Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Navíos de Trafalgar. El combate del Belleisle.

Por Pedro Amado. Elaborado a partir de una carta escrita por el teniente de los marines reales Nicholas, con destino en la popa de este bajel en aquel combate.
  • “El estado de este navío era tal que creímos no podría albergar a nadie con vida”.

Estas fueron las palabras del capitán del Dreadnought, cuando el humo de disipó y la masa informe del que había sido buque guerrero de la Royal Navy, Belleisle, quedó a su vista a las 17.00 h. de aquel 21 de octubre.

En la mañana del 23 de junio de 1795 frente a la costa francesa de Groix y tras breve persecución, Sir Lord Bridport, Alexander Hood, en su buque insignia, el Royal George, capturó personalmente un navío de línea perteneciente a la flota de Villaret Joyeuse. Este barco formaba parte de la retaguardia francesa cuando la escuadra de Hood apareció a todo trapo. Villaret Joyeuse elevó la señal de “huída a discreción” ante la superioridad enemiga, pero el último navío recibió una lluvia de metralla en su arboladura, cuando se encontró a tiro del Royal George.

En su popa rezaba Formidable. Al estar en perfecto estado y siguiendo la costumbre de la época, el almirantazgo lo comisionó para formar parte de la Royal Navy; pero había un pequeño inconveniente: ya existía un buque con ese nombre.

La historia del nombre de este barco es un tanto farragosa. Cuando se botó en Rochefort (Francia) fue nombrado Lion, felino apelativo que obedeció al amor de su armador por esta especie de mamíferos. Posteriormente y tras un contencioso con otro ingeniero naval, que también pretendía ese nombre, tomó el de Marat. En última instancia, los acontecimientos de la plaza de la Bastilla supusieron una oleada de cambios en todos los órdenes, de los que no quedó impune el nombre de algunos navíos; el Marat acabó llamándose Formidable. Por si fuera poca toda esta dubitativa nomenclatura, cuando el Formidable fue apresado, se le llamó Belleisle en la creencia errónea de que su captura se había consumado en las inmediaciones de la isla de ese nombre (Isla de Belle, Francia). Como veremos, el bautizo del Belleisle siguió un curso paralelo a su deambular entre los buques enemigos en la batalla de Trafalgar, dando bandazos y siendo vapuleado hasta casi su rendición.

El 21 de octubre de 1805 a las 9.30 de la mañana con el estómago lleno y el corazón encogido, el teniente de los marines reales Paul Harris Nicholas, adolescente y oficial precoz, desde su posición a bordo del Belleisle de 74 cañones, levantó la vista y vio las velas medio hinchadas del Royal Soveriegn, casi dos km. a proa. El capitán del Belleisle, William Hargood, 43 años y poca estatura, había ordenado a los cocineros que el desayuno de aquella mañana fuese especialmente generoso: bacon, galletas y dos raciones abundantes de ron añejo.

A las 10.30, el curtido comandante, con el catalejo en dirección al Victory y adherido al ojo, emitió un juramento. En los mástiles del buque insignia podía leerse: “Inglaterra espera que todos cumplan con su deber”. Hargood había sentido como un bofetón ese mensaje a estas alturas de la campaña. Poner en entredicho los arrestos de su tripulación era una ofensa que no estaba dispuesto a consentir. Su primer impulso fue contestar con una broma, pero lo reprimió. Conocía la situación y la severidad del momento no admitía lugar para la comedia. Nicholas pudo escuchar varias risotadas alrededor de Hargood en el castillo de proa, cuando éste intercambió algunas opiniones con sus oficiales referentes a la señal recién enviada.

Cuando los hombres del Belleisle supieron su contenido hubo división de opiniones. Algunos soltaron gritos entusiastas y hurras a la corona, otros se mostraron más comedidos e, incluso, atemorizados ante la ambigüedad de tales señales. Nicholas sintió un estremecimiento de origen incierto. Se debatía entre el terror y un incipiente patriotismo. Cuando el demonio atenazaba sus gónadas, él levantaba la cabeza hacia la ondeante “Union Jack” en el palo de mesana para acallar sus dudas.

A cuatro km a babor y bastante retrasada, el imberbe teniente podía ver la aguja puntiaguda que parecía el bauprés del buque insignia británico, apuntando a quienes personificaban todos los males de la Gran Bretaña. El navío de Collingwood, recién carenado y con sus velas mayor y de gavia nuevas, se había adelantando muchísimo al resto de su columna, que ahora comandaba el Belleisle.

El vicealmirante Cuthbert Collingwood, con su insignia en el Royal, no soportaba los aires endiosados de Nelson. A pesar de que éste, en el postrero consejo de guerra a bordo del Victory, había dado libertad a cada comandante en la batalla “siempre que cada navío se sitúe al lado de un buque enemigo”, Collingwood sabía que no debía adelantar al buque insignia. Las órdenes de Nelson en Trafalgar eran sagradas, pero aquél, acerado por la dureza del bloqueo tan prolongado y la imposibilidad de ver a su esposa Sarah y a sus hijas, sabía que era su ocasión de recibir la gloria de una vez, y no contentarse con ser “el segundo”.

La inquina entre ambos lobos de mar se remontaba a los lejanos tiempos de la batalla del cabo San Vicente, cuando Collingwood vio como Nelson era recompensado después de haber desobedecido una orden directa. El controvertido marino, recién ascendido a comodoro, enrabietado por el anonimato que suponía la decimosegunda posición en la que Jervis lo había colocado en la línea británica de batalla, pensaba que la lista del número de esposas que cobraban pensión de viudedad en la Royal Navy era demasiado pequeño y decidió añadir 40 nombres más. Horacio había convertido la cubierta de su barco, el Captain de 74 cañones, en un desolladero y su velamen y aparejo en un revoltijo informe y astillado caído sobre las bordas, después de haberlo llevado, por iniciativa propia e ignorando la señal del buque de Jervis, delante de una de las flotas de guerra más poderosas del mundo, la del almirante español Córdova.

Jervis, al mando de la escuadra inglesa en el Victory aquella gélida mañana, aterrado y humillado al ver que su orden de mantener la línea había sido ignorada por Nelson, indicó a Collingwood, en el Excellent, de igual porte que el Captain, abandonar el orden de batalla y asistir al buque de Nelson, que estaba siendo acribillado sin piedad. Cuando Collingwood llegó a sus inmediaciones, el Captain estaba ingobernable, totalmente desmantelado y con más de 60 cañonazos en el casco, a la deriva y sembrado de cuerpos inertes, algunos de ellos horriblemente mutilados. Nelson se había refugiado en el entrepuente y saludó la llegada del Excellent él mismo con una salva de disparos de pistola, para indicar que el artífice de la masacre seguía en pie. Si no llega a ser por Collingwood, el Captain hubiese sido rendido. Nelson fue tratado como un héroe; Collingwood, ignorado.

Cuando faltaban pocos minutos para el mediodía, Nicholas oyó un fogonazo y vio, acto seguido, temblar el velamen del Royal. Una corriente sacudió su tierno cuerpo desde la espina dorsal al cerebro y vuelta. Era la primera vez que escuchaba el alarido de un cañón enemigo y la adrenalina había experimentado un alza repentina. Hargood observó desde el castillo de proa como el Royal no titubeó en su marcha lenta y firme hacia la muralla de velas que tupía el horizonte, ni siquiera cuando el cañoneo se hizo continuo y machacón. Masculló algo entre dientes, ininteligible para los que se encontraban a su alrededor. Nicholas fue apremiado para que verificase que todos sus fusileros tuviesen los mosquetes a punto para el caso de abordaje. En el tedio de la navegación, con una ligera brisa del norte-noroeste, los barcos ingleses se aproximaban perezosamente a sus enemigos.

De vez en cuando, Nicholas veía como las proas de los hermanos Mars y Tonnant se emparejaban momentáneamente a la del Belleisle y escuchaba como sus capitanes, a pleno pulmón, se animaban mutuamente, dando gritos y vivas al rey. En el horizonte, un gigantesco bosque de velas franco españolas se extendía en un abanico de casi 15 km. Algunos de estos buques estaban tan sotaventados que eran tapados por sus compañeros. Hargood se felicitó de tener el viento a favor, lo que dificultaba la maniobra defensiva al enemigo, algunos de cuyos buques se hallaban todavía virando en redondo para arrumbar hacia la costa.

Durante el desayuno los semblantes habían sido serios y preocupados. Sabían que la flota enemiga les superaba numéricamente y conocía aquellos parajes. La mayoría de los capitanes ingleses no estaba familiarizado con la orografía costera y eso era otra desventaja en caso de tener que aproximarse a los arenales.

Nicholas presenciaba aterrorizado como el Royal Sovereign recibía un castigo inmisericorde, ya que en su aproximación al enemigo estaba siendo ametrallado por tres buques a la vez. Uno era un enorme tres puentes que se hallaba casi perpendicular a su proa, de hecho y desde su posición, Nicholas pensó que acabaría ensartándolo si seguía ese rumbo. Con 112 cañones y casi inmóvil en medio del océano, el Santa Ana, ya virado y en facha, esperaba pacientemente la llegada del buque de Collingwood. Sus baterías de babor habían escupido toda su carga 5 veces sobre el barco inglés durante los treinta minutos que éste invirtió en llegar a la popa del navío español desde que estuvieron a tiro.

Nicholas consideraba que lo certero del cañoneo español y la lentitud de la maniobra de acercamiento acabarían por arruinar el barco de Collingwood, que ya había perdido el mastelero de gavia y parte de los obenques anteriores y todavía no había comenzado a devolver el fuego. Hargood había confesado a su tripulación que Nelson estaba particularmente interesado en ahorrar municiones y que sólo se abriese fuego en condiciones ventajosas.

Pasadas las 12.15 el Royal se había fundido tras la línea enemiga después de haber vaciado toda su carga de babor mientras se deslizaba lentamente a popa del Santa Ana. Nicholas se maravilló cuando vio como parte de la estructura posterior de coloso español saltaba hecha añicos entre la densa humareda. El Royal había virado a babor con dificultad, pues la mayoría de su arboladura anterior estaba hecha jirones y, además, tuvo que sortear a otro buque enemigo a estribor que trataba de frustrar su maniobra.

El corazón del teniente Nicholas palpitaba aceleradamente cuando a las 12.30 el Belleisle se encontraba a tiro del siguiente navío enemigo, Fougueux, que ya llevaba unos cuantos minutos castigando la aleta de estribor del Royal y había enviado tres andanadas devastadoras sobre el Belleisle, despedazando su aparejo y volando el mastelero de mesana y, con él, el estandarte, de modo que el pabellón tuvo que ser izado tres veces. Una de las balas había segado la cabeza de un guarda marina. El Belleisle se había metido en un avispero. Además del Fougueux, otro navío, el Indomptable, lo había recibido ensordecedoramente. Dos ráfagas de éste habían sembrado el caos en la cubierta, que quedó convertida en un estanco de carne humana despedazada. La sangre inundaba los tablazones y los quejidos lastimeros de los heridos y agonizantes punzaban el joven cerebro del teniente de marines, cuyo estómago se le había atragantado, sus necesidades fisiológicas mayores lo habían superado y su ropa, originariamente de un azul marino, era ahora color carmesí.

Hargood aulló “! A estribor, mantengan el rumbo !” e instantes después se desplomó sobre el alcázar. Varios cañonazos de la primera batería de un nuevo enemigo, el Monarca que se había situado en hilera, habían hecho temblar al buque. Una astilla, cayendo en diagonal, había volteado al bravo capitán. Se levantó casi de inmediato con el rostro desencajado y lívido, mientras las manos hacían un rápido reconocimiento de su integridad física y presumió delante de sus hombres “caballeros, voy a pasar detrás de ese hijo de perra – Fougueux - y ofrecerle un presente de Carron”.

Pero la siguiente ráfaga del navío español dejó al descubierto la casquería de varios marineros que llevaban el torso desnudo. El estómago de Nicholas decidió que aquel espectáculo merecía ser rociado con galletas, cecina y ron semidigeridos. En estos momentos el Belleisle sólo tenía de navío de línea su larga eslora y su altura sobre la superficie marina (15 mts), pues su cubierta se parecía más a la de una barcaza de remos. De sus 74 cañones, 68 se hallaban inservibles. De su dotación de casi 600 hombres, la mitad estaba fuera de combate y muy alejados de su posición a bordo. No tenía un solo mástil en pie y la vela más grande era la cangreja, que más bien parecía un colador andrajoso. Era un motón de madera astillada ingobernable rodeado de humo y cercado por enemigos.

El Monarca se había ensañado con el barco inglés que, de hecho, dejó de disparar durante un buen rato y se rindió, pero ningún enemigo envió dotación de presa alguna, debido a la intervención simultánea con otros navíos. Hargood, consciente que el abordaje era cuestión de tiempo, reunió a cuantos hombres pudo para auxiliar a los heridos, mientras invocaba a sus dioses para que algún hermano acudiese en su auxilio.

Este curtido marino había salido airoso de una corte marcial tras perder su fragata ante los franceses en 1790, ser hecho prisionero y salvarse a nado después de escapar. Tomó parte en varias campañas de bloqueo a los puertos españoles y en innumerables viajes a las indias orientales escoltando buques mercantes ingleses. Alcanzó el almirantazgo años después y desapareció a la avanzada edad de 77 años, poco después de dejar la comandancia de Plymouth.

Nicholas estaba conmocionado. Asomó su encarnada cara por la borda y vio como el Mars por fin llegaba por estribor para asistirlos. Pero otro navío enemigo, Pluton, se interpuso y dio la bienvenida al recién llegado con una enfilada a bocajarro que agujereó su elegante figura británica. El trinquete se desplomó sobre la cubierta, ensartando a varios infantes en el alcázar. Una nebulosa a babor fue el presagio de la arribada de un nuevo buque, en este caso español, San Juan Nepomuceno. En este momento de la refriega, sobre las 15.00, el Belleisle no ofrecía resistencia alguna, era un blanco inmóvil para los implacables cañones franco españoles y la corriente lo manejaba caprichosamente. El San Juan bramó y trajo más desolación y dolor al buque inglés, que recibió una andanada espantosa en su ya demolido alcázar.

Nicholas hacía lo que podía, dividiéndose entre su compañía y las labores de auxilio humanitario. Dos infantes se desangraban a sus pies; uno tenía la mirada al infinito y ambas manos tapaban un boquete a la altura de la ingle, el otro perdía masa encefálica por la nuca y uno de sus omoplatos asomaba por su ensangrentada chaqueta.

El Fougueux colisionó con el Belleisle, impacto que fue seguido por el repiqueteo ensordecedor de otra descarga de artillería. El timón del inglés era ahora un protuberancia deformada de dimensiones ridículas. Pero el castigo del Belleisle estaba lejos de llegar a su fin. El galo Neptune se había encontrado con una sorpresa inesperada: el buque inglés derivaba entre él y el Achille. Dos descargas al unísono y a quemarropa hicieron crujir todo el pontón. La popa del barco inglés fue arrancada de cuajo casi por completo y varios cuerpos ya moribundos lanzados por la borda. Esta descarga doble lo había empujado de nuevo a las inmediaciones del Pluton.

Por su parte, el Achille había conseguido la amura de babor y vomitó dos ráfagas más que arrancaron varias portas y segaron la vida de 5 asistentes sanitarios. Una de las balas dejó la escalera del entrepuente convertida en virutas. Los restos del palo mayor fueron arrojados sobre la cubierta de tal forma que atravesó la borda de babor, convirtiéndose en un grotesco bauprés perpendicular. El combés fue el receptáculo de varios cuerpos destrozados e inmóviles.

El estado final del Belle isle

> El navío británico BelleIsle de 74 cañones desmantelado. Además de todos los mástiles perdió el mascarón de proa.

La llegada del Agamemnon oxigenó un poco la hecatombe del Belleisle. Aquél había intercambiado varios fogonazos con el Aigle al perforar la línea enemiga. Tanto el Aigle como el Pluton ya habían consumado la virada cuando llegaron los buques ingleses, por lo que éstos fueron recibidos con sendas andanadas. Pero el Aigle creyó que el Belleisle no había sido suficientemente vapuleado y se acercó por la proa al conseguir zafarse del Agamemnon. En este momento el buque británico hacía más 20 pulgadas de agua por minuto y su enfermería estaba parcialmente anegada, y no sólo de agua.

Situado a toca penoles, el Aigle cercenó por completo la quilla del barco inglés y un crujido sordo recorrió su estructura a lo largo. Los siguientes cañonazos sobre este montón de escombros partieron de las baterías del San Justo y San Leandro. El capitán Hargood se desesperaba por encontrar un lugar elevado sobre la cubierta para izar la bandera, al ver como varios navíos británicos se iban sumando en su ayuda. El San Justo barrió de nuevo la cubierta superior del Belleisle, incrementando el caos ya reinante. El San Leandro, un poco más bajo, descerrajó una nueva ráfaga que hizo hervir la sangre desparramada por la cubierta inferior. El Agamemnon y el Dreadnought, desde la distancia y enzarzados con otros enemigos, pensaban que el Belleisle no tardaría mucho en ser apresado.

Hargood se quedó mudo cuando la testa de su mejor amigo apareció rodando a sus pies. Con una expresión de horror en la cara, el capitán hizo cuerpo a tierra ante la inminente segunda andanada del navío español. Los cañonazos de este navío dejaron el barco escorado en un ángulo de 20 grados. Ahora hacía casi 50 pulgadas por minuto y dos tercios de su tripulación se hallaba noqueada. Hargood ordenó que todos los hombres disponibles se dirigiesen a las bombas de achique y aseguró la Unión Jack en el muñón astillado del palo mayor.

Pero el martilleo sobre el Belleisle no había llegado a su fin. La respiración de Nicholas se entrecortó cuando, entre la nebulosa apareció la figura fantasmagórica de un buque de más altura que el suyo, tanto que en ese instante creyó hallarse sobre un bote al apreciar la altura de su borda. Las olas chocaban contra su casco y se deshacían suavemente. Tenía varios balazos en la lumbre del agua, pero las baterías de sus tres puentes brillaban con el sol vespertino. Cuando aún no había acabado de recorrer su eslora con la vista, un bramido horripilante se sumó al ya existente y las cuadernas del Belleisle se resquebrajaron, mientras el buque era impulsado violentamente a estribor. Nicholas recibió una lluvia de tablas y aparejo sobre su hirsuto pelo y pudo oír los quejidos ahogados que provenían de la cubierta inferior y el sollado, donde un amasijo de cuerpos destripados se revolvía en medio de un gran lago de sangre.

Nicholas levantó la vista de nuevo y observó como el humo daba paso a una visión nítida del costado de este gigante artillado: bandas negras y amarillas se alternaban paralelas desde la línea de flotación hasta la borda, delimitando cada una de sus baterías. El Belleisle apenas disponía de servidores de piezas y Hargood estaba más preocupado de mantener el barco a flote que de contestar al fuego. Una nueva andanada del tres puentes, que se encontraba a menos de un cable, arrancó de cuajo el mascarón de proa, mutiló el bauprés y despedazó por completo la sección anterior del barco británico. Nicholas alzó más la vista para ver ondear la bandera española en el palo de mesana del buque que estaba despedazando al Belleisle. Era el Príncipe de Asturias de Gravina.

El marino palermitano infundía terror en las filas británicas. Hargood, al final de la batalla, comentaría que el teniente general español era el enemigo más temido y respetado para la Royal Navy, que todos los oficiales y marineros conocían su capacidad y efectividad en el mando. Nicholas se había hecho eco de la brillante actuación de Gravina contra la escuadra de Calder, quien en esos momentos se debatía ante una corte marcial, tres meses antes en Finisterre. El almirante británico había preferido huir y poner a buen recaudo dos vetustos barcos españoles que culminar una confrontación ominosa.

Hargood contó como Gravina, a bordo del Argonauta, lideraba la columna de 6 barcos, todos españoles, que desbarató la maniobra perforadora de la flota de Calder. Los navíos de la vanguardia británica habían recibido tal castigo del Argonauta que mediante señales Calder indicó a los suyos “retirada y conservación de presas”, ante la posibilidad de un daño mayor.

Hacia las 16.00 el Belleisle era un montón de madera a la deriva, con sus baterías tupidas por la caída del aparejo, cables y cabos enmarañados y mezclados con cuerpos destrozados sobre la cubierta principal. La bandera era sostenida por un grumete tembloroso en el alcázar y el sollado un inmenso matadero. El capitán Hargood llamó al teniente Nicholas. Cuando éste llegó a su presencia, observó que el comandante tenía la casaca completamente arrasada, la charretera izquierda desprendida sobre el pecho y la derecha inexistente. Su pequeño cuerpo estaba tan maltrecho y su rostro tan crispado que parecía que acababa de salir de un encuentro con un toro de lidia.

“Infórmeme de los trabajos de achique”, dijo al teniente. Cuando Nicholas se disponía a ejecutar la orden desde el combés advirtió que, por babor, otra silueta siniestra y muda se abría paso entre la nebulosa. Era un barco enorme e intacto. Tres puentes de cañones brillantes ornamentaban su porte lateral. Nicholas contuvo el aliento y ocultó su tembloroso cuerpo como pudo mientras esperaba otra sacudida brutal. Hargood ordenó cuerpo a tierra a todo el que estuviese en cubierta, pues la altura del recién llegado indicaba que la superficie del Belleisle iba a ser arrasada nuevamente. Una andanada infernal perforó la bruma y Nicholas se encogió aguardando su salvaje consecuencia. El Belleisle no había sido alcanzado, algo inexplicable, teniendo en cuenta la proximidad. El teniente asomó la cabeza y levantó la vista hacia el velamen del castillo flotante, todavía con sus cañones humeantes. Su corazón experimentó una sensación de alivio y alegría inmensa cuando contempló la majestuosa bandera británica ondeando en el altísimo palo mayor: era el Dreadnought que acudía a asistirlos junto al Polyphemus y estaban cañoneando al navío de Gravina.

Nicholas comunicó a Hargood que las bombas trabajaban a pleno rendimiento, si bien una de ellas estaba casi inservible debido a los cañonazos. Aún así el buque se escoraba peligrosamente por babor, su lado más castigado.

Hacia las 17 horas el Swiftsure se acercó y restañó parcialmente las heridas del Belleisle, cuya tripulación había casi abandonado las labores de achique y se encaramaba por las portas agitando los brazos y la bandera para llamar la atención de las botes arriados por aquél.

Poco después una explosión apocalíptica a unos tres cables sembró un silencio sepulcral momentáneo en la zona de combate. El Achille había deflagrado y se había convertido en un montón de madera quemada en el medio del océano. Cascotes y cuerpos calcinados parecían ser vomitados por las plomizas nubes, que ya empezaban a tupir el azulado cielo gaditano, precipitándose como enormes rescoldos sobre la agitada masa de agua.

Amputados restos grotescos de los que un día fueron bajeles majestuosos y aterradores estaban esparcidos en un área enorme a merced del incipiente temporal. En los botes se apiñaban náufragos de todos los bandos y nacionalidades. Pedazos colosales de madera, otrora enhiestos clavados en medio de poderosos navíos de línea, que estuvieron adornados por banderas orgullosas, hacían ahora las veces de salvavidas para los pocos desgraciados que pudieron abandonarlos a tiempo. Gritos multilingües ahogados por la conmoción dejaban exhaustas las gargantas. En los sollados de los barcos se hacinaban heridos y moribundos. El 95 % de éstos exhalaría su último aliento antes de terminar esa fatídica semana, ora por la morbilidad de las heridas abiertas, ora devorados por la gigantescas fauces del océano a bordo de esos pecios deformados, ante la imposibilidad de ser evacuados. La tragedia se iba a cebar con todos aquellos que osaron desafiar a los elementos, sin importar color o pabellón. Algún capitán había presagiado una galerna en los días próximos. Unos no dieron importancia; otros, menospreciaron el pronóstico.

Por si la hecatombe humana de la batalla no hubiese sido suficiente, debido al uso de munición mutiladora a bocajarro y el ensañamiento, en los días siguientes y, especialmente, el 22, 23 y 24 de octubre, la bravura y la gallardía fueron puestas a prueba. Los cirujanos y sus asistentes dudaban entre permanecer cumpliendo con su deber o abandonar los maltrechos buques, pues el material quirúrgico y sanitario de la época poco podía hacer frente a heridas tan horribles. El equipo médico del Belleisle arrojó por la borda 7 extremidades pertenecientes a 6 desdichados. Todos ellos sucumbieron antes de acabar la semana. Las miasmas nauseabundas que emanaban de las anatomías despedazadas de las enfermerías y las cubiertas no eran buenas compañeras para los cuerpos sanos que las atendían. El juramento hipocrático exhibía una estabilidad similar a la de la mayoría de los navíos participantes en la contienda.

Los galenos utilizaban el bisturí con una mano y con la otra se llevaban la pitanza a la boca, tal era la escasez de tiempo. Las infecciones se propagaban como el salitre por el aparejo. En los barcos apresados, los tripulantes eran reducidos y metidos a presión en angostos habitáculos de condiciones infrahumanas. Las dotaciones de presa tenían la orden insoslayable de conservar el buque y conducirlo a puerto amigo (Gibraltar), pero la naturaleza intervino para el demérito de la Royal Navy: la mayoría de las capturas yacen en el lecho marino gaditano después de haber pagado su peaje al océano Atlántico.

La aventura del Belleisle aquel lunes infernal acabó en el remolque del hermano Defiance, rumbo al peñón. Nicholas vio finar a sus colegas los tenienes Geall y Woodin y al guarda marina Nind. Asimismo también presenció el odioso efecto de la artillería oxidada en los cuerpos heridos de Cutfield, asistente del capitán, los tenientes Ferrie y Owen y del timonel Gibson. Las caras desfiguradas de los guarda marinas Hodge y Jago, tras una explosión, y la muñeca amputada de Pearson, criado del capitán, se le quedarían grabadas a fuego en el cerebro hasta su vejez. (1).

El estado final del Belle isle

> Pintura de William Lionel Wyllie (1851-1931), que representa al navío británico Belleisle al final de la batalla.

 

(1) los datos nominales de las víctimas del Belleisle fueron tomados del corpus documental sobre la batalla de Trafalgar de los archivos nacionales británicos.

 

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Nota: Sorprendentemente, por el lamentable estado en que quedó el navío, en la lista oficial de bajas se da como muertos a sólo 33 miembros de la tripulación y 93 heridos. Cifras difícilmente creíbles por cuanto otros navíos británicos, que ni siquiera habían sido desmantelados como el Belleisle, tenían muchas más bajas. Por lo tanto seguramente llegarían al doble de las mencionadas, al no haber sido contados los muertos posteriores por las heridas y tampoco los heridos contusos, desaparecidos o ahogados. Un ejemplo más de la eterna guerra de cifras que hacían los británicos.
Aunque el porte nominal del Belleisle era de 74 cañones, este al ser de origen francés y por tanto más grande y más fuerte estructuralmente hablando que sus homólogos británicos, era según su clasificación un 74 cañones largo, lo que le hacía poder llevar más artillería de la normal para un buque de 74 cañones y de más calibre en su segunda batería. La primera batería tenía cañones de a 32 libras y la segunda de a 24, además de cañones de a 9 y carronadas de a 32 y a 24 libras en el alcázar, castillo y toldilla haciendo un total de 90 piezas. Debido a esta teórica fortaleza, que igualaba a un navío de 80 cañones, fue elegido para secundar al navío insignia de Collingwood.

 

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