Tribuna:

De roedores y caimanes

Escuchando, a través de la monótona lectura de los relatores, las voces de los acusados en la causa 2-81, popularmente conocida como "Ios sucesos del 23-F", y a sus abogados defensores, la cosa está más clara que el agua: nunca hubo ningún intento de golpe. Oyendo al presidente del Gobierno, la obsesión por el golpe frustrado y el miedo a otra intentona deben desecharse. Leyendo a un amable comunicante que escribe en las páginas de este periódico, somos unos cuantos periodistas los que con buena intención, eso sí, estamos haciendo cundir el desánimo. Pues qué bien. En cuanto el juicio acabe, antes del Mundial, por supuesto, a pasar la hoja, y todos contentos. Y a prepararse para recibir la caravana electoral, que los partidos preparan en estos momentos, con parada y fonda el 23 de mayo en Andalucía.Por si fuera poco, la progresía de este país parece haber olvidado que hubo una vez un general llamado Francisco Franco y se pasa con plumas y bagajes a recrear lo bien que lo pasábamos en los "felices sesenta" versión hispánica de la década prodigiosa, y que, como casi nadie recuerda, acabó con los tanques en las calles de Praga, con Bendit haciendo películas y el horror de Tlatelolco. Y los asesinatos de Kennedy y Lutero King. Pero, en fin, cada uno es muy dueño de tomar del pasado aquello que más le gusta. Más discutible es, sin embargo, que la mala memoria falsee la historia, y mucho peor, que los usos, hábitos y costumbres adquiridos en aquellos tiempos en función de la existencia objetiva de un régimen de dictadura pervivan en un sistema de libertades que, para mantenerse, necesitaría del concurso y el apoyo de todos los demócratas. Hay un refrán castellano de castiza y tosca expresión que, con perdón, me voy a permitir citar. Dice algo así como que ningún tonto se la machaca. El refranero no debe de referirse a la política, en cuyo caso erraría de plano. España se ha poblado de demócratas que constantemente se la machacan o, dicho de manera más elegante, se pasan el día tirando piedras contra su propio tejado.

Me explico. Respondiendo a una serie de invitaciones, he asistido últimamente, como participante, a varias mesas redondas para debatir temas de actualidad. Los componentes de la mesa eran -éramos- lo que en un sentido amplio y sin petulancia alguna podíamos considerar genéricamente como "intelectual progresista". El esquema básico de las exposiciones fue prácticamente idéntico y podría resumirse así: el Gobierno es un desastre, y su partido, una panda de interesados ineptos; los socialistas, presos del mal electoral, han traicionado su ideario y sólo les interesa llegar al poder; los comunistas han desaparecido, víctimas de la voracidad de Santiago Carrillo; las autonomías, son una coña; vamos de mal en peor en lo económico, y el Parlamento es un lugar aburrido, con pasillos y un bar para que la clase política y la periodística confraternicen en el consenso y en la futilidad. O sea, España no tiene Gobierno, ni oposición, ni izquierda, ni derecha, ni instituciones. Del golpe nos salvó el Rey, el pueblo pasa de política y los políticos son una panda de mangantes, con más o menos knack personal, según sea su posición en el, arco ideológico. Simplifico, pero no exagero. Es más, tal actitud puede detectarse también en bastantes páginas periodísticas (y ahí no deja de ser curiosa la coincidencia entre columnistas declaradamente golpistas y firmas de reconocido pedigrí democrático) y algún que otro programa radiofónico, de esos tan de moda, que meten el micrófono hasta en la sopa del contribuyente. En definitiva, en la vorágine criticista el poder, incluso el que se deriva del resultado de las urnas, es visto como malo por propia naturaleza, y pocas veces se distingue entre la saludable e imprescindible crítica a la labor del Gobierno o al ejercicio de la política y una descalificación global que, se quiera o no, supone un rechazo del sistema. Además de otras incongruencias menores, tales como alabar a Fraga desde la izquierda por el mero hecho de estar en la oposición o atacar a Calvo Sotelo porque es feo y no se ríe. Aunque este sea otro tema, del que habrá que ocuparse (el de si para hacer política hay que ser guapo), nos hemos pasado toda la vida mofándonos del sistema americano y de su capacidad para imponer una imagen de los políticos elaborada artificialmente, y ahora resulta que aquí parece que lo añoramos.

Y como los extremos se tocan, el otro ejemplo puede extraerse de la sala del juicio de la causa 28-1. Existe, en prácticamente todas las declaraciones, un espectacular vacío. Los encausados hablan constantemente del Rey y prácticamente nunca del Gobierno para justificar (?) sus acciones. El Gobierno no existe o, al menos, no debía existir en febrero del año pasado. Curioso lapsus. Algunos, incluso, declaran que creían cumplir un servicio a la democracia, sin que parezca que tan laudable propósito entrase en contradicción con el secuestro del Gabinete en pleno. Y si se les olvida el Gobierno, ¿qué decir del resto de los representantes del pueblo y la atención que éstos les merecen?

En fin, lo que parece claro es que los españoles, de un lado y otro (y aunque, por supuesto, no sea homologable la actitud de quienes utilizan la palabra con los que exhiben y usan subfusiles y otras armas), parece que hemos descubierto un nuevo modelo de Estado, donde entre el Jefe del Estado y el pueblo no existe sino paisaje calcinado. Vamos tan deprisa que hemos llegado a la Edad Media. Lo pintoresco es que, mientras, tanto el conformismo en los comportamientos cunde por doquier y empiezan a aceptarse como irreversibles fenómenos (tales como el avance de la derecha autoritaria o la desaparición de los movimientos juveniles radicales y el crecimiento en este sector de la ideología ultra) de gran trascendencia de futuro. Pero que, como no caen dentro del área del habitual pim-pam-pum, no despiertan la más mínima atención. De modo que así estamos, royendo entre todos, los progres, por un lado, y los que tiran con bala, por otro, la confianza popular en la democracia. Entre el golpe que nunca existió y el que jamás volverá a ocurrir, este es el tiempo de los roedores y de los caimanes. Y el porvenir sabe Dios de quién.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 6 de marzo de 1982