El mono, que está a punto de palmar. No te lo pierdas.

La pantera desnuda, con la greña en la boca entreabierta, se friega vílmente al compañero sin ninguna compasión, con rudos golpes de bajo vientre. Hace con él un kamasutra violento, según las reglas de la selva. Le muerde la virilidad, lo zarandea como a un papá Noel, montándolo a horcajadas, y cuando la señorita inglesa está a un punto del trance, y el espacio del pequeño paraíso se cubre de jadeos sincopados por el bongó, en ese momento en la sala se oye un grito de pavor acompañado de un maullido de gato. Una mujer de paisano pega un salto en la oscuridad y derriba todas las copas de la mesa. El gato del local, atado con una cuerda a una caja de coca-colas detrás de la cortina del cuarto trastero, se había paseado suavemente entre las piernas de la parroquia hasta que la clienta lo pisó. El susto en medio de risotadas le ha cortado el orgasmo feliz a la pantera sobre el camastro de escena, pero, de todas formas, el gorila muere en sus brazos, porque así está escrito en el libreto.

Espectáculos de fina sala

La sala exhibe sexo familiar. El presentador, que probablemente es de Avila, finge acento extranjero para anunciar las atracciones internacionales de esta sala tan fina. El público asiste al espectáculo con una seriedad de oficina o de conferencia de Zubiri. Ahora llega el número de la ingenua vestida de payaso. La chica anda por el tabladillo parodiando gansadas de Charlot dentro de los zapatones hasta que el saxofón coge una morbidez de boa, la elementa se despelleja los inmensos pantalones y la clientela comienza a divisar carne otra vez. Desde el interior del dizfraz, nadie lo diría, sale una joven maciza, que se va poniendo seria a medida que se queda desollada. Se quita el gorro, le cae un haz de pelo hasta los hoyuelos de la riñonada y, sin pensarlo dos veces, comienza a mover las nalgas de almendra hasta caer rendida. Luego viene la parte exótica con el número de la japonesa con arco y el espectáculo se cierra con un desnudo musical a base de cinco lesbianas selectas que trenzan sus cuerpos excitadas por el bolero de Ravel. El público aplaude. Después, los padres de familia se van muy motivados al lecho matrimonial, donde la legítima hará un remedo de strip-tease con lenceria fina entre el ropero castellano y la mesilla con orinal sin hacer ruido para que no se despierten los hijos. Los ejecutivos solitarios y los alcaldes de pueblo vuelven al hotel, en cuyo vestíbulo tal vez encuentren una rubia oxigenada con la bandera subida, dispuesta a llevarles a los mares del Sur sobre una colcha de satén. Mientras tanto, el elenco del cabaré toma un pepito de ternera en la cafetería de enfrente y, esperando el pase de las tres de la madrugada, habla del cólico nefrítico que le ha dado a una compañera.

Un puerto de secano

La noche íntima de Madrid ha comenzado mucho antes, al cerrarse la tarde. El circuito de Ulises perdido en su regreso a Itaca puede partir de la calle de la Ballesta, que es un puerto para marineros de secano. A las nueve de la noche, en la tasca Casa Perico, es posible ver a las proletarias del amor cenando en corro sesos a la romana o riñones al ajillo. Una hora después ya están todas en sus puestos, sentadas en los taburetes de los sucesivos antros, acodadas en la barra, haciendo pompas con el chicle. Los garitos de la calle de la Ballesta contienen todavía un punto romántico del primer plan de desarrollo. Huelen a caliente perfume de fresa con una veta de amoniaco que sale de la parte de los retretes. Aquí ya no hay sargentos negros de Torrejón ni el género es tan terciado como en los tiempos de Ullastres. Ahora ya no se ven aquellas mujeres de cuarenta arrobas con una medalla de la virgen de la Fuensanta en el canalillo o ejemplares de hueso gótico y rostro macilento, unas con el preñado de cinco meses comprimido por la faja, otras chaparras con muslos de defensa central asomando por la minifalda, todas con la boca pintada en forma de corazón sobre un dedo de argamasa. Ahora van de progresistas con bufanda y la que menos tiene un hijo en segundo de BUP. Algunas lucen un moño de Evita Perón con lividez de talco en la mejilla, otras visten de malvadas con sombrero borsalino y siempre hay una que queda muy señora con traje de sastre.

-¿Y tú de qué vas, guapa?

-A mí no me preguntes. Son 1.500 y la cama.

-¿Trabajas mucho?

-Una media de dos pardillos al día.

-Suficiente.

-Para ir tirando mientras llega el Mundial-82.

-¿Entonces?

-Lo dicho, 1.500 y la cama. Vicios, también aparte.

Bajo los luminosos románticos de la calle de la Ballesta, que tiene algo de muelle portuario, hay tertulia de chulos con los riñones en la pared y una pata de cigüeña. Los garitos llevan nombres de gran ternura íntima: El y Eva, Tú y Yo. Los chulos están picados de viruela y usan zapato blanco, chaqueta ceñida con dos aberturas y navajita de chinar en el bolsillo, patillas rizadas y pelucón de oro. A los porteros se les ven las cachas cuadradas y forman entre ellos una hermandad de karatecas. La calle tiene un candor rojo de pachulí con parpadeos de neón y lisiados de Brunete, noria de taxis que trae clientes sin parar, olor ácido a alcantarilla y freiduría de tascas. El comercio empieza a animarse a las diez de la noche y los antros se apagan a las tres de la madrugada. Entonces se forman en la acera de la Telefónica unos corros de contrata con el aluvión que sube de Carretas, de la plaza del Carmen, de las esquinas de Montera, y el mercado de la carne allí juega a la baja bajo el relente del amanecer.

-Para ti, 1.500, chato.

-Tienen que ser mil o nada.

-Cabrón.

-Se te van a comer las ratas.

-Bueno, vale.

Entre tipos con talante presidiario, cojos, tarados, cerilleras embuchadas en la toquilla como figuras de Nonell, vendedores de lotería, solitarios con las manos en los bolsillos, ebrios de mala catadura a los que les patina el embrague, chulos que controlan la mercancía y mantienen el orden a cierta distancia, alrededor de la Telefónica, hacia las cuatro de la madrugada, se celebra una subasta de carne con los restos de la noche. Es la última oportunidad de llevarse algo al catre con un precio de rebaja. Junto a este barullo de asentadores de abastos hay una fila de taxis esperando a que alguien levante la mano y embarque el paquete. La barriada está llena de pensiones cuya especialidad

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consiste en un camastro, un lavabo y un billete para la Luna de media hora de duración. El viaje es rápido.

Las chicas de apartamento

Las prostitutas de a pie, con una media de treinta años, todas del terreno, con la nota exótica de alguna portuguesa, mulata antillana o filipina, cubren las últimas esquinas del centro de Madrid y recogen las caspas que salen de los bares americanos. En los pubs, snacks, tugurios de color de rosa y barra acolchada con cuarterones de skay, cuadros con caballos ingleses en las paredes tapizadas, en esos cubiles eróticos de los alto de Capitán Haya, en el contorno del hotel Meliá Castilla, ya es otra cosa. Las señoritas de alterne se hacen pasar casi todas por estudiantes de filosofía.

-Yo, por las mañanas, estudio pedagogía.

-¿El método Montessori?

-Cualquier cosa.

-¿Y enseñas algo?

-Lo que haga falta. Siempre que suelte diez billetes.

Son esa clase de chicas que viven en bloque de apartamentos amueblados, con hilo musical y conserje antorchado con charreteras doradas. Tienen un payaso de trapo sobre el sofá cama, estantería con novelas de amor y lujo, revistas abiertas por el horóscopo en una cesta junto al teléfono de góndola tirado en la moqueta entre bragas y medias de colores, fotografías clavadas con chinchetas en la pared, de aquellas que les pidió la agencia, donde se ven ráfagas de su trasero esfumado. Salen con un novio colombiano dedicado al asunto de drogas al por menor. Primero ellas han transitado por el desbrague medio artístico en los cabarés de la Gran Vía, soñando con un papel en una comedia de Alonso Millán, a la espera de una hipotética llamada para un programa de televisión o para una película de Iquino, mientras se conformaban con darle un masaje a un gato rico de provincias.

Cuando de todo eso no ha salido nada y ya se ve que no saldrá, han arrojado la toalla y ahora están sentadas a medianoche en la butaca del lujoso vestíbulo del hotel con la pierna elegantemente cabalgada, el cigarrillo rubio, el mechero de oro, el chaquetón de zorro, viendo pasar por la alfombra peces gordos con tarjetas de crédito. Las puertas blindadas de los ascensores se abren y se cierran. Los ejecutivos embarcan hacia la habitación y ellas, estratégicamente situadas como equipaje al pie de la escalerilla, los siguen con la mirada, esperando que se produzca un guiño de complicidad, ese discreto ademán de contratación para cerrar el trato a distancia, y seguirlos dócil y silenciosamente hasta arriba. Están en las butacas del vestíbulo o esperan la visita en los pubs, snack y bares de alrededor, tarareando por lo bajo algo de Rocío Jurado en la penumbra perfumada. Si cae la pieza, ellas se la llevan a su apartamento amueblado, donde suena una melodía de Frank Pourcel en el hilo musical. Cada noche, en estos nidos de amor se reproduce la mitología. La chica dice que estas vacaciones de Semana Santa piensa ir a Londres a comprarse ropa, que en verano se largará a Marbella porque está harta de las piscinas de Madrid, que debe cuatro meses de alquiler, que por las mañanas estudia pedagogía o se mete en un gimnasio, que van a contratarla para anunciar un zumo de fruta. El ejecutivo, con la camisa abierta y los pantalones en la rodilla, juega con el payaso de trapo, y en ese apartamento tan cálido, antes de entrar en combate, alimenta un sueño de oro, el deseo más viejo de cualquier hombre: que esa putilla tan fina se enamore de él y no le cobre, aunque después le tenga que regalar un bolso de cocodrilo.

A las tres de la madrugada parpadea el neón de un strip-tease en una esquina del Madrid galdosiano donde hay ratas blancas despanzurradas en la calzada y se oye gritar a una mujer como si la mataran por encima del estruendo del camión de la basura. El garito está en un sótano rojo en forma de tranvía y en la pequeña barra del rellano se amontonan algunas criaturas con uniforme de conejo y una docena de borrachos de lengua gorda con una mano en el cubalibre y la otra buscando la teta más cercana. En cada rincón del tugurio hay un solitario repantigado, arrojado como un bulto en la oscuridad, y en la pista baila una chica única con botas de vaquero. Una mujer en bikini y la cara triste de madre de familia numerosa está semidesnuda y sola en un taburete de la barra.

-¿Se te puede sacar de aquí?

-Nada. Lo mío es sólo el alterne.

-¿Trabajas mucho?

-No me quejo. Entro a las siete de la tarde. A las nueve me dan una hora para cenar. Salgo a las cuatro de la madrugada.

-¿Cómo va el negocio?

-Para mí, bien. Llevo un tanto fijo y el 40% en el descorche. El seguro social, aparte. Vengo a salir por unas 200.000 redondas al mes.

-Que haya suerte.

-Muchas gracias.

El espectáculo de la casa va a comenzar Se despeja la pista y un empleado echa la cadena por el borde de la tarima para que el personal no muerda las pantorrillas del elenco. Sale una chica en leotardos negros, zapatillas de andar por casa y cazadora de cuero claveteado. Primero se agita siguiendo un rock con la lengua fuera, pero muy pronto la música se pone bífida con un clarinete de malas intenciones, y la zagala se despereza suavemente mordiéndose el labio inferior. Los ebrios de la sala no le hacen caso. Entonces ella abrevia. Se quita los leotardos como si se fuera a dormir, arroja el sostén por aquí y las bragas por allá, se manosea el sexo, mueve la tripa recién parida y en eso se produce el acorde final. La chica saluda y se larga, dando saltitos para no resfriarse, en dirección a los lavabos. En seguida se va a proceder a una rifa. Es una atención de la casa. Los camareros reparten papeletas entre la clientela. Hay un bolso para las señoras, un mechero para los caballeros y una muñeca de propina. Con un candor de tómbola benéfica, el empleado canta os números del sorteo y los borrachines gritan, aplauden y besan la pechuga de las conejas.

Ambiente gay con máscara de crema

En un bar de ambiente funciona un vídeo pornográfico mientras las hadas y las mariposas charlan con su paquete de azúcar en las ingles, la cadera breve y un puñado de signos y medallas en el esternón abierto. En el sótano hay parejas masculinas tiradas en la moqueta. Producen la impresión de finos combatientes caídos en una elegantísima batalla perfumada con chanel. No hay duda. Los homosexuales se han apoderado de la noche de Madrid. Junto a los cubos de basura florecen muchachos de pestañas rizadas. La ciudad presenta de noche una máscara de crema que está en los camarinos de Gay Club, donde reina Paco España en bata de cola. Es una visión inquietante, produce un efecto turbador este mundo de travestidos captados en la intimidad. Efebos desnudos con tanga, en traje de lentejuelas, muchachos de una belleza espléndida envueltos en plumas, estolas y tules de ilusión. La estrella rubia Elianne, con el sexo doble, de quita y pon; el mulato cubano Watussi, con la cabeza rapada y polvo de oro, de plata en el hocico inflamado, con una vía láctea de cromo en la frente, en los pómulos; la elasticidad carnal del coreógrafo Jorge Aguer.

La noche íntima de Madrid tiene un efecto simbólico en los camarinos de Gay Club a las tres de la madrugada. Ellos o ellas se reflejan en los espejos de los cuchitriles entre estampas de santos de su devoción, vírgenes superticiosas, fotografías dedicadas, pinturas, botes de crema, pastas de color, pinceles, sombreros de copa, pelucas, capas de falso armiño, bisutería, taparrabos de vidrio y zapatos de tacón de aguja. Los centauros corren por el pasillo agitando la grupa con un bronceado de lámpara de cuarzo. Tienen allí dentro amores furiosos, celos desbocados. Se besan, se acarician, se muerden entre ellos la dorada yugular. Paco España sale de faraona desmadrada, con un desgarro del Sur, pero al final de la noche se pone metafísico y realiza un strip-tease existencialista. Mientras reivindica a gritos, su condición de homosexual con orgullo de pollancón, se arranca el atrezzo a tirones, se limpia el rostro con crema y dentro aparece un señor gordito con cara de paracaidista.

La noche de Madrid termina al amanecer en los aledaños del café Latino, en la margen izquierda del paseo de Recoletos. El residuo desvencijado de la jornada, drogadictos, navajeros, maricones sin amor, putas sin catres, chulos después de hacer caja, borrachos sin brújula y ex presidiarios se hacen un nudo de carne y esperan a que el sol ilumine la crestería de las Calatravas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 6 de marzo de 1982