Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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"12 de julio de 1801. El fratricidio".

- Un relato de Luis M. Martínez.

Allá abajo no había dios que pegara ojo. El marinero de leva Ramírez no se acababa de acostumbrar a que las ratas le registraran hasta los tuétanos. Ni al hedor que se encaramaba a través de las cubiertas desde la sentina (por muchos quintales de vinagre con que se regaran las tablazones). Ni tampoco al artillero de preferencia Perales, que tenía por rito dormir con los ojos como platos. La primera vez, rasa y de buena luna, creyó que el muy bastardo se había pasado toda la santa noche vigilándole. Eran los primeros días de noviciado, y no lograba apartarse la impresión de que todo esa extraña fauna de desnudos pies le observaba. Y, a pesar de enterarse de esa especie de mal fario que sufría, no le relajaba lo más mínimo verle dormir tan despierto. Eso, no era ni medio normal. Ni mucho de Dios, tampoco.

Ya en el foso del combés, la brisa marina comenzaba a percibirse, fresca y de buen aliento. Siempre le asaltaba la sensación de ascender a la cumbre de una de sus montañas, cada vez que subía a la cubierta principal. La tirria que sentía por los bajos del buque, le habían impulsado a plantearse medio en broma la posibilidad de hacer carrera dentro de la Armada, en el muy noble oficio de gaviero. Oliendo la sal que se traía el viento, robada a la mar; un frescor salado que azotaba a raudales los altos del buque. No parecía muy difícil, tan solo tendría que acostumbrarse a cambiar el concepto de “peñascos y árboles”” por el de “vergas y mástiles”. Y tocarse la calva con un gorro que debió de ser encarnado hace lustros. En ello andaba.

Ramírez fue flanqueando la batería de cañones que se estiraba a lo largo del costado de babor. Calladas bestias del 12, que miraban en formación, a través de su único ojo negro. Cíclopes con denominación de origen “La Cavada”, en cuyas cureñas aparecían extraños nombres que Ramírez no alcanzaba a descifrar, diluidos con tacadas de muescas tachadas. Muy parecidas a las que él mismo grabó a punta de navaja hace no mucho en el carballo centenario donde solía pasar revista a su ganado. O a las que se pudieran hallar entre la mugre de cualquier penal. Mientras caminaba en paralelo a la línea muda de artillería, adoptó un paso con tintes (presuntos) de marcialidad castrense.Así, a la penumbra de las luces de cubierta, bien pudiera confundírsele desde las bordas del otro bajel con la figura del Comandante Emparán, pensó en un rapto de ingenuidad. El que llamaban “Real Carlos”, de porte similar al “Meregildo”, navegaba a tiro de mosquete por su izquierda (o el costado de babor, para las gentes de mar), como a casi una eslora rezagado; y sus fanales delataban a golpes de luz la derrota de sus maderas. Los dos colosos de la escuadra a las órdenes del general Moreno; junto con el “San Antonio”, que ceñía a estribor del “Real Carlos”, cerraban la formación franco-española, que navegaba escalonada, a poca distancia de la costa, por un paraje que el “Cachas” había mentado como Punta Cabrero. O Carnero. No lo recordaba bien y, tampoco le importaba lo más mínimo. Lo que realmente echaba de menos, era la paz del valle. Su silencio. Su majestuoso silencio. Solo el río y los pájaros tenían patente de corso para violarlo. Desde que los alguaciles se lo llevaron del terruño, no había vuelto a tener un momento siquiera de placidez. Ni con las aguas en calma. Aquél cascajo de tres malditos puentes, sonaba a cada golpe de mar como una auténtica charanga; con viento de estar por casa. Cuando cogía levante...

- Va a alertar a todos los malditos casacones.

Ramírez se soltó de manos de la cureña donde se apoyaba, mientras se sujetaba con una el pecho.

- ¡Joder, tú!, a poco me sacas el corazón de cuajo...

La figura desgarbada que se había aproximado a Ramírez, sonrió con todas sus encías, y un diente que estaba entre negro y azabache.

- Al mes, te acostumbras a vivir con la canción de cuna que el “Meregildo” se canta, con viento o sin él.-agregó, mientras se hurgaba en la nariz- La vengo escuchando desde que lo trajimos de La Habana, allá por casi La Candelaria del 89. Y entre Cádiz y Ferrol, Ferrol y Cádiz; y algún garbeo por la costa fransuá, me he pasado su infancia subido a sus puñeterísimas maderas, que lloran como plañideras de a real por grito. Sobre todo, cuando se le atacaron con 36 libras, como es de ley, la primera batería. Conozco a éste cabrón de madera, desde que lo parieron.

-y su diestra golpeó por un par de veces los tablones de la amura, como el que palmea sobre la espalda de un viejo amigo- Parece que se va a morir de dolor, pero siempre tira pálante. Y ha echado fuego como un condenado, llegado el caso; lo saben hasta los negros. ¡Qué pregunten entre los gabachos de Tolon, o los sires de Ferrol!... ¡Jodido cascaronazo!, ha visto más culos en estampida que Godoy en un reservao de palacio. No hay enemigo con un par para echar a pique a éste...

El viento, flojito del levante, se trajo unas carcajadas de más allá del bauprés. Alguno de los camarotes de los buques de la vanguardia, parecían hallarse muy animados.

- Se nos beben hasta el vinagre- aseveró el desgarbado, mientras jugaba con maestría sus piernas para equilibrase en uno de sus frecuentes cabeceos-. El messié se da besitos a sí mismo por la de Algeciras, y lo mismo se cree que el cabronazo de Saumarez no lo habría sacado de allí con los pies por delante, de no ser por los zambombazos de las cañoneras que protegían la dársena. Más españolas que el escudo real, que conste.- acabó el aserto, restregándose con el dorso de la mano los labios. Carraspeó, y escupió con ira hacia proa, donde debía marchar la fragata “Sabina”. Con la ristra de medallas brindando por el jardín de popa-. Encima, marchamos a gavia cazada, sin dar no más de cuatro nudos, en mayor atención de la chatarra gabacha que de las propia... Tan acojonados como sumisos, ¡con la de andanadas que pudimos escupirle a la cara al míster del Saumarez ése, llegado el caso!. Y nos tocó, por costumbre, poner quillas en polvorosa. A proteger los despojos del messié. Pá no variar... A la virgencita del Carmen, hay que entregarle, aunque sea de uvas a peras, algún que otro pabellón de la Nabi como ofrenda; so pena de perder sus favores...

- Y, ¿a qué coño hemos venido aquí?- preguntó Ramírez, mientras perdía la vista entre los claros y sombras que esculpían la figura colosal del “Real Carlos”.

- A lo de siempre, gañote. A perder el trasero por cualesquiera disposiciones que al Corso se le ocurran. Dicho queda. Y, para más cruces, sujetándonos las pelotas cuando tenemos a tiro de cañón a los despojos del britis, por no se qué malditas “instrucciones concretas” o “ceñirse a las órdenes” que te dicen con cara de brisca los enteraos a los que oyes hablar. Con más navíos, y más frescos que una col... Manda güevos... Ahora mismito deberíamos navegar marinando a tres o cuatro de esos perros de hacheme-eses, rasos como pontones, y con la de Dos Colores sobre un atacador de cada uno de ellos. Algunos dicen, que el general Moreno tuvo que hacer de tripas corazón cuando la pintaba calva... Si la oportunidad, hubiera sido para los britis, habrían comido los tiburones de cien millas a la redonda. Carne de su Canal pá bajo, claro.

Todo, lo acompañó con una mueca de fastidio como epitafio. Después, se metieron por medio unos momentos de silencio, que parecían propios de un acto de contricción. El marinero de leva Ramírez, rompió el hielo:

- ¿Qué os pasó en Ferrol?

El desdentado se pasó la lengua por las comisuras. Muy lentamente, en tanto llevaba sus ojos a algún lugar del tres puentes de babor, parecido al que observaba su compañero. A Ramírez le dio la impresión de que, aquél ritual, lo efectuaba con una devoción poco menos que religiosa, cada vez que le inquirían por su episodio favorito. No sé por qué, pero apostó para sus adentros que habría de empezar el relato por un número...

- Doscientos (unos 87 ó 108, depende de las fuentes) buques enemigos . Con no menos de cincuenta mil (entre 8.000 y 15.000, ídem) sires, lores y místeres sobre sus puñeteras cubiertas. Creyéndose que se iban a tomar el té de las “faif” en la Magdalena, con sus gaiteros faldeando sobre el monte Esteiro o Mugardos. No te jodes...- era el instante clave del escupitajo y el pie que lo restrega- Se había avisado al general Moreno (ése que departe animosamente con los gabachos Linois y Camarilla, en una fragata de vanguardia), a través de un piloto de la Armada, un fulano llamado Taboada, que hacía guardia en el puesto de Monteventoso. Era un 25 de agosto del pasado año, a la amanecida; con un viento flojo que venía del Norte, en el mismo sentido que la ensalá de velas inglesas. Y a Dios gracias que la niebla aún no había comenzado a levantarse y hacerse espesa, para favor de nuestras armas en Ferrol... Luego, ya sabes, correveidiles y pajes de acá para allá, y todo quisqui de las Altas Instancias, enterados de que los hijos de la Gran Bretaña se nos venían encima con todo el infierno a cuestas. Lanchas cañoneras y batallones, llamadas de Ares;regimientos de Asturias, que formaban parte de la guarnición de los navíos anclados; soldados a bota desde Orense, fusileros reales, granaderos locales, milicianos, civiles armados en el Parque de Artillería y el Arsenal, y la escuadra de seis navíos formados en posición de fortaleza, alargando la línea de artillería que venía sucediéndose desde La Cortina. Justo a la entrada de la dársena. Los putos sires nos estaban metiendo gentes en las playas de Doñinos a mansalva y, con buen criterio, se dio como principal el tomar los altos del monte Brión, para evitar que los mamones subieran allá sus cañones, y nos sobaran la badana a base de bien desde las alturas. Porque por la ría, no creía nadie que tuvieran cojones a pasar... Total, que les subimos cerca de 600 machotes, a cuyo cargo estaban el comandante del “San Agustín”, don Ramón Topete, y un par de capitanes de fragata salidos del “Monarca” y de ése mastodonte que ciñe enfrente...

“¡¡Faia!!” se oyó con una claridad lejana desde algún lugar depopa y, al punto, una retahíla de fogonazos corrió no más de una eslora, iluminando la distancia. Visto el evento a rabillo de ojo. Casi a su par, se elevó un ruido ronco, martilleante, como si se desgarrara todo un detall de mantas. Una tos ronca, que se solapaba con otra y otras más, en un ínfimo espacio de tiempo. Los destellos anaranjados se habían transformado en volubles formas de humo, caprichos goyescos que cambiaban de aberración a la entonación del viento. A la altura de la toldilla se formó una descomunal sucesión de desastres. Los fanales alumbraban una lluvia de astillas que salían centrifugadas desde las cubiertas o los mástiles... Ramírez, al ancla sobre la baranda, miró de reojo hacia su contertulio. Pero, donde debía de haber encontrado sus ojos amoratados por el vino, halló el escenario de fondo, con todas sus cuerdas y palos. Por encima de los hombros, no tenía nada, más que venas seccionadas de donde comenzaba a brotar la sangre a tropel... ¡¡¡Clac, clac...clac...!!! El hierro colado sobre las amuradas, a dos palmos de su estúpida mirada, le sacó de raíz del estado de incrédula absorción en que se hallaba. Más atrás, había levantado una nube de estacas al impactar contra el palo de mesana. El penúltimo ruido que le sobresaltó, fue el tronco y las piernas del decapitado charlatán, al caer cuan largo era sobre la espalda, a plomo, encima de la tablazón. “Nunca llegaría a saber el final de su historia”, pensó, mientras se palpaba su cuerpo de cabo a rabo; sin dejar de mirar hacia el origen del fuego.

Del combés para abajo, comenzaron a brotar juramentos y maldiciones, como si de una subterránea torre de Babel se tratara (“hoy se va a hacer jirones la correa de castigo”, volvió a deducir, mecánicamente, el marinero de leva Ramírez). Muchas sombras fueron ganando la cubierta principal, moviéndose pocas con soltura, y las más chocando unas contra las otras. Al estruendo primero, y a la voz de “¡a los cañones, por el Rey!” después, aquella plácida velada, junto a un lobo de mar que yacía sin mocho a sus pies, se había convertido en una representación caótica. Con una algarada de marineros y pseudomarineros trotando sobre los tablones, renegando de muertos y vivos, tomando atropelladamentelas rutas de los obenques, que los hacían perderse en las alturas. Los artilleros iban apostándose en derredor de las piezas, y algunas antorchas ofrecían su luz, en procesión, sobre la batería de babor del buque. Sin embargo, la parte más iluminada del navío era el castillo. Allá, el fuego había prendido sobre la cabuyería y las maderas, y luchaba por esparcirse hacia la proa. Al Comandante Emparán, ya se le oía a plena cubierta vocear desde el alcázar, sable en mano, dirigiendo las maniobras, en una solfa de palabros que, a Ramírez, le parecieron por un momento extranjeros. Pero, ¿a quién leches se predisponían a freir?... Algunos rostros se habían vuelto a soltar un sermón de obscenidades, y amenazaban blandiendo el puño sobre la figura fantasmagórica del “Real Carlos”. Los principales de artillería iban dando la voz de conformidad según se cargaban las piezas a su cuidado y, el Comandante había alzado su sable, apuntando a la masa informe que siempre se había estado desplazando a su costado. Ramírez, en un arrebato de lucidez, brincó en tres saltos sobre el alcázar y, tomando entre la confusión por las solapas de la casaca a don Manuel Emparán, capitán de navío por la gracia de Dios, de la Real Armada, le gritó al oído:

- ¡¡Noooo!!, ¡ése es el “Real Carlos”, señor!, ¡es el “Real Carlos”, por todos los santos!...

Fue todo lo que pudo hablar con el más alto oficial a bordo; después rodaría por las tablazones, un tanto más molido a patadas que a insultos, cogiendose la cabeza para protegerla de aquellas botas de caña que le hacían ver las estrellas, los palnetas, y hasta el infinito. Pero, entre el desvarío, consiguió distinguir las palabras enérgicas de Emparán, que pedían orzar a babor.

-¡A tu puesto, desgraciao!- masculló, apuntando con su hoja sobre la figura de Ramírez-¡¡a los cañones, capitán!!, ¡toda la jodida gente a la batería de babor!

Bueno, de lo malo lo peor; parecía que el oficialón no se había enterado de una pizca de la jugada. O lo que es lo mismo, de la misa la mitad. Los cañones, habrían de aguardar entonces a abrir el fuego desde allá, donde apuntaban desde hacía un rato. Ramírez se reincorporó como pudo, pues sentía que de aquella, si se formalizaba la gresca, no habría dios ni demonio capaz de sacarle entero el pellejo. En la alzada, sí la vió. Una amalgama sombría de velas y cordajes, que cruzaba a poco más de una pedrada con ganas, por su aleta de babor. Emparán no había divisado al ladrón sin luces, y le preparaba el mismo infierno por las ánimas de su maldita estampa al homónimo. El “Meregildo”, a lo suyo; crujía de maderas que pareciera iba a reventar al próximo golpe suave de aire. Mientras toda la estructura de proa ardía con furia, pese a los esfuerzos de los aguadores. Los fanales delataron que el “Real Carlos” había efectuado la misma virada hacia su mano izquierda. Algunos vítores emergieron de las gargantas de los compañeros apostados: “¡asín sus lleve el diaño!”, “¡perros de rojo collar!”, “esgraciaos de mierda”, y otras objeciones varias, de muy malas intenciones y peor genealogía. Lo más curioso es que cuatro gatos se lo gritaban a la masa camuflada de noche que iba escorando hacia el sur y, otros en muchedumbre, al “Real Carlos”. Rondaban sus dudas pero, todo el mundo había llegado ya con la homilía empezada y, a la voz de “no hay vino”, la plebe se disponía a pasarse por la piedra al señor párroco. Que era quién tenía el cáliz en las manos... Ramírez rezó por que los artilleros supieran dónde dirigir la metralla. La orden de fuego, corría por ocho o nueve voces engalonadas, hasta que lograba llegar a oídos del de la mecha. Por poder, podía pasar cualquier cosa. Y desgraciadas, casi todas.

Pero mientras la duda atenazaba a los artilleros, y el resto de mortales se dedicaban a bañarse en sudor arrimándose a las llamas , las luces del “Real Carlos” comenzaron a girar con muy mala ralea. Por el iluminado castillo, el navío delataba una virada a estribor harto amenazante. Un grito unánime de pavor, secundó la maniobra. Se llegaba por la amura a una velocidad espantosa; con buen viento embolsado en las velas altas. Justo en el momento que el “Meregildo” parecía coger un poquito más de ímpetu tras el cambio de rumbo.

-¡La madre de Dios!- se presignó uno entre las cureñas de dos de 12.

-¡¡¡Todo a estribor!!!- resolvió a voz en grito Emparán.

Nadie, ni los más novicios, pensaron que podían eludir el tajamar del congénere que se les venía encima.

-¡¡¡Todo a estribor, cagüen la hostia!!!

El navío, lloró de dolor, mientras orzaba una miaja. Apenas apreciable. Desde abajo, alguien renegó de la suerte y toda su ascendencia y descendencia. También pareció aullar algo referente a la caña del timón y toda la necrología británica, desde el fundador de Albión hasta nuestros días. Marítima y terrestre. Un tipo, al parecer tan culto como flojo de calzón, pues defecó sobre jacobinos, estuardos, artúricos, hoodianos, pepas, pepys y, en fin, actores y apuntadores, sin dejar títere alguno con cabeza. Al menos limpia de polvo y caca.El Capitán de Navío, don Manuel Emparán, se desgañitaba pidiendo la virada; la voz subterránea volvía a maldecir en hebreo; los designados para apagar el fuego en proa berreaban ayuda y, los artilleros permanecían más dispuestos a soportar el abordaje del real casco que les presagiaba ruina, que a atender a sus puestos de armas. Ahora, hasta podía percibirse con cierta nitidez la algarabía formada en la cubierta del “Real Carlos”. Gritos e improperios sin un idioma definido. Cada vez, más cerca.

Al punto de darse de bruces los hermanos de singladura, una segunda andanada sacudió de luz y truenos un horizonte próximo. “Otra vez el inglés”, pensó distraídamente Ramírez. Pero el ruido levantado por la colisión de las amuras del “San Hermenegildo” y el “Real Carlos”, eclipsó el ronco vomitar de las libras británicas. El impacto, salvaje, llenó la cubierta principal de cuerpos sin equilibrio, zarandeados hacia proa. Y un grito común, mitad queja, mitad maldición. Ambos navíos, dos machos monteses de un solo cuerno, se embistieron con inusitada fuerza. El marinero salió proyectado hacia delante, rompiéndose alguna costilla contra uno de esos amarraderos que por allá llamaban cabilleros... Tuvo más fortuna que un par de desgraciados, cuya inercia les hizo caer (en contra de toda su voluntad), entre la chamusquina que había prendido ya sobre la vela baja. Después, por sus alaridos, ya no parecían ni humanos. Algunos ilusos se afanaban en la amura de babor, intentando desprender la mole del “Real Carlos” a golpe de chuzo. Los gritos, órdenes. contraordenes, blasfemias y quejidos se sucedían a ritmo vertiginoso. En realidad, nadie obedecía a nadie; noveles y veteranos erraban por la cubierta, sumidos en una apoteósica confusión.

El trinquete cogió todo el fuego que pudo alimentar sus maderas, telas y cordajes y, con un resuello seco, se partió a pocas varas de la fogonadura. La enorme antorcha, se abatió cuan alto era sobre la amura de estribor del otro buque, arrasando las almas e ingieniería que encontró al paso. “Ahora, -pensó Ramírez-, se están quemando más”, y quedó un momento contemplando la hoguera en la que comenzaba a trasmutarse el castillo y parte del combés del “Real Carlos”. El ulterior crujido por proa del buque que nos abordaba, despachó a su vez todo el peso del mástil sobre el castillo propio, produciendo una terna de gemidos a sus pies. Los buques, habían quedado definitivamente abrazados. Por detrás, las andanadas se habían animado de lo lindo. Sonaba a fuego vivo, y contribuían a iluminar por unos instantes la dantesca escena que se vivía entre los abordados.

-¡¡¡¡¡Braaaaaaaaam!!!!!.

Y luego, otro. Y una cadena de ellos, que retumbaron con violencia sobre el costado del “Meregildo”. Los que no alcanzaron la cubierta. Allí, recibieron el fuego a pecho descubierto, volando cuerpos revueltos con astillas. En la cubierta de abajo, parecía a oído que la descarga a quemarropa también había hecho estragos. Aquél suceso, desencadenó el caos absoluto; el supremo. Les acababan de endiñar un mandao de hierro de agarrarse los machos (aunque los hubo que ni eso les valió). A los mozos de artillería de los puentes inferiores, se les debió encoger el alma e hinchar las pelotas en vista de todo aquello. Ni que pudieran ser españoles, ni leches; encendemos la mecha (más segura que las llaves) y se les mete una andanada cerrada hasta los baos, por si acaso. Amparándonos en ese catecismo de desagravios que habla de los ojos y los dientes Eso, no se la hace a un paisano. Joder. Y, el britis disfrazado de noche y caos seguía cañoneándose entre las jarcias del “Real Carlos”, comiéndose a metralla y palanqueta a los aturdidos fransuás del “Saint Antoine” (“San Antonio”, para los amigos). Más adelante, los fanales de los buques que formaban el centro y la vanguardia, seguían avanzando al viento del Este. Como si el asunto no fuera con ellos...

- Pá caersesen los güevos- negó un marinero, que también vigilaba la espantada- Unos paice que nos cañonean, y otros nos dejan más tiraos que un catalejo en un abordaje... Y marchó a proveerse de agua, en uno de los toneles subidos de las bodegas; pues el incendio en el navío comenzaba a adquirir tintes dramáticos. En cualquier caso, habrían de darse con un canto en los dientes. Enfrente, el gemelo de madera caribeña, ardía ya como un rescoldo de paella; y en sus bordos se agolpaba el gentío. Algunos, optaron por arrojarse al mar. “El inglés, ya se habrá hecho con el sable del gabacho”, -aventuró Ramírez, al caer en la cuenta de que hacía un buen rato que no atronaban las baterías- “La que ha montao el hijo de la gran puta... Eso, si no se nos empieza a venir por popa toda la maldita Royal Nabi en enfilada, a quién San Pedro le tire las llaves al río, llegado su día...” El incendio en cubierta, se extendió a razón de la andanada sufrida. Todo lo tanteaban las llamas (excepto parte del alcázar y la toldilla, donde Emparán se desgañitaba, sin resultado aparente), y algunas gentes tomaban las escalerillas que accedían a las cubiertas inferiores, con un sentido más bien vano. Otros, cargaban y vaciaban agua de los toneles con buen afán, mientras maldecían a las madres, ancestros y vástagos de los “villadiegos”. No les faltaba razón. Ni a unos, ni a otros... A Ramírez le resultó paradójico que permaneciera en el epicentro del mismísimo infierno, donde comenzaba a oler a carne socarrada, y a sus pies se extendieran leguas y leguas de océano. “Hay que joderse...”. Y bien jodido, pues según ganaban maderas las llamas, se iban perdiendo aguadores. El humo corría a la par del fuego, cercando espacios y miradas: creando un sinfín de microcosmos independientes, donde cada cual ponía (o creía poner) su esqueleto al recaudo que mejor le parecía. Además, allá se rozaban los sobacos más de 600 almas y el fuego, según ganaba espacio, comprimía en más a la dotación, entorpeciendo las maniobras de emergencia entre los avezados, y provocando pavor en los novicios.Se habían registrado ya algunas deflagraciones, a cuyo estruendo los cuerpos se encogían al unísono, agarrandose las cabezas. Era lo único que parecía poner de acuerdo a los marineros...

El bramido de un cañón se elevó por encima del griterío y el crepitar de las llamas. Ronco, seco. Y bien apuntado, pues se llevó una de las portas de la segunda batería del “Real Carlos”, entrando la bala hasta la otra banda al menos, corriéndose toda la manga. Cinco muertos y doce heridos (alguno en el más allá que en el acá), según dijeron algunas lenguas. Al poco, sonó otro. Hasta que, animados en sinfonía, se fueron descolgando con mayor ritmo. Los fuegos vivos (el que provenía del costado de babor del “Meregildo”, y el que arrasaba la obra muerta del “Real Carlos”), permitieron contemplar la orgía de astillas que la descarga sacó del congénere. “No sé donde lo estamos pasando peor”.

-¡¡¡Alto el fuego, cagoentó!!!-vociferó uno que no era Emparán- ¿¡ Quién cojones a dado la voz de fuego!?. ¡Alto el fuego, por el amor de Dios!... La madre que me parió...

“Alto el fuego... alto el fuego... alto el fuego...”, la voz de mando se fue corriendo hacia las baterías bajas, acompañadas en clave de dolor por los lamentos que ya empezaban a percibirse, desde los sótanos y azoteas del “Real Carlos”.

Entretanto que, en la cubierta principal del “San Hermenegildo”, algunos oficiales se afanaban en sujetar las acciones a sus órdenes. El humo comenzaba a elevarse sobre las bordas, y el olor de la pólvora llenaba de acidez el ambiente. Ya no se percibían los galones y daba la impresión que cada uno comenzaba a hacer la guerra por su intransferible cuenta y riesgo. Algún despistado, volvió a hacer tronar un 36 por los subterráneos, que terminó por poner fuera de sí al oficial que pedía el cese de la artillería.

Sucedió lo que todos pensaban. El “Real Carlos”, respondió con fuego propio a la andanada del “Meregildo”; al menos desde las dos primeras cubiertas, que parecía no mantener achicharradas. Como en el caso anterior: primero algún cañonazo tímido, y la de san quintín en cuanto se animaron los de preferencia, los pastores, los voluntarios y todo el coponario. Por los inframundos del “San Hermenegildo”, la descarga de artillería hizo algún que otro descalabro. En ésta ocasión, las balas no habían llegado a la cubierta principal; que ya se las veía y se las deseaba para contener los fuegos que amenazaban arruinar la arboladura entera. Las dotaciones de ambos buques, iban saltando ya con mejor cadencia sobre la mar. Los botes y falúas fueron tomando posiciones respecto al desastre; habían ganado algunos de ellos el agua, y servían de esperanza a los náufragos que por allá deambulaban.

Las luces se fueron aproximando. Pero Ramírez, desde el alcázar, contemplaba otras. Mirando al oeste. Donde, un enjambre de luciérnagas artilladas perdía el tercio de cola; dejando a sus congéneres con la popa al aire. “Mal levante tengais”, sentenció para sus adentros.”Linois, Moreno, Maroto y el del Soto. A ése, que lo coja en su residencia de señorito alcahuete, y se lo lleve con la puta y el cabrón. Mú lejos. Ande no güelvan”. Volvió a mirar a los fanales que les llegaban por babor. Pintaban unos bastos como robles y, ni aquella gente, ni aquellas ascuas flotantes, estaban para dar el callo. Que Dios, y los britis, salven al que sea menester. Porque el “San Antonio”, con lo que había recibido en un momento, venía rendido, con el pendón de la Albión ondeando al mismo viento de Cádiz, solo que por encima del Imperial .

Cuando Ramírez marchaba en brazos del “Saint Antoine” (que decían los franceses), atrás quedó gente a mansalva. Del infierno del “Real Carlos”, se escabullía una falúa a reventar, con no menos 40 ó 50 personas y, se divisaba a gente alrededor de los navíos, que había comenzado a abandonar masivamente las cubiertas, jarcias y vergas.

Ramírez, se tiró por la borda de estribor, con todos los palos ya rendidos al fuego del “Meregildo”; enganchado el mayor y el trinquete, sirviendo de puente a las llamas que uno y en otro navío alimentaban con mucha madera, lona y cordajes. Y algún cuerpo que iba cogiendo en su desvarío. Algunos mástiles y vergas, se habían troceado con las hachas de abordaje, y flotaban al pie de la obra muerta, como pasaportes astillados a la esperanza. Cogió el primero que pudo; se tumbó de bruces cuan largo era y, dándose impulso con los brazos, inició su éxodo particular. Haciendo oídos sordos a las súplicas y lamentos que traía el viento. E incluso a las punzadas de dolor que le llegaban de su costado quebrado. Los fanales que se venían de frente, no parecían hallarse muy lejos, pero Ramírez, pastor de vocación y marinero de ocasión, siempre había sido de la opinión de empezar andando como un viejo, para acabar pareciendo un joven. Y no al contrario. Sería para dimitir de la posibilidad de renacer en cualquier otra vida, si después de dar esquinazo a la debacle del “Meregildo”, acabara su epopeya ahogado, a unas brazas de las jodidas cubiertas britis. “Despacito, y con buena letra- se dijo-, que no quiero ver a San Pedro conteniéndose la risa”.

El panorama que se extendía alrededor, no era para maldita la gracia. Bastantes de los náufragos, gritaban cual posesos mientras iban hundiendo cuerpo y voz en las olas. Seguramente que el pánico hizo olvidar sus sesgos de secano, y se ahogaban a pares. Los brazos en alto, los delataban. Otros, habían aferrado sus vidas a los despojos de madera y, los menos, se evadían del escenario entre bambalinas, atestando falúas y botes. “Al menos el agua, pinta de julio- dedujo- Sobrevivirán muchos”. De los que habían encomendado sus almas a la suerte del Océano porque, sobre los navíos, los supervivientes parecían actuar en medio de un calvario. Ramírez, con la mejilla apoyada sobre el tronzo, contemplaba la escena absorto. Secundado por el movimiento mecánico de sus brazos, a modo de remos. Plaf...plaf...plaf... Sinfonía en lúgubre mayor, secundada por una bacanal de fuegos fatuos que se abría de escenario de fondo. Los dos buques de la Real Armada ardían como teas, con llamas que habían rendido palos y vergas, devorado los linos y cogido la segunda batería, al menos en el “San Hermenegildo”, a juzgar por la manera en que asomaba el fuego por las portas. Se había separado un trecho ya del “Real Carlos”, y cada uno prendía a su razón. El griterío se hacía uno, constante y lejano. Ramírez, seguía con su mirada a las migajas que se arremolinaban en torno a los cascos de los navíos. No le había dado tiempo a conocer siquiera una docena de ellos pero, mientras su cabeza descansaba sobre el madero, se le saltó una lágrima. Rebozada en hollín, fue rodando por su pómulo hasta ganar el palo y, de allí, se dejó caer a la mar. Nada más fundirse con el Océano, un golpe de luz encendió el paraje. Tan descomunal, que pareció hacerse de día por un momento. El “Meregildo”, se harpó en su obra muerta como si de un tonel de pólvora se tratase. Una tormenta de retales incandescentes se esparció a diestro y siniestro, con un bramido que rasgó la noche, como ningún cañón lo había hecho. Se hizo un fugaz momento de calma total. El navío, se había literalmente desintegrado. Apenas el costillar de cuadernas, cercenadas, sobre las que se colgaban algunas tracas más o menos firmes por su panza, daban fé de que allí había habido un flamante tres puentes. Los pedazos que más fuerte se proyectaron, iban cayendo a su albedrío; estrellas fugaces, con maderas del Caribe y hierro del Cantábrico. Pasaron una docena de olas de más empaque, meciendo con relativa violencia la embarcación del marinero. Pasaron como intentando despistar de la visión a sus pupilas, aupandose, poniéndose de puntillas hasta tapar con sus crestas la carnicería que se daba cita a unas brazas de allí. “El artillero de preferencia Perales, podrá al fin cerrar sus ojos”. Cuando giró la vista, se dio cuenta de que podía distinguir a la manada de britis que se agolpaban en el castillo del setentaycuatro en el que venían. Y que también empezaba a percibir más claro el rumor de asombro entre los albiones, que los aullidos de los náufragos. A la estela del que llamaban “Superb” (San Pedro le niegue las llaves), venía rendido otro que buque que se parió en Cartagena, andaba con pabellón francés y, posiblemente, moriría con la enseña de Albión como pontón para presos en cualquier “south” inglés. Todo un resumen de buque.

Pasado un tiempo, éste tipo de historias que vivió (pues salvó su vida en el “Saint Antoinne”) el marinero de leva Ramírez, se convierten en leyenda. Negra, pero leyenda. Y confluyen en él todo tipo de licencias, hipérboles y misticismos que la hacen aparecer como lo que se pretende: una narración de hechos imaginarios, pero que llegan a considerarse reales. Hasta donde pude saber, la oficialidad tanto francesa (Linois) como española (Moreno), cometieron una falta de imprevisión, al conocer la posición de caza de la escuadra de Saumarez, y no tomar ninguna acción preventiva al respecto. Agravada por la falta de medidas llevadas a cabo, una vez percatados de los sucesos en retaguardia. El resultado, catastrófico, supuso la irrupción por las últimas posiciones de la escuadra aliada del HMS “Superb” (el navío más “fresco” de los británicos en la zona), que lanzó una andanada sobre la aleta de babor del “San Hermenegildo”. Desconozco la clarividencia de los oficales al mando de sendos buques respecto a la maniobra inglesa, si se percataron que había un tercero, o se tomaron uno al otro como enemigos. Una clave del desenlace, viene motivada por la virada brusca del “Real Carlos” a estribor, y que fue a abordar al “Meregildo”. La primera maniobra natural de ambos navíos se ejecutó al unísono, virando a babor con la intención de mostrar al enemigo la batería de ese costado. La misma acción parece entrañar la deducción de que los dos se habían enterado de la presencia intrusa, y se disponían a combatirla. Al orzar, el “Real Carlos” contempló que el buque que marchaba a su siniestra, el “Saint Antoinne”, no secundaba el viraje, con lo cual corría peligro de enfilarlo por proa. Viró hacia estribor, y se encontró con el bauprés del “Meregildo” apuntándole de cerca, con fuego en el castillo por el efecto de la andanada británica.

Respecto al fuego abierto, a quemarropa, que abre el “Real Carlos”, parece que pudo venir motivado por la voz de fuego (aludiendo al que se trasvasaba en llamas desde la cubierta del buque gemelo), mal interpretada por unos artilleros a flor de piel.

Tras la explosión del “Meregildo”, sobrevino la de el “Real Carlos”. Murieron cerca de 2.000 personas (número que refleja en aproximación la suma de ambas dotaciones), y solo se salvaron unos 350 marineros y oficiales, recogidos en el “Superb” (38), “Saint Antoine” (270). Mas unos 40 a bordo de la falúa del “Real Carlos”, que se presupone fueron recogidas por los efectrivos de una de las dos embarcaciones.

Valga como epitafio, los pensares de un guardiamarina español superviviente en la falúa del “Real Carlos”:

“El resto de los tripulantes y la guarnición, rogábamos en silencio. Rumiando para los adentros aquél extraño favor que Dios nos había tenido a bien conceder. Cuatro de a bordo, dijeron que aquello no era bienaventuranza divina, sino del maligno, pues no podía haber dios capaz de consentir aquello. Eran gente de leva y analfabetos de las montañas, embarcados por decreto y de poco entendimiento, por todo lo cual dejé pasar por alto sus blasfemias. Empero, mientras me alejaba de la escena, si debo decir que me asaltó una extraña sensación marcada por los designios del Divino: el favor de salvar la vida, a cambio de ser testigos del horror que se desparramaba a nuestros pies.

 

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