Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
» Vida en los barcos

Penas por delitos de la tropa y marinería embarcada.

Elaboración propia. Basado en la “Real Ordenanza Naval para el servicio de los baxeles de S.M.” de 1802

Los oficiales de mar, sargentos, cabos o soldados de infantería de marina (y del Ejército en caso de que estos estuvieran embarcados), tropa de artillería y gente de mar, tenían sus propias penas que diferían a la de los oficiales. La marinería y la guarnición, además, tenían castigos propios a sus respectivas clases. En general, las penas eran severas y gran parte de ellas contemplaban castigos muy duros, que iban desde la simple privación de la ración de vino, hasta la pena de muerte para los delitos más graves. Algo que era común a todas las marinas de la época.

Penas comunes a tropa y marinería.

Lo primordial que tenía que saber un marinero o un soldado embarcado es que debía tener obediencia a sus oficiales, sin excusa alguna (inclusive a los guariamarinas que estuvieran de guardia o habilitados para alguna comisión). Esto era algo que se llevaba a rajatabla y no admitía discusión, por muy disparatadas que fueran las órdenes dadas por un mando. Aquellos debían obedecer en el acto todo lo que se les ordenase, y si luego no estaba de acuerdo con ello, podía exponer su queja por los conductos reglamentarios, pero no podía dejar de cumplir la orden dada porque eso le supondría un castigo por insubordinación. Este solía ser la muerte. Hay que pensar que en un buque de guerra la disciplina era lo que lo mantenía unido y operativo. Tener una tripulación indisciplinada era un riesgo que ningún comandante de buque estaba dispuesto a asumir. Preferían pecar de exceso que por defecto.

Pero lo grave ya no era sólo no obedecer una orden, sino, además, amenazar a un oficial de guerra. El castigo por ello era bárbaro y cruel, ya que al agresor le cortaban la mano para seguidamente ser ahorcado. Hay que destacar que con la simple declaración de un oficial, se podía condenar a muerte a un sujeto, a no ser que hubiera dos testigos imparciales que dieran por incierto el testimonio de un oficial. Se presuponía que estos últimos se regían por un código de honor que les impediría inventarse acusaciones. Y, como todos sabemos, en la Armada, como en las demás profesiones, había de todo.

Los oficiales debían velar porque la tropa y la marinería no se amenazaran con las armas entre ellos por alguna disputa. Si asi fuera les costaba un consejo de guerra. También se les recordaba a los marineros y soldados que debían respetar y acatar las órdenes de los cabos y sargentos, bajo la amenaza de diez años en el presidio del arsenal de no hacerlo o de muerte si las armas hubieran tomado parte en la amenaza o insubordinación.

Como no podía ser de otro modo, todo aquel sujeto que iniciara o fuera cómplice de un motín, aún en el caso de sólo incitar a los demás, tenía una sentencia de muerte, con el detalle de serle cortada antes la mano si hubiera habido amenaza con alguna arma de por medio.

Los demás amotinados que no habían empezado, pero que se habían sumado a una revuelta tenían también su castigo. Se echaba a suertes que uno de cada diez fuera ahorcado, siendo ejecutados todos, sin importar número, los que fueran principales en el motín. Esto valía también a los que no fueran miembros de la Armada y sólo viajaran en el buque. Todo esto sería visto previamente en un consjo de guerra, pero si el buque navegaba en solitario el comandante formaba un consejo con todos sus oficiales y con las formalidades necesarias y ejecutarían la sentencia que resultase. Si el motín surge a la vista del enemigo, el comandante y sus oficiales tenían permitido arreglar el asunto prontamente sin necesidad de consejo.

Las faltas de respeto a los superiores debían ir a consejo de guerra, aunque se advertía a los oficiales que no se excedieran en el maltrato porque el abuso de autoridad era también castigado por las ordenanzas.

Todo hombre de mar o soldado podía elevar una queja sobre lo que ellos considerasen como una injusticia. Primero debían quejarse ante su comandante, y si este no actuaba con justicia, podían elevarla entonces al capitán general del departamento o al comandante general de la escuadra, según correspondiera si se estaba en puerto o navegando. Pero ojo, si la queja era infundada también llevaba su castigo contemplado en un consejo de guerra.

En caso de combate contra el enemigo la cobardía se pagaba con la muerte. El que intentara esconderse o alzara la voz o arriase la bandera sin permiso era pasado por las armas incluso en el mismo instante de ser sorprendido. Esto servía también para todos aquellos que echaran al agua alguna de las embarcaciones menores sin tener el permiso del comandante.

A los marineros que no acudieran a las faenas de levar, dar fondo, prepararse a combate, por peligro de temporal u otra causa, era castigado durante la jornada siguiente poniéndole sobre un estay con dos palanquetas en los pies, o con la privación de vino por algunos días (para muchos, esto sería hasta peor. No olvidemos el caso del intento de motín en el navío San Juan Nepomuceno). Si era un soldado el que incurría en estas faltas se le podía castigar también con la privación de vino o arrestado con cepo o grillos.

El que tuviera la osadía de prender fuego, con alevosía, a un buque, almacén o arsenal, o cortase los cables para que se perdiera una embarcación, perdería la vida haciéndole pasar por debajo de la quilla. Este castigo era terrible, ya que si el buque llevaba tiempo sin limpiar sus fondos, el desdichado que fuera pasado por ahí, sería destrozado de forma cruel por todo tipo de elementos incrustados en el casco. Es curioso que este bárbaro método de ejecución estuviera presente todavía en las ordenanzas de 1802, cuando en otras marinas esto había desaparecido muchos años antes debido a lo inhumano que era. De todos modos, no se conocen casos de que hubiera habido alguna vez que condenar a alguien a esto, porque, por ejemplo, los navíos de la Armada que fueron quemados en aquella época, siempre fueron por accidente o para evita su captura por el enemigo, nunca por algún sujeto que lo hiciera a propósito.

Por la ocultación de pólvora, aunque no llegara a una libra, se contemplaba una pena de presidio, además de quitarle la plaza al pañolero, sargento de artillería u oficial de cargo responsable del pañol donde se hubiera encontrado la pólvora oculta.

Todo hombre de mar o soldado que mediase para solucionar cualquier problema entre las tripulaciones o guarniciones (no siendo oficial o sargento, que por sus plazas estaban obligados a ello) debía ser recompensado con una gratificación de entre ocho, doce y veinte reales de vellón, sacados de la retención del vino de los culpados. También había gratificación de cuarenta reales a todo aquel que llevara a bordo a algún desertor. Por cierto, era considerado como tal todo aquel que se ausentara de su buque más de ocho días o se alejase del mismo dos leguas.

Si hubiera una agresión entre los marineros o soldados, y esta acabara con la muerte de alguno, sería castigado con la muerte del agravante. Si no hubiera causado más que una herida (y siempre que no fuera grave), se le condenaba a diez años de presidio. Simplemente por sacar un cuchillo u otra arma, con intención de usarla, era castigado con veiticinco palos si era soldado o de igual número de rebencazos (azotes con un rebenque) en la espalda si era marinero. Si había herida se pasaba a consejo de guerra con sus penas correspondientes. El agresor debía correr con los gastos de la curación y el de subsanar los jornales o sueldos del herido en ese tiempo.

Los hombres de mar y tropa que bajasen a tierra y robasen algo, eran azotados y condenados a arsenales por el tiempo proporcionado a la entidad del hurto. Y si, además, el robo llevara aparejado un crimen, entonces el acusado era enrodado y descuartizado.

El que era pillado robando podía ser sentenciado al presidio del arsenal si el valor de lo hurtado superaba el escudo de vellón. En caso de no llegar a esa cantidad era baqueteado o azotado, según su clase y serviría tres meses sin sueldo. También iba a presidio el que malversase los efectos de cargo con el agravante de que si era del cuerpo de artillería y hacía negocio con sus efectos, podía caerle la pena capital. Al ratero de alguna prenda de poco valor se le castigaba de inmediato con seis carreras de baquetas si era soldado u ochenta azotes sobre un cañón al hombre de mar, quedando después unos y otros con grilletes y sin ración de vino, siendo destinados tres meses a la limpieza de las chazas o de la proa (la zona de los beques de la tripulación, que no debía ser algo muy agradable de hacer).

Todo aquel soldado u hombre de mar que forzara a una mujer honrada, casada, viuda o doncella era condenado a muerte. Siendo de diez años de presidio si no hubiera habido consumación del acto pero sí de la amenaza (pero sin armas, en cuyo caso también habría pena de muerte).

A los que votasen o injuriasen el nombre de Dios, la Virgen o de los Santos o maldijesen, se les castigaba en el acto con penas de entre doce y veinte palos, con privación de vino por uno o dos meses y con destino en el mismo tiempo en la limpieza de proa o de las chazas de la tropa. Y aún se le podía imponer una mordaza o señal humillante por media hora o una hora. Si la blasfemia fuera especialmente escandalosa se vería en consejo de guerra, pudiendo caerle hasta veinte palos y cuatro horas de mordaza en paraje bien visible del buque. Esto debía ser dificil de prevenir, porque en momentos de apuro, como en combate o en maniobras arriesgadas en los palos, los hombres tendían a desahogarse blasfemando contra todo. Supongo que el celo del comandante y sus oficiales a este respecto les dejaría cierto margen a los hombres y no tendrían demasiado en cuanta un juramento dicho cuando, por poner un ejemplo, a un marinero se le caía una bala de ocho libras en un pie. Conociendo el gusto de los españoles para utilizar el improperio para todo, es difícil de imaginar que en un buque lleno de personas se castigara continuamente por ello. Más que nada porque sería materialmente imposible de llevar a cabo.

Al que faltase a misa el día de fiesta, al rosario y demás rezos diarios, se le castigaba con plantones y el que no tuviera el respeto debido durante aquellos actos se le castigaba con quince días a pan y agua si estaban en puerto o sin vino durante ese tiempo si estaban en la mar, además de limpiar la proa o las chazas de la tropa. No olvidemos que buena parte de las tripulaciones provenían de lugares tales como los presidios o de la gente sin oficio ni beneficio. Es dudoso que estos se presentaran a escuchar misa sino fuera por la amenaza que se cernía sobre los que faltaran. Cuando una ordenanza contempla este tipo de penas quiere decir que era algo más habitual de lo que pudiéramos pensar.

El dinero que se aprehendía en juegos de azar o de envite, dados, tabas u otros vedados o fuera de los puestos públicos señalados por el comandante, se aplicaba a la compra de verduras para los calderos de la tropa y marinería. El que hiciera trampas o alboroto en los juegos permitidos, era castigado con veinte o treinta rebencazos en la espalda si era hombre de mar o igual número de palos si fuera cabo o soldado. Lo mismo le caía a quien llevara las cartas o dados marcados.

Al que pillaran borracho le ponían en el cepo durante cuatro días a pan y agua. Si era reincidente (algo muy normal, por otra parte) se le quitaba la ración de vino hasta que se enmendara, dándole cada vez que reincidiese seis zambullidas en el agua desde el penol de la verga mayor. También estaba prohibido fumar fuera de los lugares establecidos. Las penas por esto eran duras como comprenderán, ya que el riesgo de incendio era muy alto: quince días de prisión a pan y agua estando en puerto u ocho días sin vino y destinado a la limpieza general, siendo más graves según el lugar donde fuera pillado.

A los que no iban aseados de les ponía el cepo durante ocho días a pan y agua. Y el que tiraba inmundicias por las portas era destinado a la limpieza de proa, si era hombre de mar o el mismo tiempo en la limpieza de las chazas de la tropa si era soldado.

Era castigado también todo aquel que se hiciera con algún efecto de alguna de las presas que se hicieran. Les podían caer hasta diez años de presidio. El que sin licencia abriera escotilla sellada, arca, fardo, pipa, casa o alacena en que hubiera géneros, perdía la parte que le correspondía de presa, pudiendo ser juzgado en consejo de guerra si llegara a robar o maltratar a algún prisionero. A los oficiales y gente que marinasen una presa, siempre que fuera de provecho, se les doblaba el sueldo durante el tiempo que estuvieran embarcados en ella, sin descuento de la parte proporcional que por su empleo y plaza les correspondiera de la misma.

Los castigos de retención de vino, cepo, grillo, cadena, destino a limpieza y aún palos podían ser ejecutados por los comandantes de los buques, aún navegando en escuadra (También los castigos de azotes en el cañón o baqueta si el buque navegaba en solitario), sin tener que dar parte al general de escuadra, si navegaban o al capitán general del departamento si estaban en tierra. Los demás castigos más severos debían ser informados a sus superiores antes de ejecutar cualquier pena. Para que toda la tripulación estuviera al corriente de los castigos y penas se leían a diario las ordenanzas por parte del comandante. El desconocimiento de las mismas no eximía de responsabilidad a nadie.

Penas particulares para la tropa y marinería.

Todo lo visto anteriormente servía tanto para la tripulación (hombres de mar) como para la guarnición del buque (tropa de infantería o del ejército). Debido a la extendión de la ordenanza, diremos por encima que también había castigos específicos para ambas clases.

Esto tenía que ver con los deberes particulares de cada uno. Todos los centinelas del buque eran soldados. Estos se ocupaban de controlar los accesos sensibles de un buque, como el pañol de pólvora, armas, las escotillas de provisiones, la cámara del comandante... Es por ello que la omisión de la vigilancia llevaba pareja un castigo ejemplar, así como la insubordinación a sus cabos o sargentos o agresiones entre ellos. Abandonar su puesto de guardia, en tiempo de guerra, era castigado invariablemente con la muerte, siendo sustituida por seis años de presidio si era en tiempo de paz.

Los soldados jamás podían ser castigados con azotes sobre cañones o rebencazos como les pasaba a la gente de mar. Ellos eran baqueteados por sus propios compañeros en lo que se llamaba carreras de baquetas.

El modo de proceder en estas carreras era el siguiente: debía ser presenciado por el oficial destinado por el comandante, para que previniese el mayor o menor rigor con que debía ejecutarse. La tropa debía usar su correaje de su fusil, formando dos filas o una rueda en el sitio que se elijiese, entendiéndose como una carrera la formación de treinta hombres.

La marinería era castigada por delitos comunes a su clase, como el maltrato a patrones, contramaestres o guardianes. Pero también había castigo a estos si se extralimitaban en sus deberes con sus hombres. Pudiendo ser rebajados a último grumete de un bajel según la gravedad del delito. Los azotes sobre los cañones se hacían con el acusado puesto sobre el cañón, presentando su espalda y siendo azotado por un contramaestre o uno de los ayudantes de estos, los llamados guardianes. Los azotes sobre el cañón era el castigo más duro que sufrían los marineros, aunque era menos severo que el castigo en un enjaretado que utilizaban los británicos en sus buques.

Los rebencazos eran llamados así porque para el castigo se utilizaba el rebenque, que era una fusta larga y flexible que era utilizada por los contramaestres o guardianes para azuzar a los rezagados en las maniobras marinas o a los que pillaran ociosos o contraviniendo alguna orden. Este no podía ser utilizado más que con la gente de mar, estando prohibido su uso contra los soldados.

En definitiva, la vida de un marinero y un soldado a bordo de un buque era dificil, pero también es verdad que los delitos más graves pocas veces ocurrieron y que los artículos correspondientes a ellos servían más para atemorizar que otra cosa. Todos sabían que en alta mar el comandante de un bajel era el dueño y señor de sus vidas y hacer algo que fuera grave iba parejo con un castigo terrible que ninguno estaba dispuesto a sufrir por muy mal que se estuviera. Luego, como siempre, todo dependía del carácter del comandante y de sus oficiales; si era proclive a la férrea disciplina o no. O si llevaba a mucha gente de leva o de matrícula, esta última considerada honrada y poco dada a los excesos. Eso ya era cuestión de suerte.

 

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