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Detalle de la obra 'Idas y venidas'. / GORKA LEJARCEGI

Ante la exposición Gauguin y lo exótico, que se exhibe hasta el 13 de enero de 2013 en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, puede pensarse que nos hallamos con otra convocatoria de un artista mítico, al solo reclamo de cuyo nombre acudirá una innombrable multitud. En principio, es lógico que así sea, porque el criollo Paul Gauguin (1848-1903), figura crucial del posimpresionismo francés, se ha convertido en nuestra época en una referencia obligada para adentrarse en una de las sendas más fértiles del fascinante y polémico arte contemporáneo. Por otra parte, la exhibición de su obra tiene pleno sentido en el Museo Thyssen-Bornemisza, que atesora alguna de las obras más famosas del artista, con lo que también se explica que, desde una u otra óptica, ya lo haya frecuentado en anteriores convocatorias. Por lo demás, la vida de Gauguin fue de lo más novelesca, previo incluso antes de su deriva final a los mares del sur, porque se hizo pintor a la avanzada edad de veintimuchos años, había pasado la infancia y adolescencia en Lima, se había enrolado en la marina mercante, se había casado con una danesa y, en fin, se había establecido en París como un próspero agente de bolsa, como si debiera rehacer periódicamente su intensa existencia. Y, aunque el arte innovador es un buen fondeadero para estos seres inquietos, nadie puede negar que, a través de él, no parara de buscarse los desafíos y complicaciones inimaginables.

De todas formas, sin necesidad de obviar estos datos, la exposición Gauguin y el viaje a lo exótico, comisariada por Paloma Alarcó, jefe de Conservación del Museo Thyssen, nos plantea, mediante una selección de 111 obras de este y otros artistas la revisión, por una parte del significado cultural de lo exótico y, por otra, la incidencia que tuvo esta categoría para la formulación de un nuevo lenguaje plástico, sobre todo de cara a lo que fueron las vanguardias históricas del arte del siglo XX. Dividida en ocho capítulos, en los que se entremezclan cuadros con otros documentos gráficos, su recorrido nos invita a explorar el sentido iniciático de esta ansiosa búsqueda de lo salvaje por parte de algunos artistas y escritores occidentales de la generación de Gauguin y su influencia en los posteriores. Es verdad que la pasión por las civilizaciones y culturas distintas de la occidental arraigó en Europa desde el siglo XVIII, pero este diálogo con lo otro no ha sido una simple moda pasajera, sino que se ha renovado prácticamente hasta la actualidad, cuando ya se ha derrumbado el perfil paternalista de una visión colonialista. En este sentido, la presente exposición administra muy bien las necesarias referencias artísticas de antes y después de Gauguin, como así se pone de manifiesto en el arranque de su recorrido con la presencia de Delacroix.

En cualquier caso, el énfasis está puesto en el después gauguineano, que sedujo por igual a fauvistas franceses, expresionistas alemanes o vanguardistas rusos, por solo citar algunas de las líneas seguidas en la muestra, pero el mérito de esta reside, a mi juicio, en no haberse limitado a presentar el asunto solo desde una perspectiva formalista, sino ahondando en el trasfondo cultural implícito en esta ansia moderna por hallar la revelación en los paisajes extraños. Simplificando la cuestión, podríamos decir que nos encontramos ante una revisión crítica de nuestra identidad de occidentales modernos. Sea cual sea la argumentación temática de esta iniciativa y la correspondiente interpretación que hagamos de ella, una exposición de arte se acredita por la oportunidad y excelencia de las obras reunidas, una cuestión, en este caso, resuelta con abundancia y brillantez, aunque no podamos aquí aducir ejemplos y, menos, comentarios, si bien en lo que se refiere a Gauguin, ya sea el de Martinica o el de Tahití, hay piezas excepcionales, como también las hay de otros artistas como Rousseau, Kandinsky, Nolde, Kirchner o Matisse.

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