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domingo, 8 de enero de 2012
HAITÍ. Una apuesta por la esperanza | LECTURA

Haití, país de supervivientes

Extractos de un libro de Manuel Rivas, Georgina Higueras y Gustavo Martín Garzo, publicado dos años después del terremoto que machacó el lugar donde viven 10 millones de personas

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Ha llegado a Haití año y medio después del terremoto que en 36 segundos, el 12 de enero de 2010, causó una hecatombe humana, ultrapasó el horror y resquebrajó el país con una furia que parecía inédita en la Tierra. Y ahora oye una conversación en español en la que un hombre con acento dominicano pregunta qué tal y el interpelado, un haitiano que le acompaña, arrayano, nacido en la frontera como tantos hijos de inmigrantes, levanta la cabeza y responde: "Pues ya ves, hermano, picoteando en el hueco".

Respecto del número de víctimas, y ante las cifras tambaleantes de los organismos internacionales, el hombre del cuaderno de tapa dura anota a lápiz, con precipitada caligrafía, una observación que con el tiempo, cuando la transcriba, mostrará cierto empeño aforístico: la extrema pobreza también consiste en no poder contar bien los muertos. La estadística, sobrepasada esa capacidad de contar, también forma parte del hueco, un vacío aplastante, sepulcral, bajo el que yacen los cientos de miles de muertos y desaparecidos.

La absoluta mayoría negra de los haitianos sigue viendo la escuela como una especie de paraíso terrenal

(...) Al extraño, desde que ha llegado, le llaman mucho la atención dos comportamientos. Uno, la hiperactividad humana cuando la realidad parece parada. Y esa otra cosa. El que nadie, o casi nadie, pida limosna en público. Tal vez es el lugar del mundo donde estaría más justificado hacerlo. Pero no. Hay mucha gente que ofrece algo. Que vende algo. Pero es muy raro encontrar a alguien, niño o adulto, que pida algo a cambio de nada. Durante días he pasado por delante de un hombre anciano, sentado en el suelo y apoyado en un muro, al final de la larga costanera de Lamartiniere, donde se ubican los gremios de los artistas del ferré decoupé, que hacen maravillas con la hojalata, y los pintores o vendedores callejeros de arte naíf.

Pregonan su mercancía, pero incluso en ese aspecto son contenidos. A las vagas promesas, el "volveré otro día", responden con un escepticismo profesional. En cuanto al hombre anciano, tiene a su lado un gran espejo con un marco sublime, de madera labrada, que ennoblece el mirar. Al amanecer y al anochecer lo lleva sobre la cabeza, así que, a su manera, transporta los astros. El extraño no se atreve a preguntar el precio por pudor. Aunque lo comprase, no podría llevárselo. Pero podría al menos preguntarle cuánto tiempo hace que transporta el espejo para venderlo. Sin duda, el espejo esconde una historia en el azogue. Una historia del terremoto. O quién sabe, la historia de Haití. Pero el extraño no lo hace, no pregunta, porque en ese momento se da cuenta de un detalle. Una mujer pasa. Se mira al espejo y deposita un gourde. Había preguntado al llegar qué se puede comprar por un gourde y le dijeron, después de dudar, que un pequeño caramelo de menta. Ahora ya sabe otra cosa que se puede comprar con la humilde moneda haitiana: verse en el espejo. Así que siempre tendrás algo a cambio, por poco que des. Una foto con un modelo del Greco. Una mirada en el mejor espejo de las Antillas.

Está la otra circunstancia en la que reparó el extraño. El andar incesante. Arqueólogos de un futuro abandonado. Así se definía el artista Robeart Smithson que, en los años sesenta, definía sus caminatas como earthworks. Su espacio preferido era la periferia de las ciudades. Allí, decía, donde se encuentran lo prehistórico y lo poshistórico. Todo Haití parece una periferia alrededor del hueco. Allí, sí, donde se encuentran los pasados y los futuros lejanos. Los haitianos avanzan "descalzos" en el caos, en el archipiélago de los escombros, pero no podría discutirles el derecho a ser los primeros. Pero los haitianos no compiten en tristeza. No están esperando a que lleguen los cronistas que registren la perseverancia de la catástrofe.

No es que lo rehúyan, el asunto de la desgracia. Lo que ocurre, quizá, es que no quieren ser engullidos por el hueco. Tal vez por eso no se detienen nunca. No hay apenas trabajo, en el sentido de empleo, pero todo el mundo hace algo. Está en movimiento. La sensación que el extraño tiene es que en Haití no solo amanece pronto, sino demasiado pronto. Y que la gente, mucha gente, incluso amanece antes que el sol. Y se ponen a andar. No paran de andar.

El extraño anota con convencimiento: "En ningún lugar del mundo se camina tanto como en Haití". Presiente que ese afán por andar es una forma de subsistencia en un doble sentido. Por una parte, se lleva algo o se va a la búsqueda de algo. Por otra, el trazado de más de 10 millones de personas al andar, en una superficie de 27.750 kilómetros cuadrados, si vemos cada andar como un hilo, como una estela, el resultado es una urdimbre que protege de las caídas en el hueco.

Ha hecho un círculo alrededor de una frase que le dijo Paola Hyppolite, 51 años, la directora de la Escuela de Cine de Jacmel: "En este país todos somos supervivientes".

Al lado del círculo que rodea la frase ha anotado un detalle que ahora, pasados los días, le sorprende: las manos de Paula están llenas de callos y de ampollas de trabajar la tierra.

Es un tercio, la parte más occidental, de la isla del Caribe Central que Colón denominó La Española. Gran parte del territorio es montañoso. Casi la mitad de las tierras están a más de 500 metros de altitud sobre el nivel del mar. Esa es su textura. La mirada tópica puede decir que la geografía es accidentada. Hay análisis que insisten en esa característica como una de las causas del atraso económico. Si las montañas son "accidentes geográficos", como nos explicaban en la escuela, entonces Haití tiene muchos accidentes. Pero si de verdad uno está delante de las montañas, sean de Haití o de Suiza, uno no piensa en esos términos. La mirada poética podría hablar de una tierra voluptuosa. Las cifras sí que se parecen más a los accidentes. En las estadísticas económicas, Haití responde a la definición que Jean Baudrillard utilizó en alguna ocasión para los países atormentados por la historia. Sería un "yacimiento catastrófico".

(...) Jhony tiene cuarenta años y se considera un "ejemplo de una de las mil caras de la desgarradora violencia" que ejercen los haitianos unos contra otros: hombres contra mujeres y mujeres contra hombres. Viejos contra jóvenes y jóvenes contra viejos. Hijos contra padres y padres contra hijos, como la que Jhony sufrió. Violencias engendradas en la madre de todas ellas: la de los gobernantes contra el pueblo y el pueblo contra los gobernantes.

"Mis padres se fueron a trabajar a Santo Domingo cuando yo tenía un año", revela Jhony. "Pero mi padre, machetero, se quiso volver y como mi madre se negaba, un día que ella se encontraba en el mercado me secuestró y me trajo de vuelta. A mis tres años me encontré de la noche a la mañana sin padres y en casa de mis abuelos campesinos, que criaban a otros diez primos".

Si Madeline considera sus años escolares como la mejor etapa de su vida y recuerda cómo presumía con sus lazos, sus coletas llenas de pasadores y cintas (entonces no había bolitas) y su uniforme, para Pierre Jhony supusieron un trauma. En un país marcado por la oposición radical de los colonos a que sus padres se alfabetizaran y por las posteriores dificultades para acceder a la educación, la escuela sigue siendo vista por la absoluta mayoría negra de los 9,7 millones de haitianos como una especie de paraíso terrenal.

Haití, una apuesta por la esperanza, de Georgina Higueras, Gustavo Martín Garzo y Manuel Rivas. Ediciones Península. Precio: 18 euros.

El centro de Puerto Príncipe, capital de Haití, tras el terremoto de enero de 2010. / CRISTÓBAL MANUEL

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