Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
» Relatos

Día de pesca.

- Elaboración propia.
  • - Hoy va a ser un buen día de pesca.

            El que hablaba con voz ronca y casi inaudible era el viejo Matías, el práctico de la división. Había pasado más de media vida embarcado en pequeños buques mercantes y de guerra, ofreciendo sus grandes dotes de pilotaje a quien tuviera a bien contratarle. Se podía decir que olía el peligro, o el botín en su caso. Pocas veces se equivocaba, y las veces que esto ocurría lo achacaba siempre a algún motivo ajeno a él. Como aquella vez que al acercarnos a una balandra inglesa, creyendo que era mercante, resultó ser de guerra y nos costó Díos y ayuda desembarazarnos de ella. Nos engañaron enarbolando bandera mercante, pero en la lucha en el Estrecho esto estaba a la orden del día. De todos modos el viejo Matías compensaba estas pequeñas meteduras de pata con otras buenas y provechosas navegaciones. No era de la Armada, era un civil con sueldo de la Real Hacienda y que gracias a su conocimiento extraordinario de la costa, y aguas de Algeciras y Gibraltar, se nos hacía indispensable para nuestras correrías.

            En el Estrecho de Gibraltar llevábamos una guerra a pequeña escala. Nada de pomposos y aterradores navíos de línea navegando en cerrada formación o batallas navales con almirantes y capitanes famosos. Que va, nada de eso. Aquí se trataba de hacerle la vida imposible al inglés siempre que fuera posible, y si encima se nos ponía algún mercante por la proa pues mejor que mejor. La exigua paga se nos veía complementada con estas labores más propias de corsarios que de militares, pero que la Armada veía con buenos ojos para que pudiéramos comer, nosotros y nuestras familias. Que el amor a la Patria está muy bien, pero se pasa mucha hambre.

            La clave del éxito era siempre la misma. Aprovechar las calmas y acercarnos a golpe de remo a la presa para abordarla tras dispararle varias veces con el único cañón que portábamos. Normalmente solían ser pequeñas embarcaciones mercantes que tenían como destino o salida Gibraltar, o que pasaban por el Estrecho con algún rumbo hacia el Mediterráneo o el Atlántico. A veces, cuando teníamos algo de dinero ahorrado, pagábamos a algún soplón maltés de la Roca y este nos avisaba de las  salidas de algún preciado buque que podíamos abordar con seguridad. Otras veces simplemente salíamos a patrullar a ver si algún Santo se apiadaba de nosotros y nos ponía a algún ingenuo en nuestro rumbo. En poquísimas ocasiones se nos ordenaba salir a alguna comisión de tinte más militar que corsario. No éramos tontos y sabíamos que los ingleses eran muchos más y mejor armados. Pero nosotros jugábamos en casa. Y eso era una gran ventaja. Además, la mejor estrategia era salir a por algún mercante, y en cuanto las cañoneras u otros buques salían de Gibraltar al rescate, izábamos la vela y media vuelta en busca  de alguna división de cañoneras de la Armada que saliera a nuestro auxilio y sobre todo buscando la protección de los cañones de Algeciras. Allí no se atrevían a seguirnos. La que se montó hace no muchos años, cuando unos navíos ingleses fueron a buscar a otros franceses que habían anclado bajo los castillos, fue una buena lección que  aprendieron a base de hierro esférico. Allí se dejaron uno de sus buques, y un poco de su orgullo, que todo sea dicho.

            Pero no hay que confiarse. Los ingleses también tienen cañoneras, y han aprendido a utilizarlas. Aprendieron que los mosquitos no se aplastan con navíos de guerra sino con las mismas armas. Y eso me gusta. Mi padre me enseñó que hay que sudar para ganarse el pan. Y voto al Altísimo que esos perros nos han hecho sudar más de una vez.

             No solemos salir con más de cinco embarcaciones. Todas a remo y vela; pequeñas y maniobreras. Armadas hasta los dientes y tripuladas por buenos y expertos hombres. En definitiva, hombres y buques con más mala leche que el mismo diablo.

            El núcleo de la división lo componen dos cañoneros, o cañoneras como también se las suele nombrar. Nosotros los llamamos cañoneros. El cañonero 28 es el “insignia”, lo manda el Teniente de navío don  José Bonaechea, un cántabro fogueado en dos años de lucha en el Estrecho con todo tipo de lanchas, faluchos y cualquier cosa que flote. Cuentan que acabó hasta los mismísimos de tanto oficial petulante embarcado en los navíos de línea y fragatas de Su Majestad, donde sirvió durante unos cuantos años por aguas de medio mundo. Ahora sólo se siente a gusto navegando a pocas millas de tierra y con sólo un oficial por buque. Y en una división de fuerza sutil estaba, nunca mejor dicho, como pez en el agua. Eso no le ayudaba mucho a ascender, como a tantos otros que por nada fueron encumbrados, sólo por el hecho de encontrarse en un buque lleno de cañones y haberse envuelto en una escaramuza. Pero a él no le importaba. Se le veía muy a gusto mandando su “escuadra”, como jocosamente decía en cuanto tenía una ocasión. Quedaba un poco viejo para el empleo de teniente de navío y se sabía de buena tinta que otros compañeros de promoción se reían de este hecho. Como si a él le importaran esas tonterías. Eso sí, nunca se habían  reído en su cara. No se hubieran  atrevido.

            El 28 era un cañonero excelente. Tenía pocos años, buenas maderas trabadas y una maniobra suave y sin sustos. Por eso Bonaechea le hizo su “buque insignia”. Otra broma más de las que nos gastábamos los de la división. Porque otra cosa no sería, pero no parecíamos de la Armada, sino unos corsarios mercantes con disciplina relajada. Pero no había que confiarse. Simplemente echando un vistazo a nuestros desgastados y viejos uniformes se podía ver que todos los hombres de la división eran veteranos, algunos antiguos corsarios y otros pescadores que, o bien fueron engañados para enrolarse o les obligaron, pero a fuerza de un par de campañas juntos nos conocíamos como hermanos y actuábamos sin vacilar. Ya les hubiera gustado a los Generales de nuestras escuadras de hace unos años contar en sus grandes buques con gente como nosotros. La disciplina era relajada porque no hacía falta mandar mucho. Todo el mundo sabía quien era, lo que había que hacer, y sobre todo, quien era el jefe.
 
            Estaba el “barquito” armado a proa con un gran cañón de a 24 libras. El sustos, como así le llamábamos los de la lancha. Un viejo cañón fabricado en las mismas tierras que vieron nacer al teniente y que se dice formaba parte de la segunda batería de un poderoso navío de 112 cañones de la Armada, que tras un desarme le fue requisada parte de su artillería para dotar a las fuerzas sutiles de Cádiz y Algeciras. Este gran cañón nos daba una gran potencia de fuego, al menos para lo pequeña que era nuestra embarcación . También teníamos un pequeño obús de a 4 libras a popa, y dos pedreros de a 3 libras en las bandas, para protección contra abordajes. La tripulación la componían una treintena de marineros, una docena de infantes de marina, varios artilleros de marina y el Teniente Bonaechea. 45 hombres metidos en una lancha de 45 pies de eslora y 12 de manga que además tenía que transportar, por si fuera poco, las balas, pólvora, armas portátiles y algunos repuestos de todo tipo. Nos desplazábamos a remo o a vela si se terciaba. Un solo cañonero daba risa verlo, pero os aseguro que ver toda una división de estos le borraba la sonrisa de la cara al más engreído patrón mercante o comandante de buque de guerra enemigo. Sobre todo en un día de calma.

            Al 28 le secundaba en poder artillero el cañonero 5, alias “el suertes”, que estaba mandado por un chaval, que no llegaba ni a veinte años, aunque hay que decir que había demostrado en múltiples ocasiones su sobrada valía. Lo malo es que su cara de niño no le hacía justicia con el oficio que desempeñaba. En más de una ocasión se tuvo que partir la cara con algún que otro marinero o soldado borracho para asegurarse el debido respeto, aunque siempre con gente ajena a nuestra división.  Trataba de disimular sus facciones casi infantiles con un mostacho rubio y poco poblado que no engañaba a nadie. Así era el alférez de navío don  Francisco Dunshee, de padre irlandés y madre gaditana. Y al que todo el mundo  le llamaba Alférez Dunsi.

             “El suertes”  era un cañonero casi gemelo del  28. Mismo tamaño, armamento y mismo número de gente. Sólo se diferenciaba en un pequeño detalle. Tenía las maderas en bastante peor estado. En cada comisión se esperaba que fuera la última a realizar, pero la falta de presupuesto obligaba a dilatar la vida operativa de las embarcaciones disponibles hasta más allá de lo aconsejado. De ahí el alias, porque era una suerte que se mantuviera a flote. De todos modos su tripulación acostumbraba a parchear los fondos con cualquier madera y calafatearlo siempre que les era posible y así conseguían postergar una misión más el hundimiento al que estaba predestinado.

            Algo más pequeño que los cañoneros era el falucho 107. Mandado por otro desheredado de la Armada, el alférez de navío don  Manuel de Prada, que harto de la vida disipada de ser un segundón en una familia adinerada y aristocrática decidió ingresar en la Armada como aventurero, llegando a alcanzar el grado de teniente de navío, hace unos años en la función que hubo en las cercanías del Cabo de Trafalgar, pero sus problemas con el ron, el juego y las mujeres le llevaron a un estado de decadencia personal que desembocó en un consejo de guerra por abandono de su puesto estando de guardia. La influencia de su familia, que no querían ver a ningún Prada en tamaño deshonor, sirvió para que don Manuel no fuera expulsado, aunque no se pudo evitar que fuera degradado y mandado a las fuerzas sutiles de Algeciras como quien iba  a galeras en otro tiempo. Este nunca perdonó a su familia la intromisión en su vida, porque no lo hicieron por él, sino por su apellido. Y ahí le tenemos, marino valiente como el que más, pero introvertido y muy degradado tanto física como moralmente.  Bonaechea siempre decía que no conocía a nadie que estuviera libre de pecado, así que mientras le sirviera como buen marino, y no pusiera en peligro a sus hombres, don Manuel podía emborracharse cuando quisiera y amanecer al lado de cualquier puta barata todos los días. Acompañando a don Manuel iban 31 hombres más y un hermoso cañón de a 18 libras que era manejado por el mejor artillero de marina de la división, y que se ocupaba con su querido Tuercemuelas de las punterías precisas.

            Dándonos apoyo y logística estaban los dos botes, el nº 2 y el nº 4, que no llegaban a la treintena de hombres cada uno,  mandados respectivamente por los alféreces de fragata don Jacinto de Roda y don Francisco Solís. Buenos oficiales que trataban de destacar en alguna acción para poder salir de este infierno de lucha de guerrillas, que era la zona del Estrecho y las fuerzas sutiles, y poder aspirar a navegar en algún buque de aparejo de cruz con el que recorrer el mundo y hacer carrera. El teniente Bonaechea aprovechaba esas ansias por salir de allí de estos jóvenes  oficiales para mandarles las misiones más arriesgadas.

            Y ahí estábamos, la división de Bonaechea. 176 hombres metidos en cinco pequeñas embarcaciones a remo y vela, que sembrábamos el terror cuando salíamos del Apostadero de Algeciras.

            Como hoy.

            Y no hacía falta que el viejo Matías nos augurara un buen día. Las condiciones climatológicas eran las idóneas para sacar buena tajada si se presentaba la oportunidad. Niebla espesa y el mar como una balsa de aceite. Observábamos de vez en cuando la grímpola de la galleta del palo del 28, que estaba acostada sobre la madera, para comprobar que no había ni la más ligera brisa. Eso suponía que había que remar, pero también suponía que los codiciados  buques a vela estaban al pairo, inmóviles en la peor zona del mundo donde quedarse sin viento.

            La parte negativa del asunto es que debido a estas condiciones no seríamos los únicos por la zona. Sobre todo saldrían nuestros corsarios, que a la mínima se apuntaban a una fiesta y siempre se animaban a colaborar en la captura de una presa porque eso significaba que había que repartir el botín. También, como no, los corsarios ingleses, y alguna que otra cañonera de Gibraltar para ayudar a algunos de sus mercantes a entrar o intentar a su vez  pescar nuestros mercantes. Además, nuestras presas estarían también más que alerta y los abordajes podían ser más sangrientos de lo habitual.

            Así que estábamos en guardia, oyendo, oliendo o lo que fuera necesario para anticiparnos a cualquier contratiempo.

            El único sonido que producíamos era un casi imperceptible chapoteo de los remos, que previamente habíamos forrado con telas para amortiguar el ruido.

            El bote nº 4 iba en vanguardia, algo más adelantado en observación. Dispuesto a informar al resto de la escuadrilla de cualquier insignificante ruido o presencia sospechosa. Lo que podía llevarnos al botín de algún mercante o salvarnos de los cañones de alguna fragata inglesa.

            Para evitar ruidos innecesarios navegábamos muy lentamente, tanto que parecía  que íbamos de paseo por un lago con alguna bella dama gaditana a bordo. Pero íbamos como una manada de lobos al acecho, de oportunistas. En definitiva, íbamos de caza.

            La última vez que tuvimos un día así no salió mal la pesca. Apresamos un bergantín inglés con un buen cargamento de telas y vinos con dirección a Inglaterra. El cargamento nos supuso un sobresueldo de 120 pesos por cabeza, aunque nos duró poco en las manos, porque pasó a otras de acreedores, por las numerosas deudas que se habían ido acumulando desde hacía meses, ya que la Armada se había olvidado de nosotros desde hacía tiempo. Así que la perspectiva de tener un buen día de paga hacía que los hombres estuvieran más alerta y más dispuestos a ser un poco más audaces si se terciaba.

            Nada más vislumbrar la sombra del bote nº 4 dejamos de remar. Algo habían visto y había que tomar una decisión. Lentamente las cinco embarcaciones nos abarloamos unas con otras. Con voz queda y en susurros don Francisco Solís, el patrón de la nº 4 informó a Bonaechea del sonido de una campana a tres cuartas al oeste de nuestra posición. Y no a mucha distancia a juzgar por la claridad del toque. Los otros oficiales fueron también informados. Se decidió probar suerte y acercarse lo máximo posible sin delatar nuestra posición. Solís y su bote fueron destacados de nuevo en vanguardia, mientras el resto tomaba las precauciones necesarias para el zafarrancho. Movimientos tan repetidos que se hacían sin prácticamente órdenes de ningún tipo. Se pasaba el cartucho y la bala a los artilleros para dejar el cañón preparado, así como los pedreros y el pequeño obús. Los infantes de marina también cargaban sus mosquetes, mientras que los marineros dejaban sus armas a mano, cargadas las de chispa y prestos los sables, chuzos, alfanjes y demás armas blancas. Y todo bajo un silencio sepulcral e inquietante.

            El bote nº 4 volvió a desaparecer en la niebla, mientras el resto seguíamos sus aguas más lentamente. Bonaechea no se fiaba. Era raro que algún capitán mercante hubiera permitido picar la campana en un día así. Para ellos estar en completo silencio era una garantía de poder pasar desapercibidos hasta que soplara algún viento que les permitiera proseguir su derrota. A sólo unos cables de distancia, entre la espesa bruma, podía estar pasando un buque enemigo, o unas cañoneras, y costarle cara la broma. Tampoco sería la primera vez que un buque de guerra hacía sonar la campana para atraer a algún avaricioso corsario que esperaba encontrarse con un inofensivo mercante. Pero hasta que no nos acercáramos lo suficiente no podíamos saber lo que de verdad estaba ocurriendo. Si nos manteníamos cerca sin dejarnos ver no habría peligro, y el posible botín que se obtuviera era un buen acicate contra el miedo.

            Las dos cañoneras, el falucho y el otro bote seguían al nº 4 como quien sigue al guía que lleva una antorcha por las profundidades de una cueva oscura. Perderlo supondría un claro peligro para el pequeño bote y sus hombres. Y no podíamos gritar bajo riesgo de delatar nuestra posición. Por eso Bonaechea nos apremió un tanto, maldiciendo al joven alférez Solís por haber apretado el andar, obligándonos a bogar con más frecuencia, y en consecuencia, mayor riesgo de ser descubiertos por el sonido de los remos chapoteando en el agua. Cuando ya creíamos perdido el bote, por no poder seguirlo sin aumentar el jaleo, el viejo Martín susurró al teniente que nos mantuviéramos al pairo o de lo contrario nos íbamos a abordar con el bote nº 4. Ninguno veía el bote de Solís entre la espesa niebla, pero la experiencia nos aconsejaba seguir las indicaciones del viejo y así se hizo. A los pocos e interminables minutos apareció el bote. Bonaechea se dispuso a agarrar de la casaca al alférez y soltarle una buena hostia delante de todos los hombres como escarmiento, pero la cara de susto que llevaban los del bote le intrigó demasiado como para perder el tiempo con cuestiones disciplinarias. El patrón del 28 largó el bichero y enganchó el pequeño bote hasta quedar abarloado por estribor.

  • - Teniente, un navío inglés de dos puentes a proa, a menos de cinco cables.- Dijo Solís atropelladamente.

            También era mala suerte. Un día perfecto para salir a buscar fáciles mercantes y nos teníamos que encontrar con un maldito navío de guerra. Y esos no solían navegar solos, llevaban su cohorte de fragatas, corbetas y demás, incluidos otros navíos. O lo que es lo mismo, teníamos a cinco cables un jodido cascarón lleno de cañones. Bonaechea no pudo reprimir un gesto de desánimo.

  • - ¿Ha podido observar algo más?. ¿Estaba sólo el navío o en conserva de algún otro buque?. – preguntó el teniente de manera rutinaria para apuntarlo en el cuadernillo, esperando que le contestasen con lo de siempre. “Oh  si mi teniente, el navío navegaba en conserva de otros dos navíos más y un par de fragatas, y están todos juntitos y todos muy cerca”. Pero Solís no le respondió con esas palabras.

  • - No, navega sólo. Por lo que hemos podido vislumbrar entre la niebla parece ser que tienen varias averías, debe ser algún palo o verga importante rendida, lo que unido con la calma, han debido quedar retrasados de la escuadra con la que navegaban. No hay más buques, al menos en una buena distancia. Esos cabrones hacen tanto ruido que se les distinguiría perfectamente desde bastante distancia.

  • - ¿Porte?. Preguntó Bonaechea ya sin tanto tono rutinario.
    - El patrón del bote asegura que es un 64 cañones. – Miró al susodicho, un viejo lobo de mar, que asintió levemente con la cabeza. – Y yo estoy de acuerdo.

            Los hombres miraron al teniente esperando alguna orden. Y agacharon la cabeza resignados cuando comprendieron, por la mirada de este, que hoy tocaba ir de militares y no de corsarios. Y eso significaba peligro y poco dinero. Y menos cuando era imposible apresar un navío de tal tamaño con cinco botes a remo.

  • - Preparaos para joder el día a los “güelgüel”.- Ordenó Bonaechea con una mueca arrogante. Solía llamarlos de esta forma tan despectiva por la forma de hablar, ya que según él hablaban en su lengua del diablo como si mascaran tabaco.

            Cuando se ponía así ya se sabía lo que tocaba.

            La idea era acercarse por la popa del navío inglés, a distancia de tiro de cañón y ofenderlo todo lo que se pudiera y se dejara. Con la calma, y los problemas en la arboladura que tenían estos, no podrían maniobrar para presentarnos alguna de sus demoledoras bandas y sólo les quedaría como medio de defensa los dos cañones guardatimones de a 24 libras que prepararían a popa y alguno más que improvisaran en el coronamiento. También tendríamos que vigilar las embarcaciones menores del navío porque intentarían abordarnos o remolcar el buque para maniobrarlo para disponer de sus baterías. Como buenos lobos que éramos teníamos que aprovecharnos de las debilidades del enemigo y atacar a la presa. Y la principal debilidad, a parte de la inmovilidad del gigante de madera, era el factor sorpresa. No éramos tampoco primerizos en esto. El viejo Matías nos contó que una vez, hace unos cuantos años, los ingleses atacaron Cádiz tras ponerla bloqueo y nuestras divisiones de cañoneras a punto estuvieron varias veces de rendir algún navío de línea, que había cometido la misma imprudencia que el que teníamos ahora nosotros a cinco cables de distancia.

            El falucho 107, con nuestro artillero Martínez como mejor tirador, debía de ser el que hiciera las punterías importantes, en este caso la prioridad era desmontar los guardatimones, que podían hacernos mucho daño, y luego pasar al timón y bajo la lumbre del agua, es decir, bajo la línea de flotación, para hacerles alguna vía de agua que escorase el navío y le impidiera utilizar al menos cómodamente cualquier artillería que instalasen a popa. El cañonero 28 y “el suertes”, con los dos cañones de a 24 debían proporcionar fuego pesado y disparar donde lo hubiera hecho el falucho 107 para ir abriendo brecha. Y siempre cambiar de posición tras el disparo, porque tras este se revelaría nuestra posición y un solo disparo de uno de los cañones guardatimones del navío podía hundirnos de un solo impacto. Gracias a los remos no dependíamos del viento para estas maniobras y nos colocaríamos a placer, bien por su popa o por las aletas. Los dos pequeños botes quedaban como observadores, sobre todo vigilando el movimiento de la tripulación enemiga por si sacaban la lancha o los botes para atacar o remolcar el navío.

            Nos desplegamos tras verificar que el navío realmente estaba sólo. El falucho en el centro y los dos cañoneros por las aletas. El falucho, al ser más pequeño, ofrecería menos blanco a los cañones de a 24 libras ingleses de popa. El falucho llevaba uno de a 18 libras, lo que quería decir que había que acercarse con el riesgo que eso suponía al estar en el rango de tiro de los ingleses. Los cañoneros estaban a salvo de los disparos. Al estar por las aletas, obligaría a los ingleses a dispararles con el cañón al límite de su giro lateral, y por  tanto menos efectivo que si disparase normalmente.

            Según nos acercábamos los sonidos provenientes del navío inglés se escuchaban con más claridad. Sabedores de su fortaleza no hacían esfuerzos por no hacer ruido y el vocerío de los marineros resonaba con fuerza al igual que los martillazos y otros sonidos de trabajo. Incluso en algún momento se pusieron a cantar. Estos ingleses en cuanto podían estaban todo el día borrachos y cantando como si estuvieran en una taberna de puerto. No había duda de que estaban trabajando en la arboladura, tratando de reparar alguna avería. Eso nos iba a venir bien. Desde que teníamos nuestra escuadra de navíos de línea bloqueada en nuestros puertos los ingleses se enseñoreaban, con sus grandes navíos, por las aguas del estrecho. Otra cosa eran los buques pequeños, ahí todavía les hacíamos tomar precauciones. De momento hoy les íbamos a quitar las ganas de cantar.

            Stately. Así se nombraba el navío inglés que lucía su nombre, con letras grandes y blancas, por la popa. Bonaechea lo anotó en su cuaderno, como todos los movimientos y órdenes que iba dando. Luego debía informar a sus superiores y tenía que estar todo bien clarito. Quien sabe, pensó sonriendo, lo mismo le nombraban general por atacar a un navío. Por cosas más nimias ascendían muchos en la Armada.

            El navío hacía honor a su nombre, el Majestuoso en español, y a pesar de ser un navío de línea de los pequeños, de “sólo” 64 cañones, se aparecía ante nosotros cual majestad de los mares en comparación con nuestras frágiles embarcaciones.           
           
            Situarnos en nuestras posiciones nos llevó un tiempo. No era llegar y disparar sin más. Había que hacer un primer disparo demoledor, luego lo mismo no podríamos repetirlo. Así que los artilleros dispusieron de unos cuantos minutos para prepararse a conciencia. Se les oía susurrar entre ellos discutiendo el lugar adecuado donde mandarles la primera bala rasa. Que si a la lumbre del agua directamente, que si mejor a las troneras de los guardatimones... no había unanimidad hasta que Bonaechea zanjó el asunto, tras maldecir a algún cercano pariente del cabo de cañón,  se optó por disparar  a las troneras, todavía sin ningún cañón asomando. Ante todo asegurarnos que por allí no nos iban a batir. Luego sería todo más fácil. Confiábamos que los del “suertes” y los del 107 hubieran tenido la misma idea, aunque previamente se había decidido ofender sin miramientos pero sin objetivos concretos. Sabíamos que mucho más no íbamos a conseguir. Dispararíamos unas cuantas veces y si el toro se dejaba continuaríamos para retirarnos a la mínima señal de peligro. No llevábamos ni bala, ni pólvora para mucho más.

            Como el 28 era el “insignia” debía romper el fuego el primero, esa sería la señal para que los demás hicieran lo propio. Así que sin más preámbulos, y después de que el soldado Dionisio López, del Real Cuerpo de Artillería de Marina, a la sazón cabo de cañón de la pieza de a 24 libras, se terminara de santiguar, Bonaechea autorizó el primer disparo.

            Si en un navío de línea, cuando se rompe el fuego de una batería completa, tiemblan las cuadernas de manera sobrecogedora, hay que imaginar el efecto que tiene el disparo de un cañón de gran calibre sobre una embarcación tan frágil como una lancha cañonera, que en definitiva no era más que unas cuantas tablas con forma de barca. Pues gracias a eso, la fragilidad de la misma, era lo que le hacía poder llevar armas tan poderosas. Toda la embarcación reculaba aprovechando el retroceso de la pieza y mitigando los efectos de la explosión en la lancha. Los marineros, en el momento del disparo, sacaban ligeramente las paletas de los  remos del agua para no frenar el retroceso de la embarcación. Tras este se volvía a remar para dejar de nuevo listo el cañonero para un nuevo disparo, o maniobrar a babor o estribor según se ordenara, puesto que el cañón no se podía mover.

            Así que cuando la bala salió despedida el cañonero 28  reculó de forma violenta, como si nos hubiera embestido por la proa un navío de tres puentes. Los marineros tienen que saber cuando se va a disparar para estar preparados, ya que de no ser así saldrían incluso despedidos hacia delante, cayendo encima de algún compañero o directamente al agua.

            Mientras se procedía a situar al 28 de nuevo en posición y los artilleros, con ayuda de algunos marineros, cargaban el sustos, Bonaechea aprovechaba para otear con su pequeño catalejo a donde había ido esa primera bala. El teniente llamaba siempre a este primer disparo llamar a la puerta o presentarse al vecino. Justo en ese momento el suertes y el falucho 107 habían roto el fuego por su parte.

  • - Bien, bien. No se cual de nuestros cañones habrá sido, pero una de las troneras, la de estribor, está deshecha, ahí no podrán situar cañón alguno. Otra bala ha dado ligeramente al timón, pero nada grave. Vamos, vamos, que ya nos hemos presentado.

            Era primordial aprovechar el desconcierto y la sorpresa inicial para endiñarles algún tiro más, de ahí que el teniente nos jaleara de manera apremiante. A lo lejos se oían las claras voces de los marineros ingleses, sin duda cagándose en nuestros muertos y preparándose para responder, aunque de momento no tenían más que la opción de colocar uno de sus 24 libras de la primera batería en la única tronera que les quedaba a popa.

            Y vaya si lo hicieron. Desde luego no se les puede achacar de pipiolos. Porque montaron su guardatimones muy rápido. Demasiado rápido. Además de emborracharse y cantar he de añadir que los ingleses también se ejercitaban con el cañón.... y mucho.

            Como no habían podido ver el resplandor de nuestros cañones el primer disparo que hicieron fue a la nada, con esperanzas de acertar a algo o asustarnos. No lo consiguieron. Pero ahora ya sabían por donde les atacaban y estarían al tanto de los destellos entre la niebla de nuestras piezas.

            Nuestra segunda andanada fue también provechosa. Dos tiros al timón le dejaron muy maltrecho, mientras que un tercero impactó espectacularmente en el espejo de popa, directamente a la cámara del comandante. Seguramente atravesaría algún otro mamparo más por el estruendo que hizo. Y antes de cargar de nuevo la prioridad era desplazarse para cambiar de  posición, ya que al disparar también nos habíamos dado a conocer. Los ingleses, habían estado al tanto y dispararon su cañón a la zona del falucho 107. Desde nuestra posición pudimos vislumbrar su sombra desplazándose a babor, es decir, acercándose a nosotros.

            El bote nº2 se nos acercó por babor.

  • - Teniente.- Dijo el alférez don Jacinto de Roda. – Los ingleses están bajando uno de los botes de babor, y están preparando la lancha del combés. Sin duda tratarán de abordarnos.
    - Bien Jacinto, quédate cerca y prepara a tus hombres para darnos apoyo, vamos a preparar el obús.

            Había que quitarse de en medio la amenaza de las embarcaciones del Majestuoso. Nuestros doce infantes de los batallones de Marina se prepararon mientras los artilleros se situaban a popa, donde estaba montado el pequeño obús cargado de metralla. Y esperamos en completo silencio tras virar, mientras oíamos al falucho y al suertes seguir con el fuego.

            A pesar de la bruma oímos un ligero chapoteo a proa, que sin lugar a dudas correspondía al bote inglés. Antes de que nos vieran el teniente ordenó disparar el obús. El retroceso fue mucho menor, así que nos volvimos a colocar en posición a tiempo, pero un poco más desplazados. Al instante se vieron los resplandores de  varios disparos de fusil. Nuestros tiradores, que lo estaban esperando, dispararon a bulto. Por babor se escucharon también varios disparos más. Eran los del bote nº 2 que les atacaban por el través.

            Los ingleses empezaron a vociferar, sabe Dios qué, y el chapoteo de los remos se hizo más enérgico. Sin duda viéndose atrapados entre dos fuegos tenían dos opciones, o virar y retirarse al Majestuoso o arriesgarse y atacarnos de frente de manera rápida. Estos optaron por lo segundo. ¿Eran estúpidos?, quizás, pero con cojones.

            Ahora los veíamos bien claro, y ellos a nosotros también. Nosotros éramos 45 hombres y ellos no debían ser más de veinte, pero ahí estaban, gritando como locos y disparando sus fusiles. Una bala, por cierto, alcanzó al viejo Matías, que de tan curioso que fue asomó demasiado el cuerpo, y sufrió una fea herida en el hombro. El cabo López amartilló la llave e hizo fuego.

            Ahí se les acabó la gloria a los ingleses. La metralla alcanzó de lleno la proa y a seis de ellos, entre los que se encontraba el joven oficial que los mandaba. Los demás, viendo que no llegarían muy lejos, imploraron piedad y se rindieron.

  • - Jacinto, encárgate de estos que tenemos que seguir.- Gritó Bonaechea cuando el bote nº 2 se acercó.

            Los del bote largaron un cabo y tras desarmar a la docena de ingleses que sobrevivían los ataron, manteniéndolos en su embarcación pero vigilados por los del nº 2.

            El 20 viró de nuevo para presentar el cañón, situándose a algo menos distancia que antes. Más arriesgado, pero ahí es donde se hacía más daño, y ya estando calientes tras el encuentro con el bote inglés, parecía que costaba menos.

            Bonaechea se llevó el catalejo al ojo para ver cómo iban las cosas. El suertes y el falucho no habían dejado de disparar y algo habrían hecho.

            Y ya se veía que no habían perdido el tiempo. El timón del Majestuoso simplemente había desaparecido. El segundo guardatimones asomaba desmontado de su cureña, con lo cual no podían hacer fuego por la popa. Aunque habían instalado dos cañones en el coronamiento de la toldilla eran demasiado pequeños, seguramente carronadas, como para tener largo alcance. Pero lo más grave para ellos fue una gran vía de agua abierta por estribor, bajo la línea de flotación, que había hecho escorar el navío de manera apreciable. También vimos que les faltaba el mastelero de velacho, que era lo que estaban intentando reemplazar cuando llegamos, seguramente lo perdieron anteriormente por alguna turbonada que les saltó o por deterioro de la madera.

            Hasta ese momento nuestra incursión no era más que tocar un poco la moral a los ingleses, pero ahora veíamos que incluso, si seguíamos con la fortuna de nuestro lado, podíamos forzarles a la rendición. Y eso sería una cosa muy grande.

            De repente escuchamos a estribor la voz del alférez don Manuel de Prada, que desde el falucho 107 intentaba comunicarse con el alférez Dunsi. No entendíamos lo que gritaba, pero algo debía estar pasando con el Suertes.

            Bonaechea, sin pensarlo dos veces, ordenó poner  proa a la posición del Suertes. Era muy probable que la cañonera del joven Dunshee hubiera dicho basta y se estuviera hundiendo. Y maldita sería la mala suerte que hubiera esperado a hacerlo justo en ese momento.

            Al pasar por popa del falucho 107 nos informaron que la cañonera no se hundía sino que iba a ser abordada por la lancha del Majestuoso, que de manera magistral había burlado a los del Suertes y a los del bote nº 4 de Solís, que debía estar cubriendo ese flanco.

            Bonaechea ordenó que el falucho siguiera con lo suyo, mientras nosotros íbamos al rescate. La cosa no pintaba bien, ya que en la lancha inglesa había metidos por lo menos medio centenar de hombres y si lograban abordar al Suertes nos veríamos en una situación delicada. Aunque no veíamos todavía nada ya se oían los gritos de la lucha. Era evidente que los ingleses habían conseguido abordar al alférez Dunsi y los suyos, así que nos preparamos para el abordaje. Los infantes dejaron los fusiles, desenvainaron sus sables y se situaron a proa. Bonaechea quería esperar a ver la situación para ver cual era el mejor sitio donde atacar.

            Ante nosotros aparecieron las dos lanchas. La inglesa había logrado atacar por el través de estribor de la española, evitando así el fuego del cañón. Una amalgama de hombres de las dos naciones se encontraban en el centro de la Suertes y a proa de la lancha inglesa. A ambos lados había cuerpos inertes, y algunos eran españoles.

            El cañonero 28 se desplazó ligeramente para pasar la lancha española y conseguir así abordar a la inglesa por su través de estribor. Lo mismo que habían hecho los ingleses era lo que nos proponíamos nosotros.

            Nuestros hombres empezaron a gritar a los del Suertes para darles ánimos y que supieran que llegábamos de refuerzo. Los ingleses, sobre todo los que estaban más a popa también se dieron cuenta y empezaron a preparase para nuestro abordaje. Varios soldados y marineros ingleses cargaban apresuradamente sus fusiles para abrir fuego en cuanto nos pusiéramos a tiro. Nuestros infantes, que habían vuelto a coger sus fusiles, efectuaron una carga a discreción y varios de los ingleses apostados que nos esperaban cayeron al agua muertos o heridos. Al tiempo que ellos  respondían con otra carga nos abalanzamos sobre ellos.

            No hay nada más terrible que la lucha cuerpo a cuerpo, y si esta además se desarrolla en un espacio tan reducido, sin capacidad de maniobra, se comprende la carnicería que esto conlleva. No se puede hacer otra cosa más que para soltar tajos a diestro y siniestro, con los sables, hachas o cuchillos. Da igual donde, el caso es abrir brecha y nunca mejor dicho. Cuando la sangre de tu enemigo, o de algún compañero que es herido cerca de ti, salpica la cara, quiere decir que no hay vuelta atrás. O avanzas o mueres. En esos momentos de frenesí no se mira quien se rinde o quien está herido. Hay que mirarlos a los ojos, sino estás perdido, porque es la única forma de anticiparte a sus movimientos.

            Tal es el caos de la lucha en estas condiciones que no nos dimos cuenta cuando el bote nº 4 de Solís abordó la lancha inglesa por la popa, hasta que los juramentos en español nos frenaron de continuar con la siega más allá. Rodeados y sin otra posibilidad los ingleses que quedaban se rindieron rápidamente. Los gritos de rabia habían dejado paso a los lamentos de los heridos y los jadeos de cansancio de los supervivientes.

            Bonaechea, con su ensangrentado sable en la mano, ordenó tirar los muertos al agua e inmovilizar a los prisioneros.

  •             - Solís, pásate con tus hombres al Suertes y a la lancha inglesa. Deja tu bote a remolque de alguna de estas. Nos llevamos la presa. Dunsi, veo que estás bien, así que ocúpate de todo, que nosotros vamos a ver como le va al 107.

            Varios de nuestros marineros tuvieron que dejar los remos para hacerse cargo de los tres heridos que llevábamos a bordo. Fue una lástima tener que tirar al viejo Matías por la borda pero había muerto desangrado durante el segundo ataque. No había sitio para los muertos en un espacio tan pequeño. Nos hubiera gustado poder haberle llevado a la costa con su familia, o al menos haber rezado o dicho alguna frase digna a tan buen hombre. Pero la guerra naval es así de cruel.

            Sin la lancha y un bote menos al Majestuoso se le acababan las opciones. El estado que presentaba,  con una escora a estribor bastante evidente, sin timón, y numerosos impactos en popa, era muy lamentable. De uno de los boquetes abiertos por un cañonazo, en el espejo de popa, salía un humo muy espeso y negro, signo evidente de que se había iniciado un incendio a bordo. Si el navío terminaba por hundirse iba a morir mucha gente, ya que nosotros no teníamos sitio para dar cabida a los 400 hombres que debían quedar a bordo, y sin lancha y un bote no había mucha esperanza.

  • - Como no se rindan se van a ahogar todos.

            Bonaechea miraba por el catalejo insistentemente. Pero mientras aquella orgullosa tripulación no arriara su pabellón no había más solución  que el hierro. Si se rendían ahora podrían salvar el buque y a todos los hombres. Luego sería demasiado tarde. Al teniente, curtido ya tras muchos años de servicio y desengañado de muchas cosas, hacía tiempo que había perdido la capacidad de compasión.

  • - Pues allá ellos, si los “güelgüel” quieren morir por orgullo con mucho gusto les ofreceré esa posibilidad.  ¡Abran fuego!.

            Pero como ha pasado otras tantas veces no hay fortuna que dure y si hay ingleses en aprietos en el mar ya es tradición que les salve el culo Eolo o Neptuno. Así que cuando vimos, por primera vez en ese día,  la grímpola de la galleta del palo empezar a ondear nos dimos cuenta que se había acabado el día de pesca. Nadie dijo nada y nadie protestó cuando Bonaechea con voz grave ordenó cesar el fuego y prepararse para virar. Nos retirábamos de vuelta a Algeciras.

            Con viento el Majestuoso ya podía maniobrar, aunque sin timón podían bracear  las vergas y presentarnos una banda. Y dos baterías de cañones eran motivo más que suficiente para abandonar.

             Mientras remábamos, izando la vela latina para aprovechar el viento, oíamos a los ingleses gritar. Seguramente gritaban insultándonos y mofándose de nosotros por el giro de los acontecimientos, pero todos sabíamos que gritaban de desahogo por haberse salvado de una muerte segura.

            Atrás quedaron diez de los nuestros, incluido el viejo Matías, y más de veinte heridos, entre los que estaba Bonaechea, que completaba su colección de heridas con un tajo en el muslo. Los ingleses, al menos los de las dos embarcaciones menores que habíamos apresado, habían perdido a unos cuantos más. De los que cayeron a bordo del Majestuoso no se sabrá hasta que el Gibraltar Chronicle haga su crónica, seguramente dando la vuelta a la tortilla como hacen siempre, y ni siquiera mencionando el hecho de que a punto estuvieron de perder un navío de línea frente a una “escuadra” de cañoneras españolas. Pero ya estamos acostumbrados.

             Mañana, si hay suerte y mar en calma, saldremos otra vez a pescar.

 

  • Notas:
    El navío británico Stately, (Majestuoso en castellano), era un navío de 64 cañones botado en Northam en 1784. Los navíos de 64 cañones de la Royal Navy solían llevar una tripulación de entre 450 y 500 hombres.
  • En 1811 bajo el mando del capitán Edward Stirling Dickson fue empleado en la defensa de Cádiz frente a los franceses. Formó parte de una pequeña escuadra que transportó tropas portuguesas y británicas dando cobertura a las tropas españolas del general Ballesteros. Juntos combatieron encarnizadamente contra las tropas invasoras francesas en Algeciras y Tarifa.
  •  En 1814 el Stately fue dado de baja en Portsmouth.
  •  
  • Flotilla española:
  • - Cañonero 28 - Tte. de navío D. José Bonaechea  -  30 marineros, 12 infantes de marina, 2 artilleros de marina. Total: 44 hombres.
  • - Cañonero 5, alias “el suertes” - Alférez de navío D. Francisco Dunshee     - 30 marineros, 12 infantes de marina, 2 artilleros de marina. Total: 44 hombres.
  • - Alférez de navío D. Manuel de Prada  - Falucho 107 – 24 marineros, 5 infantes y 2 artilleros. Total: 31
  • - Alférez de fragata D. Jacinto de Roda - Bote nº 2 – 20 marineros, 5 infantes y 1 artillero. Total: 26 hombres.
  • - Alférez de fragata  D. Francisco Solís - Bote nº 4 – 20 marineros, 5 infantes y 1 artillero. Total: 26 hombres.
  • Total general: 176 hombres, incluidos los oficiales.

Cañoneras atacando a un navío de línea

  • > Imagen realizada a partir de una pintura de Geoff Hunt.

 

© TODO A BABOR. HISTORIA NAVAL