Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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"Acuérdate España que tú registe el Imperio de los mares".

- Un relato de Julio José Peiró García.

Con lentitud, pero con una presteza digna tan sólo de una marina como la nuestra, los nueve navíos de las escuadras aliadas salieron de la rada de Algeciras y se dispusieron en línea de combate, flanqueados por cinco fragatas. Al frente iban los tres franceses del contraalmirante Linois: el Indomptable y el Formidable de 80 cañones, y el Desaix, de 74; maltrechos, con los cascos nada sanos, la arboladura desgarrada y la tripulación diezmada por la batalla que tuvieron que sostener contra los seis navíos del almirante inglés Sir James Saumarez, de la que, sin embargo, salieron airosos, puesto que los ingleses tuvieron que retirarse a Gibraltar dejando uno de sus navíos, el Hannibal, a los franceses, e inútil al Pompée, que durante la escaramuza había varado cerca de isla Verde, recibiendo en muy mala posición los certeros tiros de la batería costera de siete piezas de a 24 libras y de las lanchas cañoneras españolas que habían salido de Algeciras en auxilio de los de la República. Detrás de éstos venían otros tres hispanos: el San Fernando de 94 cañones, el Argonauta de 80 y el San Agustín de 74; y a retaguardia, el orgullo de nuestra marina, los dos navíos de tres puentes y de 112 piezas cada uno: el Real Carlos y el San Hermenegildo. Construidos en La Habana con las magníficas maderas tropicales de Cuba, eran sin duda los más poderosos bajeles de su tiempo, los mejor artillados, los más dóciles y menos tormentosos en las maniobras, los más bellos. Venían acompañados por otro francés al mando de Le Roy; el Saint-Antoine o San Antonio, como seguían llamándolo con rencor los marinos españoles, puesto que junto a la Luisiana y a otros cinco buenos navíos, cuatro de ellos de la escuadra de Cádiz, habían sido ignominiosamente cedidos a los franceses por nuestro Rey Carlos IV, a cambio del reino de Etruria: un pedazo de tierra estéril y rimbombante nombre en Italia.

Y es que, el resentimiento hacia los franceses iba en aumento, máxime desde que Bonaparte asumió las riendas del Directorio y las condujo guiado tan sólo por su propia voluntad. A su autoridad ni siquiera escapaba Su Majestad Católica, tan sólo un subordinado inútil y perezoso con el que no había más remedio que contar para disponer así de su preciada escuadra. Desgraciadamente, con el paso de los años, nuestro Rey se volvía cada vez más cobarde... Toleraba que Bonaparte secuestrara en Brest toda una escuadra de quince navíos españoles, dejando inermes a las depredaciones de los británicos nuestras costas. Prueba de ello fueron los infructuosos ataques a los arsenales del Ferrol y Cádiz el año pasado.

Todavía, cada vez que lo recuerdo, un sudor frío recorre mi cuerpo. Figúrense ustedes, un 4 de octubre de 1800, que amanece con toda una escuadra inglesa de 22 navíos de línea, 37 fragatas y 80 transportes con casi 20000 hombres. Fue la primera vez que me dieron un fusil. Sí, aún era demasiado joven, pero la epidemia asolaba la ciudad y no había otros que tomaran las armas por mí.

El desembarco era inevitable, en la rada no había más que un puñado de navíos desarmados, y las murallas estaban en un estado ruinoso. El arsenal de La Carraca perecería a fuego y hierro; y con él, el prestigio de nuestra marina. Sólo la entereza del general que gobernaba Cádiz: Don Tomás de Morla, salvó la situación. Envió dos parlamentos a los ingleses que decían algo así como:

«Asolados por la epidemia, espero no querrán cubrirse de ignominia, si en lugar de aliviar a los moradores de esta infeliz ciudad, trata de hostilizarlos multiplicando sus agonías».

Añadiendo:

«En cualquier caso, acostumbrada nuestra guarnición a mirar la muerte con semblante sereno, sabrá convertirse en un dique inexpugnable que no lograría superar sino con su total ruina»

Keith y Abercombry, a cuyo cargo estaba la escuadra británica de invasión, interrumpieron los preparativos, no sin antes intimidar a de Morla con un argumento pueril como:

«Puesto que venimos enviados por nuestro Gobierno a destruir el arsenal y la escuadra española, bastaría con que se nos entregaran los navíos y su armamento»

El gobernador de Cádiz no lo hizo y, sin embargo, reiteró su disponibilidad a la lucha, ante lo cual, los ingleses se marcharon a Gibraltar.
El odio hacia los ingleses prevalecía; sí, pero al menos ellos peleaban con honor, los franceses, por el contrario, utilizaban de su argucia para servirse de nosotros. Recuerdo cómo con despecho nuestros marinos cantaban, mientras salíamos de la bahía de Algeciras, una tonadilla que se había hecho popular en Cádiz y que resumía perfectamente nuestro sentir:

¿A quién se ofende y daña?
A España
¿Quién prevalece en la guerra?
Inglaterra
¿Y quién saca la ganancia?
Francia

Eso ya poco importaba, nuestro deber era conducir los navíos franceses a Cádiz. Yo iba en el San Hermenegildo, en el centro de la retaguardia, estaba encaramado sobre el mastelero del bauprés, largando la sobrecebadera. Desde aquel punto privilegiado de la arboladura la visión del Meregildo, como le llamábamos cariñosamente, era extraordinaria: a mis pies, el tajamar cortaba con delicadeza las tranquilas aguas azules de la bahía y sobre él, el mascarón de proa, un león rampante, alado y con corona, parecía sostener todo el peso del bauprés sobre sus espaldas. Más adelante, en el extremo del castillo de proa, cuatro carronadas, llamadas cañones de mira, apuntaban a proa; y más atrás, después del pozo del combés, en el alcázar, estaba la oficialidad reunida, entre los que destacaba el comandante del navío Emparán.

Pero más que eso, lo que en verdad atraía mi mirada, era la siniestra silueta del Real Carlos a estribor, esbelta, con el bauprés señalando el horizonte y los mástiles el cenit; terrible a la vez, con sus tres baterías de cañones de buen bronce de Cabada, Santander, agazapados tras las portas negras, perfectamente visibles sobre el amarillo con que iban pintadas las tres baterías y entre las franjas también negras que las separaban. Y qué decir del aparejo, majestuoso; y de la jarcia, de esa maraña de cabos sobre la que había suspendidos marineros semidesnudos de Cádiz principalmente, pero también de Vizcaya, Galicia, el resto de la Andalucía, Mallorca, Cataluña y Valencia, y que ahora recogían las velas que antes habían largado porque el andar de los navíos franceses, destrozados, era muy lento.

Podía imaginarme esas mismas portas abiertas, con los cañones de a 36 libras de la batería descargando una andanada sobre un navío inglés y con los de menor calibre barriendo la cubierta de metralla; ni siquiera el Victory, de 100 cañones, el navío insignia sobre el que Nelson encontraría cuatro años después la muerte en Trafalgar, podría soportarlo... Tan sólo el Santísima Trinidad, el mayor navío jamás construido, el único de cuatro puentes y que montaba 136 cañones, podía compararse a estos dos proyectados por Romero Landa.

Íbamos demasiado lentos, la presa hecha a los ingleses en la batalla de Algeciras, remolcada por la fragata francesa L’Indienne, retardaba tanto la marcha, que finalmente se decidió regresara a la rada, sin embargo, todavía no habíamos doblado la Punta Carnero, ni mucho menos entrado en aguas del Estrecho, cuando el crepúsculo se nos echó encima...
En aquellos momentos estaba yo a popa, en el lado de babor, contemplando, a pesar de la penumbra en que se sumía la bahía entera, Gibraltar, ese angosto peñón de nuestra tierra usurpado por los ingleses. Algo extraño ocurría. Había movimiento en la dársena; sí, parecía increíble después de la derrota frente a Algeciras, pero: ¡la escuadra británica salía en pos de la nuestra! Los vigías encaramados a las cofas acababan de advertirlo también y los oficiales se arremolinaban en el alcázar tratando de discernir la magnitud de sus fuerzas.

Al final, en un alarde de bravuconería, habían conseguido reparar los cuatro navíos supervivientes de Algeciras a los que se sumaba en la persecución el Superb, el único sano y en consecuencia, con el andar lo suficientemente rápido como para dar alcance a nuestra escuadra. Detrás de él venían el Caesar de 80, que enarbolaba la insignia del almirante Saumarez, y a retaguardia otros tres de 74 cañones: el Spencer, el Venerable y el Audacious. Estábamos seguros de que aquella noche intentarían sorprendernos, aunque también lo estábamos de que nada lograrían teniendo nuestra formación como tenía nueve navíos. Dos de ellos, el Real Carlos y el Meregildo, de tres puentes y más de 110 piezas cada uno.

La noche era realmente tenebrosa, apenas si lograba discernir en la lejanía las luces del resto de navíos de la escuadra. Me encontraba en el castillo de proa, sobre la amura de babor, incapaz de conciliar el sueño –era de las primeras veces que me embarcaba–; había subido a la cubierta porque en el sollado el calor y la humedad eran asfixiantes y prefería mil veces pasear fuera a echar una partida de naipes con los que cenaban dentro cecina y queso, aun cuando mis pasos molestaran a los que dormitaban fuera tendidos en sus coys. El silencio era absoluto, tan sólo se escuchaba el mar, los ronquidos de un marinero de Sanlúcar, y el viento que henchía las velas de gavia, las únicas largadas, a pesar del levante flojo, para no abandonar a los tres navíos franceses de la vanguardia a su suerte. Continuaba mirando a babor, cuando un resplandor, seguido de un trueno ensordecedor, cegó mis ojos y nubló mi entendimiento. Un navío inglés nos había soltado toda una andanada y nos había dado de lleno; varias balas se estrellaron contra los costados del buque haciendo que se estremeciera el casco entero y otras tantas desgajaron parte de la arboladura. Una de ellas se había estrellado sobre una de las carronadas del castillo, la había destrozado y había matado a los marineros que dormían reclinados sobre ella. Otra, que estuvo a punto de torcer mi existencia, cruzó el castillo silbando de lado a lado, a un par de pies sobre mi cabeza.

–¡Figueroa –gritó el comandante del navío Emparán que acababa de salir al alcázar–, toca zafarrancho!... ¡Abrid las portas de babor!... ¡Colocad los cañones en batería!... –y después de un breve instante– ¡Fuegoooo...!

El casco entero volvió a estremecerse, no en vano se habían disparado más de medio centenar de cañones...

El navío enemigo, lejos de amilanarse con la potentísima andanada, hizo lo propio y soltó otra que le arrancó al Meregildo el mastelero del trinquete –que a punto estuvo de sepultarme– y la cangreja del de mesana... Las andanadas se sucedieron, los costados de nuestro navío vomitaban fuego y recibían impactos que hacían temblar las cuadernas; las primeras vías de agua se habían abierto ya abajo y los carpinteros corrían llamados desesperadamente por los artilleros de la batería inferior que presentían que de seguir así, el agua los sepultaría vivos.

Todavía, sin embargo, no había llegado lo peor, el navío enemigo seguía acercándose, con lo que los proyectiles que disparaba se estrellaban sobre el casco del Meregildo con mayor violencia, produciendo mayor número de astillas, lo cual incrementaba su macabro poder mortífero. ¡De eso se trataba, qué duda cabe!

De pronto, un crujido estridente cruzó la cubierta de proa a popa, el mástil mayor se había desplomado, matando a muchos de los marineros que servían las piezas del pozo del combés y alguno de los guardias marinas que nos alentaban desde el alcázar.
Cuando levanté la mirada apuntando por enésima vez el cañón, el navío inglés se nos había echado encima, y comenzó a disparar balas de metralla que dejaron el castillo de proa sembrado de cadáveres mutilados –también yo me llevé una esquirla en la pierna derecha–. Ya no había hombres con los que servir las baterías, así que comenzamos a lanzar las granadas incendiarias que algunos infantes de marina nos trajeron. Y súbitamente, una llamarada incendió el buque enemigo; los despojos desgajados de la arboladura y la pólvora desparramada sobre la cubierta eran tantos, que el fuego se propagó con rapidez a las baterías bajas atrapando mucha gente dentro, sin posibilidad de salvación, pero –cuando lo rememoro se me quiebra la voz– no hubo gritos de júbilo entre la tripulación del Meregildo, ni nuestros cañones trataron de echar a pique aquel navío vencido; no, porque aquel navío era el Real Carlos. Estaba ya tan cerca que a la luz del incendio se distinguían claramente sus tres puentes iguales a los nuestros, los juramentos en castellano de sus marineros y la bandera nacional roja y gualda sobre el coronamiento de popa.

Fue un instante de incertidumbre, durante casi una hora nos habíamos estado batiendo a ciegas contra un navío que creíamos enemigo, y cuando ya era demasiado tarde, cuando ya nada quedaba por hacer, descubríamos que era el Real Carlos. Aquel instante fue el que nos perdió también a nosotros: el Real Carlos embistió al Meregildo con una furia terrible, y el fuego de éste se propagó al nuestro con rapidez. Tratamos de sofocar las llamas en ambos, pero al grito de:

–¡Fuego, hay fuego en la santabárbara! –en el pañol de la pólvora. Le siguió el de:
–¡A los botes, arriad los botes...!

Pero ni para eso había tiempo, así que crucé a la carrera el castillo de proa, salté sobre la borda de estribor y de allí me abalancé al mar.
Apenas transcurridos unos segundos, voló hecho pedazos el Real Carlos, y no tardó mucho más en acompañarle el Meregildo; después, tan sólo el silencio y los gritos de socorro de los pocos supervivientes...
Llegué a nado al Saint-Antoine a tiempo de que fuera batido por los navíos britanos que al final lo rindieron. Fui pues, hecho prisionero y llevado a Gibraltar en el navío inglés Superb que tiempo después supe fue el causante de la voladura de los dos españoles. Traidor, sin anunciarse, encubierto por las tinieblas de la noche, navegó sin luces colocándose entre el Real Carlos y el Meregildo, y descargó después andanadas por sus dos costados. Para cuando respondimos, ya no estaba entre los navíos españoles...

Una vez en libertad, cuando todavía la ciudad lloraba a sus muertos, regresé a Cádiz, y al primer lugar al que acudí, fue al arsenal de La Carraca. Allí me quedé contemplando una lápida tributada al gran Rey Carlos III. Decía:

TU REGERE IMPERIO FLUCTUS
HISPANE MEMENTO

“Acuérdate España que tú registe el Imperio de los mares”

Desgraciadamente, de aquello ya hacía mucho.

Aún combatiría, cuatro años después, en 1805, en Trafalgar. Desde entonces supe que el Imperio hispánico desaparecería, porque el Imperio, sin una poderosa armada que lo sustentara, no podía existir.
Los años me dieron la razón...

José Díaz
Cádiz, 21 de octubre de 1831

 

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