Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Relato de la batalla de Trafalgar.

- Un relato de Daniel Vicente Muñoz.

     Despierto sobresaltado.
     Por un momento he creído estar de nuevo en la cubierta del Príncipe de Asturias, viendo la cara de mi amigo Somoleza, cuya mirada se apaga mientras los cañones enemigos no muestran respeto alguno con su incesante retumbar.
     Miro alrededor y observo una pequeña embarcación de tres palos, posiblemente un bergantín, que se adentra por el puerto de Ceuta siendo saludado por la artillería del baluarte de San Felipe.
Suspiro aliviado. Puedo ver a mi querida mujer disfrutando con mis dos hijos de un bonito día de campo, y me dedica una preciosa sonrisa mientras yo la observo al amparo de la fresquita sombra del pino que me cubre.
     ¡Qué bueno es estar vivo! Sobre todo después de que la muerte te haya echado su gélido aliento en la nuca el día más horroroso de la historia en Cabo Trafalgar, frente a Cádiz.
Habré contado la historia mil veces, con una copa de vino en la mano y amigos y familiares que, con ojos como platos, oían mi relato sin apenas respirar.
     Sin embargo, a pesar de tener la lengua gastada de tantas y tantas veces que habré compartido mi experiencia con todos aquellos que hayan querido escucharla, me parece increíble haber formado parte de aquel infierno y poder contarlo por mí mismo.
     Tengo la sensación de que fue ayer cuando me encontraba en el castillo del buque insignia de la escuadra española, el Príncipe de Asturias, que, junto a la francesa comandada por el  almirante Villenueve y su Bucentaure, se dirigía hacia el desastre, allá en el horizonte, donde se observaba, como si de fantasmas se tratase, una veintena de velas que se acercaban silenciosamente.
     Yo estaba encargado de uno de los cañones de la cubierta principal, a las órdenes del cabo Somoleza, al mando de nuestra pieza mientras yo ejercía como su subordinado, siendo mi cometido el de cargar la boca de bronce con metralla, cadenas o lo que fuera.
     A pesar de ser vasco, era un tipo muy simpático que no paraba de hablar, veterano a sus treinta años , al contrario que yo, que había llegado a Cádiz pocas semanas antes, a última hora como muchos y, por supuesto, sin haber entrado en un combate naval hasta entonces.
     Una vida sin futuro en Ceuta, una esposa embarazada y un bolsillo que pasaba por su peor momento fueron las principales razones que me llevaron a cruzar el Estrecho ante la llamada de la Armada Real, que prometía a los tontos crédulos como yo gloria y dinero.
     Ya a bordo de uno de los barcos más grandes que había visto en mi vida, nada más y nada menos que tres puentes y 114 bocas de fuego, los marinos de mayor experiencia se reían de mí sin compasión ante la noticia de que me ofrecía voluntario mientras los infantes de marina, a culatazos, conducían a decenas de hombres hacia la que sería su tumba con plena resignación y  pena, mucha pena.
     “Nos van a dar para el pelo compañero”, me decía Somoleza rompiendo el silencio, “pero nosotros vamos a intentar hacerles pasar un mal rato”.
     Mis escasos conocimientos como marinero me impedían comprender dónde veía mi cabo tanta diferencia, pues echando un vistazo a nuestra línea veía muchísimos barcos (una treintena larga), todos con sus portas abiertas y ofreciendo sus negros agujeros de muerte como amenaza para todo aquel que osara desafiarlos.
     Pero Somoleza, con su eterna sonrisa clavada en la cara, me decía “sí, vale, nuestros barcos son buenos y los cañones son casi los mismos, pero ellos tienen gente buena para manejarlos y nosotros, por lo general, somos novatos y estamos frente a un bronce por primera vez en nuestra vida. Muchos huevos Santiago, muchos huevos. Es lo único que tenemos”, concluía.
     Por delante de nosotros, bastante cerca, navegaba el francés Berwick, con sus oficiales, suboficiales, marineros, grumetes, tropa de a bordo, es decir, todo cristo, mirando  hacia la escuadra enemiga, que poco a poco se nos iba presentando en cinco columnas para, como apuntaba Somoleza en la jerga de la mar, “rompernos el culo”.
     El Príncipe iba en vanguardia, dirigiendo al resto de navíos que, a duras penas, trataba de formar una línea compacta para no permitir a los casacones colarse por todas partes.
     Eché un vistazo a nuestros mandos y pude ver al señor comandante general Federico Gravina, acompañado del jefe de escuadra Antonio de Escaño, ambos sin dejar de mirar al enemigo a través de sus catalejos, apartando la vista brevemente este último para comentar con el de Nápoles alguna que otra frase que aquél recibía sin inmutarse.
     Gravina, el mandamás entre los españoles, vestía sus mejores galas y nos miraba a todos con cierto aire de suficiencia, ya que se sabía superior, con una ceja eternamente levantada y un acento italiano que pronunciaba con la boca pequeña.
     “Pero tú no te fíes”, me decía Somoleza, “tendrías que verlo cuando lo de Finisterre. Un compañero del Argonauta me dijo que, terminado el combate, recorrió las baterías, con la mirada aún encendida, dando la mano y felicitando personalmente a todos los artilleros, repitiendo una y otra vez sin cesar ¡bravos españoles, así se hace!, mientras todos le miraban con ojos asustados al no haber oído su voz en la vida”.
     De repente, un chiquillo con uniforme se dirigió a ambos oficiales, que giraron rápido la cabeza fijando la vista más allá del Achilles que nos seguía, y Gravina, cerrando el catalejo con un fuerte chasquido que se oyó de proa a popa, musitó algo que, acto seguido, se convirtió en movimiento por todo el barco y marineros trepando por los obenques como si de lagartijas se trataran.
     Somoleza me miró y, por primera vez desde que zarpamos, sin sonreír. “La cagamos amigo”,me decía, “a dar la vuelta. Los franceses se nos acojonan y prefieren poner proa a Cádiz por si las moscas. Casi puedo oír las risas de los ingleses”, añadió con una mueca.
     Una vez más me encontraba perdido, pero según parece esa maniobra requiere su tiempo, y más teniendo en cuenta que éramos casi todos novatos y que el  viento soplaba flojo, lo que le daba más tiempo a nuestro enemigo para enfilarnos y elegir por donde atacarnos y destrozarnos sin misericordia.
La escuadra comenzaba a virar en redondo, con unos claros enormes y varios navíos demasiado lejos de la línea y que quedaban algo apartados del combate que se iba a desarrollar.
     Nuestro barco pasaba por tanto a ser la cola, sólo por delante del Berwick y el San Juan Nepomuceno, por lo que pude ver como, por babor, se nos echaba encima el enemigo, ahora en dos columnas y luciendo al frente dos navíos que, para mi horror, eran igual de enormes e imponentes que el nuestro.
     El Príncipe abría viento por estribor y tanto el San Juan como el Berwick lo imitaban para reducir en la medida de lo posible el caos que se estaba formando mientras las fragatas subían y bajaban banderas de sus palos frenéticamente para coordinar movimientos.
     La maniobra se hizo eterna, ¡más de dos horas! Para colmo el Achilles francés, en la confusión, se nos abordó y casi nos destroza el aparejo, respondiendo nuestra marinería con todo tipo de insultos y  vejaciones que fueron correspondidas de forma poco cívica por nuestros aliados (las palabras malsonantes no entienden de idiomas), tratando unos y otros de deshacer el entuerto sin demasiados daños.
     Pero lo peor de todo era sin lugar a dudas la espera.
Una vez que más o menos formábamos un amago de línea (eso más bien era una curva), los ingleses se iban acercando con el viento a favor y nosotros esperando pacientemente, a verlas venir y listos para soltar hierro.
     En esos momentos a uno le da tiempo a pensar mucho, ya que las conversaciones pasan a un segundo plano cuando sabes que una bala puede atravesarte en cuanto menos te lo esperes.
Todos observábamos silenciosos a los navíos británicos, cuyos cañones se iban haciendo cada vez más perceptibles, mientras Somoleza, a lo suyo, era el único que no paraba de charlar, con sus historias de combates y mujeres sin orden ni concierto.
     Por mi parte, apartaba la vista de la muerte que se acercaba y miraba hacia el otro costado del navío, e imaginaba en el horizonte a mi Ceuta, a la que tanto echaba de menos y, estaba convencido, no volvería a ver.
     Pensaba en mi querida esposa, que se encontraba en ese momento donde, tres años después, disfrutaría conmigo de este hermoso día de campo que nos regala el cielo.
Por entonces, con mi primer hijo en su vientre, con los ojos fijos donde ella suponía que se encontraba Cádiz, esperaba oír al menos el cañoneo que anunciase la batalla, y rezaba todas las oraciones conocidas rogándole a Dios que me trajera entero.
     El mero hecho de no poder volver a disfrutar de su cariño y compañía y, lo que es aún peor, no conocer a mi hijo, me llenaron los ojos de lágrimas, y traté de enjugármelas disimuladamente para que mis compañeros de cañón no pensaran que me acobardaba.
     Mis ensoñaciones quedaron rotas ante el sonido de los primeros cañonazos que efectuaba el centro de la línea para tantear a una escuadra inglesa que, sin posibilidad de responder, continuaba con su avance.
     “Prepárate”, me susurraba Somoleza señalando con el dedo hacia arriba, “en cuanto vean nuestra insignia y sepan que vamos de jefazos se nos van a echar encima como buitres”.
     De momento eso estaba todavía lejos y las ‘hostias’ se las estaban llevando los navíos de más adelante, donde cada vez se veía menos, con humo por todas partes. Los estampidos de los cañones los sentías dentro, y un enorme navío de tres cubiertas con estandarte azul en el trinquete rompía la línea como un cuchillo que corta un trozo de mantequilla.
     “Va derecho por el Santa Ana”, murmuró alguien a mi espalda, mientras un oficial ordenaba silencio con un tono que aconsejaba obedecer.
     Los estampidos continuaban sonando y nosotros, absortos, nos sentíamos impotentes con nuestras cubiertas aún silenciosas mientras el horror se desataba ante nuestros ojos.
     Pero como ya dije, nuestro Gravina no era de los que gustaba de cruzarse de brazos y mantenerse al margen, ya que a una nueva orden activó el navío, que forzó vela y, en vez de esperar el envite del enemigo como hacía gran parte de la escuadra aliada, arriesgó el todo por el todo y puso proa al inglés. Con un par.
     Hago memoria y aún me pone la carne de gallina recordar el sonido del tambor en un redoble que aceleraba el pulso, el buque cabeceando trabajosamente tratando de aprovechar el débil viento, los oficiales gritando órdenes como locos, el sonido de los cañones enemigos sonando cada vez más cercanos, la mirada de las marineros de las tripulaciones aliadas que sobrepasábamos y  que nos observaban entre maravillados y sorprendidos al ver la mole del Príncipe en su avance y, lo más sobrecogedor, ochocientas bocas gritando sin cesar vivas a España y al Rey ante la inminencia de la muerte.
     Habría dado un ojo de la cara por ver las caras de los casacones que iban a bordo del navío de dos cubiertas que se dirigía felizmente hacia el Santa Ana y que se encontró de repente con un buque español de tres puentes que se interpuso y comenzó a descargar sus cincuenta bronces de babor.
Con un trapo liado en la cabeza y con un doloroso zumbido en los oídos que me dejaron sordo durante muchos minutos, observaba como la bala de nuestro cañón, bautizado por Somoleza como ‘Mataherejes’, se unía al resto para detener casi en seco al barco enemigo, que orzó para tratar de evitar nuestro castigo.
     Cientos de gargantas gritaron de entusiasmo al ver al  inglés retorcerse, aunque pronto callaron cuando pudimos observar como otros dos navíos se nos echaban encima.
Nuestras tres baterías supieron responder con furiosas andanadas que terminaron por rechazar nuevamente a los ingleses que se avecinaban. A uno de ellos le desarbolamos tras duro combate el mayor y el mesana, mientras que al segundo le hicimos bonitos agujeros en su  cubierta.
Pero los ingleses, como ya he dicho, no eran ni mucho menos mancos, y nos contestaron con rabia y odio, sin miedo ante nuestro mayor potencial.
     Desde mi posición, trataba de mantenerme firme ante cada andanada enemiga, cargando a ‘Mataherejes’ con poca convicción al principio y mayor acierto conforme veía más claro que iba a morir de todas formas.
     Me resistía a cada estampido que sonaba a ocultarme tras la batayola, mientras a mi alrededor escuchaba gritos y quejidos de compañeros cuando el metal enemigo destrozaba carne y huesos.
De vez en cuando desviaba la mirada de la boca del cañón y observaba al enemigo, oculto por el denso humo que nos rodeaba, disparando unos y otros a ciegas (afortunadamente evitábamos así a los francotiradores situados en las cofas), pero acertando al tocarse prácticamente nuestros penoles.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero sólo la desesperación y Somoleza, que me animaba constantemente, me impedían caer derrotado por el cansancio.
     “¡El San Ildefonso nos ayuda!”, gritó alguien, mientras, entre vivas y hurras, observamos como uno de los ingleses se retiraba muy dañado, y pude leer en su  popa que se alejaba entre el humo el nombre Defiance.
     Pero pronto, demasiado pronto, emergieron otros dos navíos herejes que, sin descanso, literalmente nos destrozaban.
     Al margen de las balas enemigas, que nos estaban diezmando, la jarcia se desprendía y, con gran estruendo, el mesana terminó cayendo, muriendo mucha gente en el castillo y salvándome sólo porque Somoleza me apartó en el momento apropiado.
     Eso era un infierno. Casi todos los cañones de cubierta estaban inutilizados, y tanto mi cabo como yo tratábamos de apartar muertos y aparejo inservible para que ‘Mataherejes’ volviera a ser útil.
Pero era imposible, nuestros enemigos (conté cuatro navíos, dos por banda) no nos daban tregua y sólo los cañones de las cubiertas inferiores los mantenían a duras penas a raya.
     De repente, los barcos enemigos se apartaron, quizás ante tanto castigo y para rematar a franceses o españoles menos combativos, aprovechando el momento nuestros mandos para apartarnos del fuego mientras el San Ildefonso, en las últimas, nos servía de escudo mientras se llevaba la peor parte.
Pero, para nuestro horror, dejábamos atrás a nuestro amigo cuando, un navío inglés de nuestro tamaño, inmaculado, terrible, y con apenas daños, se nos presentó mostrándonos todas sus portas abiertas.
     En ese momento el Príncipe navegaba trabajosamente, con un par de decenas de marineros tratando de despejar la cubierta y realizar las reparaciones oportunidad para, al menos, darnos una última oportunidad para regresar a Cádiz y dejar a los ingleses sin su preciado botín.
     El gigante inglés nos tenía a su merced y los pocos que quedábamos en cubierta estábamos definitivamente sentenciados, ya que la altura de ambas embarcaciones era pareja y éramos blanco fácil.
     Así, cuando me encontraba arrojando por la borda a un oficial sin cabeza y con la mano agarrando aún al sable, oí a Somoleza gritar “¡Santiago, cúbrete!”, escondiéndome tras la batayola mientras veía como el navío inglés de tres puentes, de pasada, nos soltaba una terrible andanada de metralla que terminó de arrasar la cubierta.
     Aunque estaba oculto algo me golpeó en la cabeza, viendo mi propia sangre deslizarse por mi pecho mientras todo se iba convirtiendo en oscuridad.
     A pesar del estrépito de los cañones, pude oír el  lamento y los llantos de los pocos, muy pocos, que sobrevivimos al brutal ataque.
     Tirado en el suelo, sintiéndome cada vez más débil, miré absorto a mi amigo Somoleza, sonriendo a mi lado, también tumbado y con un brazo por encima de mi espalda.
     Sus ojos delataban que ya estaba lejos, pero su gesto risueño parecía invitarme a la esperanza.
Así que me limité a sonreír también, a cerrar los ojos y descansar por fin después de ser testigo del Apocalipsis.

El final

     Sólo un terrible estruendo lograría arrancarme de una densa oscuridad, con un dolor insoportable en mi sien.
     Un marinero veterano me vendaba en ese momento la cabeza en el mismo lugar donde había caído.
     No sabía dónde me encontraba, y miré la desolada cubierta del Príncipe, ahora silenciosa y con varios hombres trabajando en ella para despejarla en lo posible.
     Somoleza ya no estaba allí, y noté cómo el buque insignia, remolcado por lo que parecía ser una fragata y rodeado por otros navíos maltrechos, se retiraba del campo de batalla.
La escena era desalentadora, con un sinfín de embarcaciones destrozadas en el horizonte que ofrecía una estampa que parecía un bosque quemado con sus árboles carbonizados.
     Una enorme columna de humo negro se elevaba desde uno de los navíos, el cual se hundía lentamente. Había volado por los aires. El viejo se limitó a seguir mi mirada y comentar “un barco francés. Pero qué más da”.
     Sin esperar mi respuesta se levantó y se marchó, y me dejó solo, y mirando las aguas donde reposaría el sueño de los buenos el gran Somoleza.
     Suspiré resignado y apoyé mi cabeza en la batayola, mirando el cielo , cubierto de nubes tan grises como mi ánimo, y deseé con todas mis fuerzas volver a Ceuta y reunirme por fin con mi esposa. Mi hijo podría ver a su padre.

 

© TODO A BABOR. HISTORIA NAVAL