En la carnicería Cardizo, en el barrio Belén, en el sur de Medellín, donde un sicario le propinó dos tiros en el rostro, Griselda Blanco era una clienta más, una de las que acudía a comprar los productos, algunas veces en grandes cantidades, otras en cantidades menores como para un consumo normal de familia. No era una mujer conocida, ni familiar entre los empleados, los propietarios, los demás clientes del expendio. Mucho menos, la anciana de cabellos blancos, como su apellido, era asociada con actividades ilegales, ni esperaban que fuera la reconocida narcotraficante que el bajo mundo temía, en Medellín y en Estados Unidos.