Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Navíos de Trafalgar. El combate del HMS Prince.

Por Pedro Amado. Relato basado en las anotaciones de bitácora del capitán Grindall.

            El avezado marino de pelo ralo blanco sostenía una raída página de la London Gazzette del mes de abril de 1805. A sus 69 años, las temblorosas manos apenas se mantenían firmes y el pedazo de papel se agitaba ante su turbia mirada. En sus eternos ratos de ocio jubilar, el vicealmirante Caballero de la Orden de Bath Sir Richard Grindall releía, una y otra vez, la reseña del fallecimiento y posteriores exequias del quizá más valeroso y brillante marino español conocido hasta entonces: Federico Gravina.

            La pequeña columna, que ocupaba menos de un tercio de la mitad del ancho de una página, contenía una rápida semblanza de la vida personal y profesional del teniente general español, así como una crónica de la solemne y sencilla ceremonia mediante la cual el eximio palermitano desfiló, en posición supina, por última vez a lo largo de las calles de su amada Cádiz, en dirección a su postrero descanso en el Panteón de Marinos Ilustres de la capital gaditana, el 11 de marzo anterior.

            Aproximadamente a las 3:30 de la tarde del 21 de octubre de ese mismo año, el HMS Prince, buque que comandaba el entonces capitán Grindall, se había prolongado casi a quemarropa al barco de Gravina, el Príncipe de Asturias, ya casi desmantelado, y propulsado violentamente 40 bolas de metal macizo en dirección al costado izquierdo del navío español. La andanada se repitió por tres veces. Según supo después Grindall, una de esas esferas infernales había impactado en el codo izquierdo de Gravina, casi amputándolo y provocando una profusa hemorragia. Además otra bala había herido en la pierna al mayor general Escaño. La herida resultaría fatal para Gravina.

            Las figuras más prominentes que había tomado parte en el combate habían sucumbido: Nelson, bajo las balas de un mosquetero francés; Villeneuve, aparentemente se quitó la vida pocos meses después cuando se dirigía a rendir cuentas al emperador; Gravina, como consecuencia de la herida infligida por el barco de Grindall. En su años otoñales, el anciano Grindall se preguntaba si haber matado a Gravina –la bestia negra de la armada inglesa- debía figurar en su página de haberes o deberes, un “honor” con el que viviría de por vida.

            Richard Grindall había nacido en Holborn, Middlesex, Inglaterra, en 1750 y se incorporó a la Royal Navy cuando todavía no era adolescente. Alcanzó la capitanía en 1783 y en la campaña de bloqueo a Cádiz se le confió el mando del HMS Prince, navío de 98 cañones, tres puentes y casi 20 años de antigüedad. Los ingenieros navales trataron de corregir sus deficiencias veleras en 1796 desguazándolo a la mitad y aumentando su eslora en 7 mts, pero fue un esfuerzo vano y desde entonces se decía que navegaba como una estaca. Debido a sus escasas dotes marineras, este barco ocupaba la antepenúltima posición en la columna que lideraba Collingwood y el propio Nelson había dejado al albedrío de Grindall su acción en la batalla. En la noche previa al 21 de octubre, el Prince había caído a la retaguardia de la línea británica y, una vez avistada la flota enemiga, incluso el Dreadnought, que ocupaba una posición similar, se había adelantado al Prince y entrado en combate mucho antes. Esta tardanza explica que cuando el Prince se incorporó a la acción (14.50 h) la mayoría de sus oponentes estaban maltrechos o rendidos –en todo caso incapaces de devolver el fuego- y Grindall se dedicó únicamente a repasar la línea franco española cual hiena buscando presas moribundas a las que rematar, si bien tuvo ocasión de mostrar cierta hospitalidad y caridad con los menesterosos, una vez que había cumplido con sus obligaciones guerreras.

            El anteojo de Grindall no se separaba de su vista. No cesaba de atisbar en lontananza para distinguir entre la nebulosa la bandera del rey de Inglaterra en alguno de los cientos de mástiles que se desparramaban a proa. No era una tarea sencilla. Algunos de los navíos se tapaban entre sí, y el repiqueteo de los disparos añadía confusión auditiva al caos de la melé. Grindall se enorgullecía de su habilidad para discriminar el estrépito de un cañonazo inglés. Decía que era más agudo y seco que los otros. Además, la cadencia en el envío de fuego era una clave determinante para ubicar a sus hermanos entre la vasta ristra de palos y cascos enganchados.

            Cuando el Prince estaba a unos 800 mts del primer barco enemigo, Grindall ordenó que sus francotiradores se preparasen para rociar con plomo las cubiertas enemigas. Sabía que algunos buques estarían ingobernables y por tanto a merced del capricho eólico. Cuando el Prince estaba preparando una maniobra para arrumbar a estribor –y deslizarse por un pasadizo entre un bosque de velas hechas jirones- un cañonazo perforó el bauprés y derribó sobre el velamen a un mosquetero de la cofa del trinquete. Un crujido casi inaudible precedió al desprendimiento de varias astillas sobre el castillo de proa. Una de ellas arrancó de cuajo una pequeña placa de madera que estaba adherida al palo de trinquete y recordaba el sitio exacto donde, hacía 5 años y medio, el cabo de los marines William Howell había recibido los 100 latigazos a los que fue condenado en consejo de guerra el 7 de abril de 1800, después de abandonar su puesto en cubierta y llevarse consigo al infante de marina Bernard Ward, de guardia en las puertas del combés.

            Grindall ni se inmutó ante este pequeño contratiempo. La vela estaba ahora adornada con un siete y el viento suave se encargaba de hacer volar los hilachos de vez en cuando. A unos 200 mts a proa, el capitán observó como el HMS Thunderer y el HMS Polyphemus estaban inmóviles y en facha. La actividad en cubierta era frenética, sobre todo en el segundo, tratando de reparar muchos desperfectos en el aparejo. Una nueva popa emergió entre la humareda y en su estilizado lenguaje podía leerse Defiance, otro buque británico. Trataba de alejarse de la acción para lo que había desplegado toda vela –o lo que quedaba de ella- por babor, a la vez que los operarios reparaban varios balazos en la lumbre. El HMS Swiftsure estaba casi paralelo al Defiance y todavía intercambiaba algún disparo con un navío enemigo algo alejado y de imagen borrosa entre los destellos humeantes. Grindall frotó su prismático enérgicamente con un pañuelo. Salvo éste, los otros tres compañeros de lucha permanecían en silencio y más preocupados por restaurar sus heridas que por dirigirse de nuevo a la acción. Grindall, un viejo zorro marino, dedujo que estos cuatro buques habían salido de la misma boca del infierno, a tenor de lo descascarillado de sus cascos y de los grotescos trapos, sobre todo en el Thunderer, y que en las inmediaciones tendría que hallarse algún poderoso navío enemigo.

            En su lento avance, el Prince se topó casi de bruces con el HMS Dreadnought, otro tres puentes, que se deslizaba a la deriva. Desmantelado del palo de mesana y bauprés, esta masa de madera deformada trataba de alejarse cuanto antes de algún castigo bíblico. Grindall señaló a su hermano que replicó “enemigo a estribor”. Con su vela casi al 100 %, el Prince arrumbó en esa dirección y a punto estuvo de abordar a otro buque inglés que también parecía haberse batido con el mismísimo Mefistófeles: el casco completamente acribillado, sólo tenía 2 palos erectos y la vela más grande era un juanete desgarrado. Grindall reconoció la bandera del capitán Moorson sobre cubierta. Su navío, el HMS Revenge, parecía haber recibido en su carnes la leyenda de su oneroso nombre (venganza).

            Estos seis navíos se alejaban con mismo rumbo, por lo que Grindall ordenó a toda vela en sentido contrario, adentrándose en pleno campo de batalla. El fragor de los intermitentes cañonazos señalaban al Prince la senda a seguir. Todavía no se había cruzado con ningún navío enemigo por lo que sus baterías estaban repletas y henchidas, deseosas de aligerar peso. Grindall preguntó a la fragata del capitán Blackwood dónde se hallaba el enemigo más próximo. La fragata no respondió. El Prince siguió en la dirección de donde venían los cañonazos, cada vez más nítidos. De repente cuando el humo se disipó pudo distinguir una popa poco familiar. Se conocía los traseros de todos sus hermanos al dedillo y aquél no era uno de ellos. Elevó el anteojo y distinguió la bandera roja y gualda ondeando perezosamente en el palo de mesana.

            El metabolismo de Grindall experimentó una agitación súbita. El corazón cabalgaba al modo de caballo desbocado. Las glándulas segregaban química copiosamente. Tragó saliva y bramó a sus oficiales que prepararan la primera salva. El buque español permanecía callado y sólo el palo de mesana se mantenía enhiesto sobre una cubierta sanguinolenta y destrozada. La escasa marinería se esforzaba por sacar al buque de aquella penosa situación. El Prince arribó perpendicularmente a la altísima popa del barco español en cuyos espejos se leía: Príncipe de Ast… Grindall se felicitó por haberse encontrado con su homónimo en el lado enemigo. Sabía que era una de las piezas más codiciadas por la Royal Navy y el buque insignia de la marina española.

            El brazo derecho de Grindall descendió rápidamente desde una posición elevada dando la señal para el saludo de muerte. Seguidamente un ruido ensordecedor resquebrajó el tímido silencio vespertino al tiempo que miles de astillas del casco español volaban y se precipitaban al océano. Las tres baterías del Prince habían vomitado su carga a bocajarro. Grindall sabía que el navío español estaba en clara inferioridad y que era poco probable que devolviese el fuego. Sin éxito, atisbó con su anteojo alguna señal de rendición en la cubierta enemiga. Todavía podían verse a algunos mandos dirigiendo a la tripulación y a la infantería de marina. Lo que sí vio fue una pequeña conferencia de oficiales que discutían ardorosamente sobre el alcázar. Un rápido vistazo al costado de babor informó al capitán inglés que la mayoría de las piezas estaban inservibles o desatendidas, algunas desprendidas hacia el agua, por lo que aulló a sus oficiales maniobrar para alinearse con el enemigo.

            El Príncipe de Asturias era un amasijo de cabos y velas abatidos sobre cubierta y la parte del casco más grande sin señal de balazos apenas tenía un metro cuadrado. El palo mayor estaba deshecho y volcado sobre el agua. La borda, serrada como si hubiese sido mordida por un gigantesco dragón. La única majestuosidad que le quedaba eran los colores todavía vivos en su casco y su larguísima eslora. Era una mole acunada por la marea y un blanco perfecto para un buque intacto. El capitán inglés indagó al barco español si se había rendido, pero no obtuvo respuesta alguna. Grindall se preguntaba por qué esa cabezonería y persistir en el castigo. Sin embargo, no pudo reprimir un sentimiento de reconocimiento a la valerosidad y gallardía en la abnegación hispana. Según supo más tarde, este barco se había batido durante horas y repelido a todos los buques ingleses que se había encontrado el Prince cuando se internó en el combate –por lo menos 6-. Una nueva ráfaga deshizo la reunión de oficiales en el castillo. Con las venas del cuello hinchadas, Grindall vociferó para inquirir de nuevo si habían tenido suficiente. Con su anteojo oteó la fantasmagórica y agónica silueta del coloso español para comprobar si efectivamente arriaban la bandera. En su lugar, algunos de los cañones de la primera batería española disparó sobre el buque inglés, con escaso o nulo éxito. Otro alarido del Grindall percutió una nueva andanada que el pecio español encajó resignadamente. Ambos se hallaban paralelos y a tiro de pistola. Nuevos 40 balazos desmenuzaron todavía más el macerado flanco español. El capitán recorrió la cubierta con su anteojo y ya no pudo ver la reunión de oficiales.

            El barco español empezó a moverse lentamente a estribor. Una fragata vino en su ayuda y comenzó a remolcarlo. Grindall giró la lente a babor y vio al hermano HMS Colossus señalando auxilio. Pensó que el Príncipe no iría lejos, por lo que ordenó arrumbar todo a babor y acudir presto. En el trayecto –un km.- se cruzó con varios mástiles flotando en las ya turbulentas aguas. Algunos navíos derivaban a merced de las olas, incapaces de regir sus destinos. Uno era el HMS Belleisle de Hargood. No tenía un solo palo en pie y Grindall se preguntó si su buen amigo Hargood seguía con vida.   

            Cuando llegó a la altura del Colossus, vislumbró un pequeño fuego en el mástil de un barco francés. Era el trinquete del Achilles. Grindall gritó a sus fusileros que concentrasen el fuego en el castillo de proa, a la vez que ordenaba una andanada sobre el buque, que estaba todavía bastante lejos. Después de la descarga el palo se desplomó y prendió fuego a todo el aparejo anterior del barco. Grindall pensó que el buque estallaría y se apresuró a arriar los botes para recoger a los náufragos. A los pocos minutos una explosión devastadora amputó la mitad frontal del Achilles. El Prince se alejó para escapar de la caída de rescoldos, a la par que media docena de lanchas se dirigían a sus inmediaciones para salvar a los supervivientes (unos 250 de una tripulación de 700).

            El teniente Parish, al mando de uno de los botes, se quedó lívido cuando izó del agua a uno de los náufragos. No tenía camisa y dos generosos senos ornamentaban su torso desnudo. Con la conmoción y agitación reinantes, Parish creyó que estaba delirando y se frotó los ojos. La mujer se cubría como podía cuando estuvo a bordo de la lancha y se percató de que 5 pares de ojos libidinosos se clavaban en sus desnudos hombros. El teniente tuvo que reprimir sus propios impulsos concupiscentes y ofreció su casaca a la joven. Un semi-motín se desencadenó a bordo cuando uno de los marineros intentó propasarse. Parish, un perfecto “gentleman” se interpuso y abortó la asonada. La mujer, casada con un francotirador de la cofa, se había travestido y enrolado para estar con su esposo durante esta larga campaña. Debido a que no hablaba inglés fue rebautizada como Jeannette, en honor a la hija de Parish.

            Grindall, con su navío casi indemne, salvo algún recuerdo bélico en las lonas en forma de orificio de bala, orzó violentamente aprovechando el vendaval que se había levantado. Un km al norte distinguió un enorme barco que enarbolaba el estandarte español. A medida que se acercaba, apreció que uno de sus hermanos lo bombardeaba a estribor y otro por la amura de babor. El barco español, Santísima Trinidad, no respondía al fuego. El palo que sostenía la bandera se desplomó sobre el agua. Cuando el Prince estuvo a tiro señaló a sus compañeros y éstos respondieron que se había rendido. En efecto, el navío español estaba mudo y raso como una tabla. Era un pecio gigantesco agitado por un mar embravecido. La cabeza de Grindall avanzó una escena onerosa: el mayor barco de guerra del mundo estaba condenado a ser devorado por el océano. Escoraba a babor y el timón ya no existía. En la cubierta se amontonaban los cuerpos inertes y desmembrados. El capitán Grindall envió una dotación de presa para marinar lo que quedaba del buque, aún así un premio magnífico, al peñón. El HMS Neptune y el HMS Britannia engancharon sendos cabos al Santísima, cuya oficialidad fue detenida y traída en una lancha al Prince. En las bodegas del Santísima, parcialmente anegadas, se hacinaban casi 100 heridos o contusos. Decenas de cuerpos semidesnudos se descomponían en la zozobra de la marejada.

            El Britannia enganchó un cable doble al castillo de proa del Santísima. A pesar de que aquél era un tres puentes marinero, la mole española permanecía casi inmóvil, salvo por la furia oceánica. El Neptune se vaciaba para mantener su verticalidad y la del Trinidad a la vez que intentaba darle a la vela por estribor. Grindall lanzó dos cables más que fueron firmemente fijados a la borda anterior del navío español. Eolo, ignorando los patéticos esfuerzos humanos, agitaba rabiosamente a estos tiranosaurios de los mares, puntos insignificantes en la inmensidad atlántica. El avance era lento y desesperante. Grindall calculó que, a ese ritmo, llegarían a Gibraltar a media noche. Desquiciado, ordenó el despliegue de toda vela por la amura de babor y así facilitar la maniobra. Un crujido tétrico anticipó la sección completa del timón. El Prince había sufrido su mayor desperfecto después de la batalla. Su timón, un armatoste de casi 2.000 kgs, se alejaba mecido por la inflamada superficie marina.

            El temporal arreciaba y el Prince estaba casi ingobernable. De repente y cuando varios botes traían del pecio español a algunos heridos y tripulantes, la cubierta de éste quedó completamente a la vista de Grindall. El Santísima había sido volteado y su sucio puente era ahora perpendicular al agua. El capitán ordenó cortar los cables mientras contemplaba horrorizado como el Trinidad era engullido por el océano entre los espantosos alaridos de los heridos que permanecían en su interior y no había dado tiempo a evacuar. Los cuatro puentes se fundieron macabramente con la plomiza atmósfera otoñal gaditana.

Jeanette a la deriva

> Pintura de Robert Heuel que representa a la desnuda Jeanette flotando con unos restos del navío francés Achilles, que se encuentra a la derecha de la imágen a punto de explotar. El HMS Prince se encuentra en el centro mientras manda un bote al rescate de la joven.

Rescate de la joven Jeanette

> Grabado de Edward Orme que representa el mismo momento que la pintura anterior de Heuel. Nótese que, a diferencia de la anterior, en este grabado la joven aparece vestida, mientras que en el otro está completamente desnuda. Robert Heuel es un artista americano nacido en 1931 mientras que Orme fue un pintor de principios del siglo XIX, por lo tanto se comprende el recato de este último, lógico por la época.

 

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