Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Biografía de don Federico Gravina y Nápoli.

(Por Antonio Luis Martinez Guanter).

Decimosegundo Capitán General de la Real Armada Española

Federico Gravina y Nápoli nació en Palermo, en doce de agosto de 1756. Sus padres fueron, Don Juan Gravina y Moncada, duque de San Miguel, grande de España de primera clase y Doña Leonor Napoli y Monteaporto, hija del príncipe de Resetena, igualmente grande de España.

Un tío de Federico, a la sazón embajador de Nápoles en Madrid, solicitó y obtuvo para su sobrino la entrada en la Real Armada.

El 18 de diciembre de 1775 sentó plaza de guardia marina, previo un riguroso examen, del que salió con mucha honra, fruto de la sobresaliente educación que había recibido en el colegio Clementino de Roma.

Embarco por primera vez en el navío “San José”. El dos de marzo de 1776 fue ascendido a alférez de fragata y embarco en la fragata “Clara”, de la escuadra del márques de Casa-Tilly, que llevaba a las costas de Brasil el ejército a las ordenes del general Ceballos.

Tomada la isla de Santa Catalina, tuvo Gravina el honroso encargo de intimar la rendición al castillo de la Ascensión, situado en un islote inmediato; desempeño su misión con tal acierto, que el castillo abrió sus puertas sin la menor resistencia.

Fondeado en la embocadura del río de la Plata, el veintisiete de febrero de 1777, la escuadra dio la vela; la oscuridad de la noche oculto a la “Clara” las señales de la escuadra, equivocó el rumbo y se interno tanto río arriba que acabó por varar. De este desastre, en que pereció gran parte de la tripulación, se salvaron algunos oficiales, entre ellos Gravina, que llegaron en una lancha a Montevideo. Allí se embarco como ayudante de la mayoría general en el navío “San José” y luego en el “San Dámaso”, regresando a Cádiz.

Ascendido a alférez de navío el veintitrés de mayo de 1778, se embarco sucesivamente en los jabeques “Pilar” y “Gamo”, destinados a combatir a los argelinos. En un encuentro contra cuatro de sus jabeques, quedaron éstos completamente destruidos.

Ascendido a teniente de fragata, obtuvo el mando del jabeque “San Luis” y participó en el bloqueo de Gibraltar. Su brillante comportamiento le valió el ascenso a teniente de navío, distinguiéndose con nuevos servicios; se le confirió en mayo de 1780 el mando superior del apostadero de la bahía de Algeciras.

Formó parte de la expedición a Menorca, a las ordenes de Ventura Moreno y se volvió a distinguir en el sitio del fuerte de San Felipe.

Terminada la campaña, volvió al bloqueo de Gibraltar y al mando del apostadero.
Ascendido a capitán de navío, solicitó y obtuvo el embarque a bordo del “Santísima Trinidad”, que llevaba la insignia del general don Luis de Córdova; salió la escuadra de Algeciras en busca de la británica del almirante Howe; un furioso temporal había puesto a éste en la precisión de penetrar en el Mediterráneo. No tuvo don Luis de Córdova la suerte de impedir que Howe penetrase en Gibraltar, dejando allí el convoy que protegía.

A principios de julio de 1785, mandando la fragata “Juno” en la escuadra que, a las ordenes del general Barceló, fue dirigida contra Argel, obtuvo el mando de todas las lanchas encargadas del ataque. La estación obligó a la escuadra a regresar a Cartagena; en esta campaña, como en la del año siguiente, en que fue al mando de toda la división de Poniente, embarcado en el jabeque “Catalán”, se distinguió por su incansable actividad; mantuvo el bloqueo más riguroso y rechazó las fuerzas navales argelinas, mejor dirigidas que en el año anterior. Los vientos contrarios no permitieron estar más tiempo al frente de Argel y regresó la escuadra a Cartagena. De allí a poco, hecha la paz con aquella potencia berberisca, nuestros buques fueron desarmados.

Hallándose en Madrid en 1787, recibió el mando de la fragata “Rosa”, que debía formar parte de la escuadra de evoluciones del Mediterráneo a las ordenes de don Juan de Lángara.

En seguida tuvo el encargo de llevar a Constantinopla al embajador Jussuf Efendi: llego a su destino el doce de mayo de 1788; allí aprovecho el tiempo haciendo importantes observaciones astronómicas y escribió una “Memoria”, buen testimonio de su saber y de su laboriosidad.

Ascendido a brigadier, paso a mandar la fragata “Paz”, destinada a conducir a Cartagena de Indias al gobernador don Joaquín Cañaveral, llevando a aquellos parajes la noticia de la muerte del rey Carlos III.

Merece ese viaje particular mención por la rapidez de su ejecución. Dio la “Paz” la vela en Cádiz el doce de junio; rendido un mastelero, tuvo que arribar al mismo Cádiz. Volvió a salir el diecisiete; llegó a Playa Grande, en la costa de Santa Fe, el catorce de julio, fondeó al día siguiente en Boca Chica, delante de Cartagena; el dieciocho salió para la Habana, adonde llegó el veintiocho del mismo julio y el 29 dio la vela para Cádiz, donde llegó el dos de septiembre.

En 1790 obtuvo el mando del navío “Paula”, en la escuadra que se reunió en Cádiz a las ordenes del marqués del Socorro.

En ese mismo año salió de Cartagena, mandando las fuerzas sutiles y la tropa de Infantería de Marina, para socorrer a Orán y protegió la retirada del ejercito, que vino a embarcarse en la ensenada de Mazalquivir para Cartagena. El gobierno abandono aquellas posesiones de África.

Promovido a jefe de escuadra, pidió licencia para viajar y se dirigió al punto donde mejor pudiera aumentar el caudal, ya muy aventajado, de sus conocimientos como general de armada.
Viajo a Inglaterra; allí fue recibido con las mayores distinciones; el almirantazgo le franqueó las puertas del arsenal de Portsmouth, el más importante de aquel reino.

La noticia de un rompimiento de esta potencia con Francia le obligó a regresar a España.

Se embarcó en Spitedd a bordo de la fragata de guerra británica “Juno”, que le llevó a El Ferrol a principios de 1793.

En justo mérito se le dio en cuanto llegó el mando de cuatro navíos, con orden de pasar con su división al Mediterráneo. Así lo cumplió, enarbolando su insignia en el “San Hermenegildo” de 112 cañones y se unió a la escuadra, al mando de don Juan de Lángara, que cruzaba en el golfo de Rosas.

Allí permanecieron hasta que, el veintiséis de agosto se recibió por medio de una fragata de la escuadra del almirante británico Hood, que bloqueaba las costas de Francia, un inesperado mensaje: pedía seis navíos que le auxiliasen a tomar posesión del puerto y arsenal de Tolón, que se encontraba en poder de los revolucionarios.

Don Juan de Lángara, en vez de enviar los seis navíos que le pedía el almirante británico como auxiliares, se presento con toda la escuadra y fue ésta acogida con entusiasmo. Gravina fue nombrado comandante de armas.

Los británicos se apoderaron del arsenal, dando sus soldados y los nuestros la guardia de los fuertes, cabiendo a nuestras tropas los puntos de más peligro y de menos interés.

No tardaron en romperse las hostilidades. De ambas partes acudían refuerzos que debían hacer la lucha más sangrienta; llegaron a nuestros reales los regimientos de Hibernia y de Mallorca y para proteger más eficazmente la escuadra, se fortificaron los puntos de Balaguer y L’Eguillete. Vinieron también refuerzos de Cerdeña y de Nápoles; los republicanos no andaban menos solícitos en sus aprestos y el uno de octubre dieron una fuerte arremetida contra el fuerte de Lamalgue y ocuparon las alturas de Faraón. Adelantóse brioso Gravina, mandando en jefe las fuerzas combinadas, que marchaban en tres columnas.

La de la izquierda, compuesta por británicos, al mando de lord Mulgrave; la de la derecha, por tropas de la coalición al mando del conde del Puerto y la del centro, por españoles y napolitanos, la tenía él a sus inmediatas órdenes. Empeñóse la lucha; el general en jefe recibió una herida grave en la pierna derecha; mas no cedió por eso en su valeroso empeño, hasta arrojar a los enemigos de los puestos que ocupaban por despeñaderos donde perecieron los más, quedando prisioneros unos trescientos. El esforzado general, llevado en una parihuela, hizo una entrada triunfal en Tolón a la cabeza de sus tropas y el municipio le ofreció una corona de laurel, premio de la victoria.

Los cuidados del mando, a que atendía con incansable actividad, eran un estorbo a su pronta recuperación; aunque postrado en cama con graves dolencias, ordenó otra salida que, por sus acertadas disposiciones y el bizarro comportamiento de los jefes y de las tropas, fue tan feliz como la primera y fueron rechazados los republicanos. Mas por una de esas desacertadas resoluciones sobradamente repetidas entre aliados, vino el general británico O’Hara a ser nombrado gobernador de Tolón por su gobierno y aunque quedó Gravina mandando las armas, hubo desavenencias entre ambos, sin que bastaran los caballerosos modales del general español para evitar choques y sinsabores con el desabrido britano.

Menos afortunado éste que Gravina, tuvo una acción muy reñida el treinta de noviembre, en que se llevó lo peor del combate, con una pérdida de seiscientos hombres, quedando él mismo prisionero. Tomó el mando el general británico Dundas, quien de mejor temple que su antecesor, se avino perfectamente con nuestro general. La llegada de un ejército a las órdenes del general Dugommier cambió las cosas. Se abrieron las hostilidades y los republicanos se apoderaron del fuerte de Balaguer y otros puntos. Estos sucesos exigieron consejo de guerra. Gravina quiso asistir a sus deliberaciones, haciendo que le llevaran en una silla de mano a casa del almirante Hood. Allí supo que los enemigos habían sorprendido y tomado posesión del fuerte Faraón.

Propuso la reconquista del fuerte, encargándose él de la operación, aunque fuese dirigiéndola atado a su caballo. No fue admitida su valerosa proposición, por ser inútil la posesión de ese fuerte y perdidos otros puntos que dominaban el puerto. Se determinó evacuar la plaza.

El incendio casual o intencionado del arsenal, precipitó la retirada de los aliados, evacuando la plaza por una poterna que daba salida al camino del fuerte de Lamalgue. Cubriendo la retaguardia los españoles; embarcadas las tropas, dio la vela la escuadra y con graves riesgos de abordajes entre sí, pudieron los navíos ponerse en salvo.

Fue la escuadra combinada a fondear a las islas Hyeres, de donde regreso la española a Cartagena a finales de diciembre.

Fue ascendido a teniente general y para restablecer su quebrantada salud pasó a Murcia; mas no estaba aún cerrada la herida, cuando de nuevo se embarcó en el “San Hermenegildo” con el encargo de socorrer las plazas de Collioure y de Port-Vendres, sitiadas por los republicanos.

Salió a principios de mayo de 1794 de Cartagena; pero aquellas plazas habían ya capitulado cuando llegó la escuadra. Esta se retiró a Rosas. Allí prestó señalados servicios, protegiendo la retirada precipitada de nuestras tropas, después de los combates en que perecieron los dos generales en jefe, Dugommier y conde de la Unión.

Embarco a las tropas que allí se presentaron, llevándoselas a donde pudieran incorporarse, con el ejército a las órdenes del marqués de las Amarillas, dejando en Rosas las tropas necesarias para la defensa de la plaza: no tardaron en presentarse los franceses al rendir Figueras. Su denodado tesón hizo prevalecer su honrosa decisión de una defensa a todo trance, cuando no faltaban ánimos apocados que abogaban por la rendición.

Se defendió Rosas hasta el uno de diciembre y así contuvo por dos meses los progresos de los franceses, dando tiempo a que nuestro ejército se reorganizase y cuando ya no fue posible prolongar la resistencia, se resolvió la retirada. En la ejecución de ésta desplegó la más acertada pericia, formando con botes, lanchones y jabeques, tres líneas por donde iban las tropas acercándose a los navíos, donde embarcaban.

El reembarco se hubiera efectuado sin tropiezo, gracias a las medidas tomadas por nuestro general y a su incesante vigilancia; sin uno de esos incidentes que no están al alcance de la previsión humana, hubiera sido completo; más la voz de alarma de un sargento de avanzada infundió el pánico en una columna de trescientos hombres; ésta retrocedió al pueblo y al amanecer, se dirigió a la plaza, donde tuvo que capitular.

En premio de tan relevantes servicios recibió la llave de gentilhombre de cámara; quedó de general en jefe de la escuadra de Don Juan de Lángara, llamado éste al ministerio de Marina.

Hallábase en Cartagena cuando, hecha la paz con Francia, se desembarcó, pasando a Valencia a restablecer su salud.

Poco descanso le cupo: comprometido nuestro incauto gobierno a guerrear con los británicos, en fuerza del tratado de San Ildefonso, recibió en 1797 el mando de la escuadra del Océano.

Modesto, cuanto valiente, solicitó y obtuvo estar a las órdenes de don José Mazarredo, cuya superioridad se complacía en reconocer. Quedó de segundo comandante de la escuadra.

Hecha la paz, se ausentó de España para ver a sus padres.

Permaneció en el seno de su familia hasta junio de 1804, fecha en que fue nombrado embajador de España en París. Al admitir tan elevado cargo, puso la salvedad de que, en caso de guerra, había de volver a la carrera de las armas.

Desempeño su misión diplomática con tino, laboriosidad y afanosa actividad que le distinguieron y mereció granjearse el más alto aprecio de Napoleón, buen juez del mérito de los hombres. (Carta de Napoleón de once de agosto de 1805): “Gravina es todo genio y decisión en el combate. Si Villeneuve hubiera tenido esas cualidades, el combate de Finisterre hubiese sido una victoria completa”.

Cumplióle el gobierno la palabra empeñada; rotas las hostilidades con los británicos, pasó a Cádiz para tomar el mando de la escuadra. El quince de febrero de 1805 enarboló su insignia en el navío “Argonauta” de 80 cañones.

Argel, Gibraltar, Tolón, Rosas, Santo Domingo en la primera parte de su carrera militar y naval y Martinica, Finisterre y Trafalgar en la segunda, son timbres de inmarcesible gloria, que colocan el nombre de Gravina entre los primeros, capitanes de mar que cuentan los anales de los pueblos marítimos. Trafalgar contaría al valeroso marino entre las víctimas de ese infausto día.

Mortal era la herida que vino a arrebatar a su patria al insigne guerrero, que hubiera sido vencedor en Finisterre de haber tenido el mando en jefe y hubiera evitado la catástrofe de Trafalgar o salvado la escuadra, si no hubiese estado a las órdenes de un jefe inexperto y extranjero.

Se habló de amputarle el brazo; los facultativos concibieron esperanzas de evitar esa dolorosa operación, pero se fueron desvaneciendo las esperanzas; agravóse el mal y el 9 de marzo de 1806 falleció don Federico Gravina a los 49 años, seis meses y dieciocho días de edad.

Alcanzó la más alta dignidad militar, se le promovió a Capitán general de la Armada, cuyas insignias, premio de su noble sangre vertida, formaron la corona que la España agradecida, depositó sobre la tumba del general en jefe de la escuadra española en Trafalgar.

En un modesto nicho de la iglesia del Carmen, en Cádiz, fueron enterrados sus restos mortales, posteriormente al decidir el Ministro de Marina el Marques de Molins en 1850, crear el Panteón de marinos Ilustres, fueron trasladados allí el once de junio de 1851, figurando su nombre el primero de la lista hecha, junto con otros seis generales, donde actualmente reposan.

Federico Gravina

Pintura del Museo Naval de Madrid.

 

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