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EDITORIAL

Turquía se planta

La escalada prebélica entre Ankara y Damasco amenaza con internacionalizar la guerra siria

La rotunda autorización del Parlamento turco para que sus fuerzas armadas puedan penetrar en territorio sirio y destruir objetivos militares, tras el ataque con morteros que ha matado a dos mujeres y tres niños en una localidad fronteriza turca, acerca más la temida internacionalización de un conflicto que se lleva cobradas 30.000 vidas. El Gobierno de Ankara asegura que la luz verde del Parlamento no representa un mandato de guerra, sino de disuasión; pero el hecho de que, por vez primera en año y medio, sus tropas hayan bombardeado posiciones sirias, añadido a la reunión urgente de los embajadores de la OTAN para condenar a Damasco y apoyar a su aliado, sitúa en su verdadera dimensión las implicaciones potenciales de la escalada.

Es obvio que el acorralado régimen sirio —que ha presentado sus excusas a Ankara vía Naciones Unidas— no tiene ningún interés en provocar una intervención turca en su territorio, que podría ser devastadora. Tampoco Turquía está predispuesta a caer en la “trampa”, como la ha denominado el primer ministro Erdogan, de una confrontación bilateral con Damasco. Pero en una situación tan irreversiblemente desesperada como la de Bachar el Asad, nadie puede descartar un imprevisto que lleve a Turquía —el segundo ejército de la OTAN, tras EE UU— a una intervención a gran escala. Lo que inmediatamente plantearía el tipo de implicación que la Alianza Atlántica estaría dispuesta a asumir en ayuda de uno de sus miembros.

Ante la bochornosa pasividad de los poderes internacionales, con un inoperante Consejo de Seguridad al frente, las atrocidades del régimen sirio frente a la rebelión de sus ciudadanos han sobrepasado en 18 meses cualquier escenario imaginable. El Asad se permite acusar en la ONU a Estados Unidos, Francia, Turquía, Arabia Saudí y Qatar de fomentar el “terrorismo” en Siria mientras sus tropas se libran a la aniquilación masiva de civiles y la destrucción indiscriminada, utilizando incluso la aviación. El déspota interpreta correctamente la parálisis occidental y su retórica condenatoria como una licencia para seguir matando.

El Asad, al abrigo del indigno cheque en blanco de Vladímir Putin ante el Consejo de Seguridad, no cejará en su exterminio sin un ultimátum creíble de las potencias democráticas. La prolongación de la guerra civil siria, como demuestran los hechos, conduce aceleradamente el conflicto hacia la pesadilla de su abierta regionalización. Ya el formidable flujo de refugiados y huidos —más de un millón en el interior de Siria, más de 300.000 en países limítrofes— amenaza con desestabilizar Jordania o arrastrar a otra guerra sectaria al vacilante Líbano.

La gravedad de la decisión turca debería ser el clarinazo definitivo para que Occidente y los países árabes más implicados se planteen de una vez por todas —mejor dentro de la ONU, pero fuera si es necesario— una actuación que ponga fin a la tragedia que nos avergüenza a todos.

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