Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Guardianes del azul profundo.

- Un relato de Javier Yuste González.
  • Dedicado con mucho cariño a todas las mujeres que aparecen en este relato, sobre todo a Patricia G. I. cuyos ánimos fueron los responsables de que este proyecto naciera.

El azul era rápidamente acuchillado por la borda en pos de un destino marcado, pero incierto para aquel que lo observaba fijamente. Allí, cubierto de rocío y sin prestar atención a la peligrosa niebla que los rodeaba sin compasión, se apoyaba con la mano derecha sobre el húmedo palo macho del bauprés, sintiendo como vibraba, al igual que toda la goleta, lleno de vida. Tanta vida le regalaba el mar que pensaba que de la madera iban a florecer esperanzas.

En cada cabeceo, se acercaba mas y mas hacia el azul, venciendo su propio miedo a ahogarse. Quería ver, quería escuchar. Esperaba encontrar la señal, tal y como le había dicho el patán de Sawyer, un indio medio brujo procedente de Nueva Orleáns, o eso decía él, queriendo inspirar algo de miedo. Le había confesado que en el fondo del mar cualquier hombre podría leer su destino. Él no es que le creyera mucho, pero sus sueños le obligaban a inclinarse mas y mas, rozando con sus labios la espuma salada. 

El cortante viento que los impulsaba le traspasaba como si fuera un espectro. Pero no lo sentía. Quería ver la señal y la vio llenándole de terror.

Grito de desesperación inundó sus oídos y la luz mortal, sus ojos. La bala pasó por encima del trinquete, cayendo tras la aleta de estribor. Pero él se quedó paralizado y sudoroso. La señal le retenía allí, sordo a las órdenes, impasible ante las maniobras, mientras delante, entre la niebla, se formaba una silueta oscura, dispuesta a despedazarles.

Segundo disparo. ¡Bracear y amarrar! El pequeño barco viraba desesperadamente hacia babor, norte cuarta noroeste. Nadie supo a donde fue a parar el nuevo regalito de aquel fantasma de la niebla, pero tampoco se quedaron para recibir otros mas certeros, o al menos esa era su intención. Le costaba coger velocidad y esos hijos de puta seguían escupiendo fuego. Muy altaneros debían de ser, disparaban de uno en uno. La verdad que muy poco les debía de impresionar la goleta. ¡Cabrones! Encima como de cachondeo con nosotros, que se vayan a la mierda.

Al fin reaccionó cuando se tensaron las lonas. El ruidoso viento se agradecía como música celestial, unida a la respuesta de los cañones de estribor. Se iban a enterar. Bueno, no tanto, ya que nos vamos de rositas ante un enemigo que ni le vemos. Maldita chusma.

Cogió el catalejo y puso su mirada en aquella silueta. No habían virado del todo, y aún así, dentro de aquel silencio interior, pareció haber transcurrido horas. Una eternidad de hielo. Corrió como pudo por la cubierta, tras dar un salto para alejarse del castillo de proa y resbalar por culpa de la húmeda madera. Refunfuñando y esquivando a los marineros llegó al alcázar. Allí le esperaba el capitán con su sonrisa de perro famélico. Otro tipo divertido como Sawyer, lástima que este podía arrancarte la piel si quisiera. Bárbaro y bruto y, además, poco aseado, diciendo algo bueno. Le producía una sensación de repugnancia, a la vez que de envidia. Un tipo como ese al mando de un barco de la Armada. Era imperdonable. Aunque claro, él no había llegado a su puesto por ser exactamente un compendio de virtudes, tal y como le expresó el presidente del consejo de guerra. Así que, en el fondo, no era nadie con derecho para criticar. Sería mejor mantener el pico cerrado, sobre todo cuando se ponían a beber. La lengua suelta nunca fue buena amiga para las relaciones de mando. Ya la soltaría cuando estuvieran en igualdad de condiciones, no antes. No hay que ser demasiado idiota, que el pellejo no vale nada, aún siendo oficial de aquel patético diablo.

A decir verdad, tenía que estarle agradecido. Ese hombre le rescató de las apestosas calles de aquel pueblecillo de pescadores. No sabía ni dónde estaba. Era incapaz de recordar como llegó a aquel sitio, aunque sí los motivos. Cada vez que se le venían a la cabeza se le saltaban las lágrimas. Cuanta vergüenza y dolor al ver como el navío de guerra en el que había navegado tantos años, desde que tenía memoria marinera, se iba a pique entre resplandores de infierno sobre el mar. Recordar como su lancha se alejaba hacia la oscuridad, de pie junto al timonel, le causaba tristeza. Fue el único oficial superviviente y aún no sabía si su acto, y el de aquellos hombres, fue de supervivencia o de pura cobardía.

Tras la humillación del consejo de guerra, que se celebró nada más ser recogidos en alta mar, vagó de pueblo en pueblo, de burdel en burdel. Siempre borracho como una cuba y rodeado de moscas. Esquelético y ladrón. Podría haber pasado una vida desde aquello, pero tan solo transcurrieron unos pocos meses. Seguía siendo infeliz, pero al menos ya iba recuperando la talla por la que los marineros le apodaban el gordito. También se había echado otra vez a la mar, al servicio de la Real Armada a la que sirvió con honor. Sin embargo, no pasaba desapercibido en los puertos por los que se dejaba ver, de vez en cuando.

Con la expresión aún desencajada por la señal, apuntó el catalejo hacia la masa letal que se iba haciendo mas lechosa en el mar neblinoso y, repentinamente, silencioso. La goleta estaba volando y cuando desapareció el enemigo, el capitán mandó silencio de proa a popa. Con las bocazas cerradas volvieron a cambiar de rumbo, pero, inexplicablemente, se ordenó poner las velas en facha. Las baterías de babor y estribor estaban nerviosas y aguzaban la vista y el oído. Se relamían los labios secos.

Blanco, como un fantasma miró, atónito, a Sawyer que estaba a su lado, sonriéndole. No se supo nada más del enemigo invisible. Tal y como apareció rugiendo, se esfumó en la niebla.

 

Ya habían pasado unos cuantos meses desde aquella extraña situación. Desde la señal. El sol caía a plomo sobre el acantilado negro, pero él estaba totalmente relajado. Flotaba en la agradable agua de mar, en aquella pequeña bañera tallada por el océano. Se agarraba con firmeza a los extremos de la roca plana para que la marea, en pleamar, no le arrastrara contra los salientes.

Sus ojos completamente cerrados. Totalmente ajeno al mundo. Solo oía el rumor del mar. Su querido mar. Las voces, las risas y los gritos de las chicas que saltaban sobre las rocas, en busca de lapas, cangrejos o algo que llevarse a la boca, a mucho menos de un cable de donde él se encontraba, no eran mas que sonidos que se perdían en la lejanía de otro tiempo, de otro mundo.

Un nuevo empujón de la marea lo sacó del trance y se dio cuenta de lo alto que ya se encontraba el sol. Salió de la “bañera” y tras secarse un poco con la toalla que le ofreció el marinero Andrés, un hombre con el que ya navegó antes del desastre, se vistió y juntos subieron la colina de menuda piedra negra.

El sonido agreste le invadió los oídos con un terrible zumbido, y los olores del campo se le metieron con fuerza por la nariz, entrándole un corto, pero intenso ataque de estornudos. El camino de vuelta se hizo demasiado fatigoso. Pasar por la colina sin la sombra de un solo árbol fue extenuante para ambos. Cuando encontraron algo de cobijo contra el calor, se percataron que aún quedaba mas de la mitad del trayecto y, a pesar de la hora, se detuvieron a descansar. El azul del mar era intensísimo, solo cortado por el rumor blanco de alguna ola. Se fundía con el cielo. Ni él mismo sabía donde empezaba uno y donde terminaba el otro. Y la brisa, juguetona y amable, bailaba con su cabello. Quizás fue la primera vez en la que fue un poco feliz desde hace ya mucho tiempo.

La sonrisa se borró cuando se reinició el camino de vuelta y, ya sin detenerse, se adentraron en la Villa de Bermeo por una de las puertas medievales que aún mantenía. Bajaron las empinadas calles y se acercaron al pequeño mirador coronado por la antigua fortificación de los Ercilla. Allí estaba como la última vez que la vio. En el puerto y llena de actividad. Sus mástiles brillaban al sol, haciéndola la dama mas bella, la mas veloz y la mas peligrosa a pesar de sus solo 12 cañones. Desafiante ante el antiguo navío de línea atracado a su vera, reconvertido en ballenero.

Sin duda, hacía ya tiempo que le reclamaban a bordo.

Seguido por Andrés, caminó por el atestado muelle, entre redes y pescados aún con ganas de saltar, en un aire empapado de salitre y pestilencias cuyo origen mejor no es indagar. Pasó por delante de una taberna de donde salieron a trompicones varios marineros con un sombrero de paja, en el cual mostraban una cinta con el nombre Patricia. Sonrientes y algo enrojecidos le saludaron, siempre bajo la atenta mirada de varios alguaciles que se habían personado en el puerto ante posibles jaleos. Uno a uno, fueron embarcando en la lancha, y por último él y Andrés. Ciaron lentamente la embarcación maniobrando con precariedad entre las traineras y demás botes, para terminar bogando lentamente hacia la goleta amarilla y negra.

Estaba terriblemente agobiado por la casaca. Incómodo hasta más no poder. Los marineros se le quedaban a veces mirando debido a su creciente nerviosismo. Él lo tomó con algo de indignación, pero no era razón como para reprocharles nada, quizás eran imaginaciones suyas. Igual seguía en el acantilado. ¡Que más hubiera querido! Ahora se disponían de nuevo a retomar su labor como guardacostas, vigilando, haciendo a veces de corsario, pasándolo bien o pasándolo verdaderamente mal. Pero sería en su querido mar.

En estos pensamientos pegó su última sacudida de incomodidad y la lancha abordó por estribor la goleta, en pleno desenfreno de preparativos. La pintura aún estaba fresca, las raciones de carne y los animales aún seguían sin estar embarcados; los tipos del astillero estaban siendo bastante duros para los negocios, los muy cabrones; así, muchas cosas mas. Todo desordenado y la cubierta llena de gritos de carpinteros y demás, entre correteos de algún que otro cadete. Un puro desastre para variar en la Real Armada. Por suerte, había algo que se agradecía: los voluntarios ya estaban en cubierta y trabajando como los demás. No llevaban ni dos horas ahí y demostraban toda su capacidad. Un auténtico golpe de suerte el tener a bordo bermeanos, buenos hombres de mar, sin miedo al remo ni a las tempestades, y mucho menos a las grandes bestias del océano.

- Alférez Urrutia, Señor, su presencia es precisada en la cabina del capitán –oyó a sus espaldas y de boca del joven guardiamarina Domínguez. Se le erizó el vello y dio media vuelta siguiendo en silencio al cadete hasta el alcázar, luego entró solo al interior. Le costó adaptarse a la oscuridad y, vacilante, entró en el pequeño recinto donde le esperaba una persona sentada ante una mesa llena de papeles y documentos. Estaba reclinado sobre la silla y su figura se perfilaba débilmente debido a que los escasos, aunque preciosos y alegremente decorados ventanucos de popa se encontraba medio tapados por las portas.

La silla se quejó cuando tomó asiento bajo la atenta mirada de Alex, el gato del barco, que en vez de estar en sus tareas, cazando ratas por la sentina y otros lugares, prefería rascarse la barriga en una esquina tras el cofre del capitán. Sus intensos ojos no se apartaban de él ni un solo instante. Había algo inquietante en su expresión. Aún no era capaz de aceptar que un animal pudiera estar mirándole como si fuese una persona, una aparición, intentando sondear en las sombras de su mente. Pero si solo fuese el gato, no tendría mas problemas. Delante de él estaba el capitán Barrenechea (aunque no lo era, no tenía tal graduación, era el comandante de la nave y le gustaba que le llamaran así, sobre todo cuando estaban en la cabina, cuya puerta blanca mostraba un letrerito de letras doradas afirmando que tenía tal rango). Tenía delante a aquel hombre que detestaba. Su odio creció día a día desde que vio la señal. Nunca le cayó bien, incluso cuando le enroló y le salvó, de alguna manera, su desechada carrera naval. Pero cuando bajaron a puerto aquel neblinoso sábado y vio lo que hizo con aquella pobre muchacha… Se le revolvía el estomago como en la peor tormenta con un timonel borracho. Derecho de Pernada, decía él. Los hombres eran conscientes de la situación entre sus dos oficiales de mayor rango, y los incomodaba, aunque preferían que se encargaran de sus problemas en privado.

Por su parte, a Barrenechea tampoco es que le cayera simpático Urrutia, sin embargo había algo en él que le era familiar. Cómo si fuera el mismo hace tan solo unos cuantos años. Cuando no era tan aborrecible y asqueroso. Cuando para él las Reales Ordenanzas se obedecían a rajatabla y su mayor pasión era la cartografía. A veces se quedaba pensativo, en la toldilla, mientras el mar los balanceaba, en aquellas lejanas sesiones de felicidad delante de un pergamino estudiando minuciosamente planos de tierras extrañas y desconocidas. Recorría con avidez la costa occidental de África, los recovecos del Caribe, las perfumadas trazadas de la India y del Mar de China. En su imaginación se presentaba en todos y en ninguno de esos sitios, dando relieve a aquellas cartas náuticas. Aunque mayor placer obtuvo cuando le designaron para una misión cartográfica. Él estaría en aquellos lugares recogiendo datos, para luego plasmarlos con la pluma sobre el blanco, creando una versión en miniatura de lo que sus ojos pudieron contemplar. A veces veía hasta los barcos navegando, siguiendo el curso de las costas que él mismo dibujaba.

Pero el ir a aquellos lugares es lo que le supuso esa extraña maldición que pesaba como una losa sobre él. No supo nunca como fue cambiando de forma, o se ocupaba de ocultarlo a su propia vista. Pasó de ser el guardiamarina mas parlanchín y simpático de la embarcación, de ser preferido del comandante, con el que pasaba muchas cenas y noches de luna contemplando el firmamento, a ser detestado por los oficiales y aborrecido por su protector. Incluso entre los demás guardiamarinas no era bienvenido. Trataban con él si era estrictamente necesario. De este modo, pero sin razón alguna o aparente, se convirtió en un pequeño fantasma odiado sobre y bajo la cubierta, incluso entre la tripulación. Debido a ese desprecio, se hizo fuerte y terrible, algo que para él era muy bueno. Fue a acabar amparado por un extraño ser de las tripas de la goleta: un triste y rencoroso marinero destinado a la verga del trinquete. Ese extravagante ser le inundó la cabeza de cuentos de las tierras del otro lado de la Mar Oceana, es decir, de las fértiles tierras de América; de monstruos capaces de tragarse el barco en el que navegaban como el que se come una oliva, escupiendo luego el hueso. Con ese viejo pasó multitud de horas, llegando a descuidar sus tareas, lo cual le acarreó no pocos disgustos.

Fueron tiempos muy amargos para el pobre Sancho Barrenechea. Ya no era feliz. Ni siquiera cuando hacía volar la imaginación con sirenas que se ofrecían descaradamente a satisfacer los impulsos de los marineros. Tampoco cuando dibujaba costas. Su interés se dirigió hacia lo más inmediato. Ya solo pensaba en violar indígenas y robar oro, tal y como le metió en la cabeza ese diablo cubierto de mugre, el cual solo recordaba tiempos de cuando era joven. Se convirtió en un completo monstruo al que solo apaciguó un dulce mujer.

En aquellos oscuros pensamientos, justo en el momento donde aparecería en su cabeza la imagen de aquel brujo indio llamado Sawyer, que siempre ha navegado a su lado desde aquel día en La Habana, volvió al mundo real.

Cosme Urrutia, ante el silencio de su capitán, comandante, o como demonios quisiera que se le llama a aquel alférez de navío, arañaba su única charretera, la de la derecha, con cierta indiferencia. Un movimiento de la uña por cada golpe en la cubierta realizado por algún carpintero. El calor dentro de la cámara había aumentado de tal manera que ambos hombres sudaban a chorros. El alférez de fragata Urrutia tuvo la tentación de desajustarse un poco el corbatín, pero, tras una serie de pensamientos fugaces sobre su conveniencia o no, prefirió seguir de la misma guisa.

Con esa actitud de hastío lo encontró Barrenechea tras volver de sus viajes mentales al pasado. Reparó en la oscuridad y se levantó para dejar entrar la luz dentro de la cabina. Cuando el día se hizo presente en la estancia, todos los labrados y figuras del interior brillaron con cierta intensidad, antes de apagarse ante los ojos de Urrutia, que los admiraba con placer. Una caída de algo grande, pesado, se hizo notar. El gato se lanzó del cofre sobre los recién iluminados azulejillos negros y blancos, ahí, tan pancho, para variar, mientras cazaba, con su agotadora mirada, una remolona mosca.

Urrutia sabía que dentro de poco su comandante abriría la boca para comunicarle algo importante o totalmente carente de interés. Seguramente otra nueva misión para la Patricia a lo largo de toda la costa norte peninsular. Otra misión de vigilancia de largo alcance. Otra tarea que aburría soberanamente al joven alférez. Aunque estaba en el mar de su infancia, el hecho de realizar la función de oficial en un barco destinado a ser guardacostas no le parecía digno para alguien perteneciente a una clase de hombres ilustrados salidos de las Academias de Guardiamarinas. A pesar de saber que él era de los peores que habían salido de ellas, y entre los que se incluía el propio Barrenechea. Esa función era mas adecuada para cualquier armador con una pizca de ansia, con un barco mercante algo decente y que guste de exhibir la bandera corsaria con el emblema de Su Majestad. Para él, la goleta Patricia era digna de navegar con grandes flotas de navíos de línea y cañonear a todo chulo de mar con el que se cruzara. Tal vez un poquito pequeña respecto a los tres puentes, pero sin temor a nada ni a nadie. Por alguna razón, sentía que él, su asqueroso comandante, la tripulación y aquel cuchillo de acero, roble, cabos y velas, se merecían mejores destinos. ¿Tal vez, la gloria? Posiblemente, aunque sin pagas ni pensiones, como siempre.

El comandante carraspeó un poco para que Urrutia le atendiera. Sin protocolo alguno le ofreció una carta arrugada. Sancho Barrenechea no era muy amigo de las ceremonias estúpidas y de la cortesía. El alférez entornó los ojos para poder leer mejor aquella caligrafía y rápidamente se saltó el primer párrafo lleno de exaltaciones y demás blablabla. Fue directamente al meollo de la cuestión. Al parecer un corsario llamado Mariano Vidal, comandante de una corbeta de 32 cañones, con franja blanca transversal, y con un radio de acción en la costa norte y Atlántico, se estaba pasando de listo y atacaba a mercantes bajo el pabellón de fondo amarillo y dos barras rojas paralelas. No era más que un nuevo caso sobre un pececillo que quiere morder más allá de lo que debería, y que no aprovecha las posibilidades ventajosas de un uso correcto de su patente de corso. En resumidas cuentas, y tal como pensaba el joven oficial: un completo idiota.

El nombre del barco le trajo a la mente gratos recuerdos: Flor de Sevilla. Al releerlo sonrió ampliamente.

Ahora entendía a la perfección el trajín que se llevaba el comandante con todos los víveres y materiales que se subían a bordo. Era costumbre en aquel barco que, aunque era guardacostas, no se saliera y se volviera el mismo día, si no que se pasaban semanas en la mar, incluso dejando de divisar tierra en multitud de ocasiones. El proveerse de la suficiente aguada, de carne seca, bacalao salado, queso y de abundante vino para darle la ración diaria de un litro a la tripulación, entre otras cosas y pertrechos, era mas que necesario.

Por alguna extraña razón, Urrutia se olía que la Flor de Sevilla estaría en alta mar en aquellos momentos. Aunque, a la vez, tenía la sensación de que estaba esperándolos. Según la orden e informe, la última vez que se le vio fue en la ensenada de Ontón. Muy al descubierto y al lado de la bahía de Bilbao.

Ahí estaban las órdenes: apresarla, destruirla, quemarla o hundirla. Aunque al haberse convertido el tal Mariano y su tripulación en piratas hacía que viniera implícita la orden de apresarlos vivos para penarlos como se merecía cualquier “ladrón de mar”. La verdad es que la cosa iba creciendo en interés para Cosme.

- La goleta Áurea del amigo Lucero se nos unirá cuando lleguemos a una determinada coordenada al norte de la bahía de Bilbao, o ese es el plan inicial, aunque es posible que se reúna con nosotros mucho antes – informó Barrenechea buscando entre la jungla de papeles que tenía sobre la mesa. Era increíble como podía encontrar lo que quería en ese revoltijo. Genial, un barquito comandado por un borracho y putero nos va a servir de carabina, pensó Urrutia malhumorado.

- Solo dice cuatro cosas sobre la presa. Lo que más me preocupa es su capacidad de fuego. Tiene 32 cañones de cuyo calibre nada sabemos. Nosotros tenemos 20 menos, y la ayuda de la Áurea tampoco va a ser suficiente.

- Tranquilícese Urrutia. Un hombre con vuestro historial a las  espaldas debería saber que los números de cañones no cuentan.

Estoy muy tranquilo, no vaya a creer, pequeño sopla… cerró los ojos y abrió la boca.

- Es que esta orden es demasiado sucinta. No sé como no hay más información sobre este barco. Ha sido artillado por Su Majestad.

-¡Bah! El que se haya artillado a costa del Tesoro no quiere decir que los jefes nos lo den todo hecho papillita. Además, así, cuando nos topemos con ellos, la sorpresa será agradable. La cuestión es que hay que reiniciar las prácticas de tiro cuanto antes – el alférez de fragata Urrutia asintió con la cabeza. Compartía la misma preocupación. Los hombres se habían convertido en una banda de ociosos y lentos, y esto podría traerlos factura-. Las iniciaremos esta misma tarde, así que haga el favor de que se enteren todos. Que se preparen los sirvientes, artilleros y cabos. También que se boten al agua unos cuantos barriles. Tal y como siempre, no creo que tenga que darle indicaciones.

- Sí, mi comandante – susurró el joven Urrutia releyendo la misiva y esbozando una sonrisa.

Barrenechea se le quedó mirando.

- Ya veo que le agrada la misión, alférez – dijo Barrenechea mirándole directamente a los ojos, ya que sabía a la perfección que eso le incomodaba a su subordinado.

- Solo es otra misión mas, Señor – replicó intentando darle un tono de indiferencia. Para nada quería que ese tipejo se enterase de los motivos de su sonrisa cuando leyó “Sevilla”. Además, tampoco es que se fuera a confesar. Padre, tengo que confesarme, líbreme de mis pecados. Aquello sí que sería gracioso, ya  que no lo sabía ni el capellán de a bordo. No iba a dejar que ese triste individuo fuera a controlarle hasta lo que pensaba, y mucho menos uno de sus mas felices recuerdos.

- Bien, guardaros vuestros secretos. Seguro que era algo aburrido, o quizás no. ¿Alguna fulana que conocisteis por Sevilla? Una de esas de que cuando se dice “buenas noches” se abren de piernas, ¿no?

Rápidamente Urrutia se puso rojo de ira. ¿Por qué no os metéis los cimbreles de toda la tripulación y de parte de la guarnición por la boca, Señor? Maldito bastardo con cara de perro asesino. En ese momento, habría sido capaz de degollarlo, pero no lo hizo. Tú tiéntame mucho, pajarillo, que cuando te llegue la hora, ya me encargaré de ti. Fulana será tu madre, advenedizo. Pero, ¿cómo había relacionado lo del nombre de la corbeta con un pasaje de su vida? Sus ojos despedían fuego y Barrenechea se deleitaba. Sabía de sobra que el alférez sería incapaz de hacerle nada.

Recapacitó y se tranquilizó.

- Al menos, yo no tengo que ir violando mujeres, ni comportándome como un asqueroso animal, no como otros integrantes de la Real Armada, ¿no creéis?

De repente, un escalofrío recorrió las espaldas de ambos hombres. Un golpe seco en la puerta de la cabina y asomó su cabeza Sawyer.

 

Ya estaba todo a bordo. Cada cual en su puesto.

Soplaba un buen viento para salir a la mar y dejar atrás los días entre las gentes de Bermeo. Todavía algunos apuraban los últimos minutos para despedirse a grito pelado desde la goleta a los que estaban en los muelles y embarcaciones pesqueras agitando los brazos.

- Señor O´Sullivan, leven anclas – ordenó con mucha seriedad el comandante Sancho Barrenechea al contramaestre.

El oficial de mar irlandés cogió su silbato de plata y anunció la orden. Rápidamente, un txistu empezó a sonar sobre el cabestrante que iba girando por la fuerza de varios marineros e infantes de marina. ¡Vamos muchachos! El ancla empezó a subir a la superficie permitiendo a la goleta salir a su medio.

Se desplegaron el velacho, los foques y demás velas de cuchillo, además de la cangreja y escandalosa. Se braceó para que el viento las hinchara y permitiera una salida limpia. La brisa era maravillosa y los despedía o los daba la bienvenida, eso era según el criterio de cada cual. Cosme Urrutia sentía pena por alejarse de aquella playa de piedras negras y de las chicas con la falda remangada, con sus pies descalzos sobre los escarpados, con sus cuchicheos y sus sonrisas hacia aquel extraño loco que se bañaba allí. Ahora sentía que había perdido otra oportunidad de otra vida.

- La trinquetilla también, por favor.

Fue el último momento para despedirse, ya que se abrían las puertas del azul profundo. El bello mascarón de proa ya volaba sobre las olas.

 

A la sombra de la cangreja, en la toldilla, Cosme Urrutia dejada a la deriva su mente mientras bordeaban el Cabo de Matxitxako, ciñendo el viento por la amura de estribor. De vez en cuando, se quedaba mirando la blanca estela que dejaban tras de sí. Qué extraño se había sentido cuando el indio entró en la cabina. Era una sensación que no le angustiaba desde que era un chiquillo guardiamarina de 16 años, pero, ¿dónde fue la última vez? Buceaba en su cabeza en pos de un suceso olvidado por alguna razón. La angustia fue creciendo en su interior.

Con paso firme, abandonó la toldilla, pasó por el alcázar, el pasamanos y llegó al puente de proa, recibiendo saludos de desde el piloto, pasando por timoneles, artilleros, algún cadete, pajes, grumetes y un sin fin de hombres hacinados. Todos llevándose la mano al sombrero. Era la hora de descargar algo de líquido. Bajó al beque y orinó. Siempre que estaba allí se sorprendía de cómo podían hacer todos sus necesidades a escasos metros de la espuma del mar. Por suerte, él, al ser oficial, obtenía el privilegio de hacerlo bajo un pequeño toldo ubicado a estribor; pero lo utilizaba cualquiera que fuera y viera que estaba desocupado, disfrutando de unos minutos de intimidad. En ocasiones, le gustaría tener el beneficio de usar la letrina del comandante en la cabina, sobre todo en los días tormentosos.

Guardándose mucho de no caerse al agua y de ser el hazmerreír de la tripulación, se sentó sobre las maderas del beque deleitándose con la figura del mascarón de proa. Aquella a la que debía su nombre la goleta. Una pequeña gota de arte blanco. Una mujer de rostro fino y de cabellos rizados por el viento, con los brazos extendidos como queriendo volar sobre las tempestades y las olas, mientras la brisa trataba de quitarle su ligero camisón de roble, blanco, como todo ella. Queriendo escapar y ser libre.

En ocasiones se preguntaba como sería aquella verdadera Patricia. El verla le hacía recordar a la que conoció y llegó a querer y proteger con su vida. Una chica dulce y preciosa que le otorgó el privilegio de su amistad y de su cariño. Aún recordaba aquellas tardes con ella, en las que era totalmente feliz, rodeados de felinos de diferentes tamaños y comportamientos que lo hacía estornudar hasta mas no poder. Su risa aún sonaba en sus oídos, venciendo al rugido del mar que pasaba a sus pies. Cuantas cosas podría decir de ella y, sin embargo, en su cabeza no podía ordenarlas. Era como una luz en la oscuridad de su vida. Lloraba a veces al recordarla.

Le parecía increíble como el Destino podía unir a las personas. Y es que la conoció de la forma que menos se esperaba. Solo por el hecho de acudir a un sitio, a una determinada hora, sin mas. Recordaba que se sentía perezoso y sin ganas de moverse y menos ir hasta aquel alejado punto; pero acabó yendo, recibiendo una de las mayores alegrías de su vida, aunque, sea dicho, no se dio cuenta hasta pasados unos días. ¿Una auténtica casualidad o todo ya estaba trazado y escrito? Quería creer en lo segundo. Es más, ella le hizo creer en que el Destino estaba ya fijado por una fluida pluma sobre el pergamino de nuestras vidas. Aunque, por suerte, siempre dejaba espacio entre los renglones para poder escribir algo de nuestro puño y letra.

Pensaba que él había sufrido en su vida, pero ella lo había pasado aún peor. Al menos, eso pensaba. El acabó haciéndose fuerte en algunos aspectos, pero el saber lo que le había ocurrido le golpeaba de tal manera que hacía su propio dolor pequeño, insignificante, ante las lágrimas que recorrían su fino rostro.

Por eso le resultaba repugnante el hecho de descubrir miembros de la tripulación masturbándose debajo del bauprés tocándole los pechos al mascarón, como si fuera una vulgar prostituta. De esos degenerados ya se encargaba él luego, sí. A mas de uno le dejó sin ganas de usar las manos durante un buen periodo de tiempo. A su ángel blanco nadie la tocaba.

Como tampoco a aquel ángel de color turquesa que le iluminó y le amó en Sevilla. Su nombre le llegó como una canción rodeada de una dulce brisa, acariciándole sus labios.

 

Que par de idiotas con casaca azul y encarnados. Me encanta que les produzca esas sensaciones cercanas al terror. Así es como se relamía Sawyer o “Soyer”, como le llamaban todos, intentando pronunciar correctamente su nombre. Reía enseñando sus caninos mientras recordaba las caras que le habían puesto los dos oficiales, aquellos dos que se odiaban y se rechazaban tanto como podían, al verle asomarse en la cabina del comandante. Esos que se conocían desde hacía años sin saberlo, desde aquella noche en esa maldita plantación cerca de La Habana. Cuando los dos eran aún muy jóvenes y asistieron a un acontecimiento que olvidaron, cosa que él no hizo. Por ello iban a pagar caro. Por eso les hizo ver la señal. Barrenechea negaba que hubiera visto la señal, al igual que Urrutia, pero él sabía que la habían visto. Él se había encargado de que sucediera. La tenían grabada en el cerebro gracias a él y, con ello, conseguiría su venganza. Ya solo quedaban esos dos para completar el círculo.

Esas eran sus únicas preocupaciones. Solo esas, mientras realizaba los trabajos encomendados, como ahora, terminando de colocar a una cabra en el parque de ganado. La muy espabilada se había escapado y paseado por medio barco perseguida por todos cuando se procedía a partir del puerto. Vivía exclusivamente para acabar con aquellos que asesinaron a su Amo, a don Ricardo de Miravalles Thomson, en aquella noche de verano. Unos asesinos vestidos de casaca.

Le arrebataron al único hombre al que tenía aprecio y que le trató bien, aún siendo un indio en una sociedad de blancos. Aquel tipo bajito de peluca empolvada que tanta gracia le hacía y que tanto interés tenía en su persona. Que le daba de comer y le vestía, además de enseñarle un montón de cosas que le eran desconocidas a la mayoría. Aquel que le rescató de las garras de aquel maldito francés que le dio el nombre Sawyer y que lo vendió a Miravalles como el hijo legítimo de un brujo de alguna de las tribus de salvajes del norte. A decir verdad, no tenía la más mínima idea de si eso era cierto. ¿Indio? Seguro, por descontado que no había la menor duda, pero lo demás… váyase a saber. Cuando ocurrió aquello, no era más que un niño de tez morena y de cabellos increíblemente largos. Si fuera brujo, sería por las enseñanzas de su querido maestro, aunque, claro, a su alrededor, desde que tenía memoria, siempre habían ocurrido cosas extrañas y, según Miravalles, místicas y terribles. También aprendió algo de los esclavos negros.

Recibía lecciones llenas de alusiones a las estrellas, a los antiguos dioses y a ritos extraños. Aparte de conocer el mundo de los animales y la flora y el manejo de embarcaciones. Mientras sus conocimientos fueron creciendo, su maestro iba menguando, convirtiéndose en una triste sombra de lo que una vez llegó a ser. Recuerda bien como llevaba los pesados volúmenes del color tierra, desgastados por todos los lados, rebosantes de ciencias y demás, por las calles de Nueva Orleáns cuando el anciano ya no podía cargar con ellos. Eso era algo que le apesadumbraba por que se daba cuenta de lo mayor que se estaba haciendo. Cuántos años y no sabía apenas nada. Llevaba perdida la batalla de la sabiduría contra el reloj de arena.

Fueron años en los que su maestro se ganaba el pan de los dos dando pequeñas lecciones a niños criollos y repelentes que se reían de Sawyer. Sin embargo, aquel al que llamaban burlonamente piel roja no les guardaba ningún rencor, sólo una profunda pena. Él se daba cuenta perfectamente: por mucho que se luchara y se aprendiera, el mundo estaba a rebosar de imbéciles. De personas carentes de cualquier rasgo de inteligencia y, desgraciadamente, de bondad hacia los demás.

Se acercaban ya los últimos días de vida de su maestro. Fue entonces cuando viajaron a la isla de Cuba al ser invitados a una plantación de un viejo amigo y colega de Miravalles.

Los acontecimientos desde que bajaron por la pasarela del paquebote se precipitaron y no era capaz de encuadrarlos. Tenía un gran puzzle en la cabeza que terminaba con aquel disparo de pistola sobre el pecho de su Amo. Curiosamente, recordaba los nombres de todos los  presentes en aquel duelo, en un claro iluminado por la luna y antorchas, rodeados de caña de azúcar. Por alguna extraña razón, su tranquilo Amo había insultado a un miembro de la Real Armada y eso no iba a quedar impune, a pesar de que ya contaba con casi ochenta años a sus espaldas, llenos de sabiduría y paciencia.

Amarga fue la noche y los días que siguieron. Aún duele la herida, en el mismo lugar por el que se le escapaba la vida a su maestro, ensuciando de sangre su camisa y el fértil suelo. Lloró desconsolado en silencio, mientras planeaba esa venganza en la que aquel pobre viejo no creía. Curiosamente, cuando paseaba su tristeza por el puerto fue presa de un piquete de leva y acabó siendo parte de la marinería de los barcos atracados en la bahía. Todo un golpe de suerte, ya que a partir de entonces conviviría con aquellos que eran objeto de su odio.

Ahora, solo quedaban dos. Los dos oficiales de la SMC Patricia: don Sancho Barrenechea Maruri y don Cosme Urrutia Paternain. Los demás también fueron testigos de la señal y acabaron sus días temerosos de todo. Algunos tuvieron suerte y murieron por la metralla enemiga, otros no alcanzaron un fin tan glorioso.

Cuando sucedió el asesinato, eran un par de muchachos. Guardiamarinas aterrados, pero cómplices al fin y al cabo. Eso no les iba a salvar, y antes de morir, iban a recordar todo y las sombras de sus mentes ya se estaban en movimiento.

 

Don Juan Álvarez, piloto de derrota y barbateño por añadidura, con un acento que no lo entendía ni la madre que lo trajo al mundo, intentaba hacer los cálculos para determinar la situación exacta donde se encontraba la Patricia. Se habían alejado bastante de la costa. Ya no era más que un rumor en la lejanía. Algo inexistente. El tiempo era agradable y no tenían ninguna prisa aún para reunirse con la pequeña Áurea, así que las velas estaban en facha y casi todos en la cubierta haciendo prácticas de tiro.

Miraba de reojo al guardiamarina Domínguez. Sentado en la cubierta de la toldilla, con las piernas colgando sobre el alcázar, pasaba todo el día dibujando, cuando sus labores se lo permitían, y era extraño que se hubiera librado de las prácticas de tiro. Algo dijo el matasanos de a bordo sobre nosequé tenía el muchacho. El niñato era un auténtico artista. Tenía montones de papeles garabateados donde se podían ver costas, barcos, hombres, animales marinos y aves. En aquel momento, se dedicaba a esbozar a un cormorán a babor que se daba unos viajes al fondo en busca de un desprevino pececillo, totalmente ajeno a estruendoso y molesto ruido de estribor. Ninguno de esos cabrones de la cubierta eran capaces de disparar de una forma ordenada.

Los cañonazos nunca le perturbaron para hacer sus cálculos. Le molestaba mas los guardiamarinas. A él no le habían hecho nada en particular, pero es que era piloto. Un puesto fundamental en todo barco y terriblemente despreciado por toda la oficialía, y una de las razones era la existencia de los guardiamarinas, que en sus academias iban adquiriendo conocimientos y alcanzaban el grado de oficiales de guerra. Era injusto, sobre todo cuando los requisitos para entrar en las Escuelas de Mareantes eran mucho mas exigentes para los pilotos. Para entrar en las Academias solo había que demostrar ser hidalgo, sin embargo Álvarez tuvo que sortear mas obstáculos. Para ingresar en los Seminarios era preciso ser español, y tener entre ocho y catorce años. Los aspirantes debían ser blancos. Los mulatos, negros, gitanos, herejes, judíos o penados del Santo Oficiono podían ingresar. Los padres no debían ejercer oficios viles. Como profesiones viles se entendían las siguientes: verdugo, danzante, corchete, buñolero, lacayo, pastelero, mozo de mulas, bodegonero, pregonero, dueño de tienda de frutas, comediante, alquilador de coches, caballos y mulas, pescadero, zapatero, talabartero, tabernero, ropavejero, carnicero, vendedor de mondongo, matarife o jifero... Los aspirantes a piloto embarcaban para sus prácticas y eran llamados “meritorios de pilotaje”, considerados como marinería común. Para ser pilotín debían superar una serie de pruebas, tales eran el haber hecho tres campañas de navegación en Europa, un viaje redondo (ida y vuelta) a América y la realización de un examen. Para ascender a segundo piloto se volvía a exigir el examen.

Es decir, una autentica mierda.

Cuando escribió la posición exacta donde se hallaban, la goleta volvió a temblar y vibrar sobre sus pies como si fuera el fin del mundo mientras se rascaba la patilla. 43º39´44” Norte, 2º50´46” Oeste. Que tranquilo estaba uno en la toldilla.

 

Los ojos se le salieron de las orbitas a Sancho Barrenechea cuando vio su reloj. No sabía si estaba borracho o en un sueño. Tres minutos habían tardado en hacer la maniobra de la carga y disparo de los cañones. Estuvo a punto de sacarse las tripas por la boca maldiciéndoles. ¡Atajo de incompetentes! Por su parte, Cosme prefirió no comentar nada. Sabía que esos hombres cuanto más se les gritaba, era peor. Tal vez los gritos fueran menos si alguna de las brigadas hubiera acertado a los barriles que se iban alejando poco a poco hacia el sudoeste.

-Alférez Urrutia, encárguese de la maniobra –vociferó el comandante-. Creo que tendrá que enseñarles a disparar –cruzó los brazos en signo de su mayor enfado.

Lo que había hecho suponía mas humillación para los cabos de brigada, artilleros y asistentes, muchos de ellos de experiencia demostrada tanto en mar como en puesto de costa. Y para los cadetes encargados de la maniobra, por no decir ya para el condestable Esteban Berasategui, que le miró de reojo y avergonzado a pesar de todas las batallas que llevaba a sus espaldas. No era más que decir, ¿os tengo que enseñar todo, patanes? Y si mandó al segundo oficial de la goleta era para eso, y dejarle también como objetivo del resentimiento de la tripulación, no se lo iba a tragar todo el comandante, claro…

Sin embargo, los resultados de aquella tarde eran lamentables.

Cosme Urrutia ocupó el puesto de oficial en el cañón primero de estribor desde la proa. El cabo le dio el punzón, el cuerno y la llave de artillería con un rostro humillado y rojo de indignación. Al verle la cara, se vio a sí mismo cuando era un crío y le recriminaban. Lo que mas odiaba es que le llamaran “necio”. Ese hombre se sentía así.

Lanzó un largo suspiro y se quitó el sombrero. Se pasó un pañuelo por la frente para quitarse el sudor que le abrumaba y que le quitaba alientos de vida.

- Bien, muchachos, iniciamos la maniobra a la voz de ya como si acabásemos de disparar hace unos segundos, ¿entendido?

- ¡Sí, señor!

- ¡Ya!

La lanada, salió como un rayo del cubo de agua sucia y refrescó el ánima del cañón. Vamos, vamos. Se limpió rápidamente con el cepillo. El paje de la pólvora entregó el cartucho. Se atacó. ¡Bala rasa! ¡Atacada, señor! ¡Taco! Casi todo era automático en aquellos hombres. Casi todo sobraba de decir. Tan bien como pudo, Cosme introdujo el punzón por el oído del cañón, perforando el cartucho; cebó y miró por la tronera. Al fondo, ya muy al este, los barriles. Con movimientos de su mano derecha, con la palma extendida, dio órdenes de mover con los palanquines y los pies de cabra el gran monstruo negro. Cuando se estacionó en el punto exacto, todos estaban apartados y dos de ellos preparados para detener el retroceso. Alargó la llave de artillería y el cañón se encabritó escupiendo muerte dirigida hacia madera alejada por la corriente.

Dos minutos, diez segundos tardó toda la batería de estribor en descargar.

El haber acertado al barril fue como otra bofetada para aquel oficial de brigada con las patillas cubiertas de canas.

 

Seguía el movimiento del barco clavando la vista sobre la madera que pendía sobre su cabeza. No podía dormir. Estaba con los ojos abiertos, incapaz de hacer otra cosa que sentir la marea sobre su coy. Volvió a oír el tañido de la campana anunciando el cambio de guardia, una enésima vez mas, otro giro de la ampolleta de arena. No es que se sintiera abrumado, no. Sin embargo, algo le estaba recordando el pasado. Un extraño murmullo que le llegaba a los oídos desde algún punto lejano de la goleta. No quería levantarse. Podrían ser simples maquinaciones de su mente. Ese susurro en la noche solo lo oía él. Una voz que le transportaba a otros tiempos cuando paseaba bajo el sol sevillano presumiendo de uniforme. Entonces tenía 19 años e iba acompañado del brazo por una joven dama de cabellos oscuros, iguales a sus ojos, vulgares según ella, llenos de la dulzura perdida de centenares de mujeres que cambiaron su corazón por una lisa y gris piedra. Unos ojos brillantes sobre el turquesa de su vestido y bajo los bucles que caían como una cascada sobre su adorable faz, los cuales no dejaba de admirar cuando culminaban sus acciones amorosas. Mientras la llamaba por su nombre... Carmen... Quizás fue la última vez que amó de esa manera.

Cerró los ojos y se dijo que era mejor no seguir por sendas que le acabarían calentando la cabeza y otros puntos del cuerpo. Sin embargo, el murmullo seguía con él y le arrastraba aún más al pasado. Pronto se vio rodeado de caras extrañas, irreconocibles en un principio. Todos vestidos de uniforme, salvo un anciano de peluca gastada. Alguien o algo le musitó La Habana. Tenía 16 años. Un escalofrío le recorrió el espinazo. Pensaba que aquel suceso había sido enterrado por capas de vergüenza, pero seguía latente. Un disparo inundó su cabeza como si se precipitara al mar y el viejo se derrumbó, herido de muerte. De la escena se le quedaron grabadas otras dos cosas: la sonrisa de perro de Barrenechea vistiendo un uniforme de guardiamarina, como él, y la mirada de odio de un rostro oscuro. Era Sawyer. El indio era el sirviente de aquel que recibió la bala cobarde disparada por una pistola que todos sostuvieron, aunque no recordaba por qué lo hicieron. Eso último escapaba a su razón y memoria. Era Sawyer, el ser terrorífico que navegaba con ellos.

Urrutia tragó saliva.

Pero esto no se quedó ahí. El murmullo se hacía mas intenso. Ahora apareció una escena completamente diferente. Sin embargo, los protagonistas estaban totalmente definidos. Una larga cabellera de precioso metal áureo. Era Patricia. La chica que le devolvió la sonrisa cuando mas solo se sentía. Aquella a la que prometió proteger contra todo aquel que osara intentar hacerle daño. Un rostro angelical sobre la tierra y que le ayudaba a seguir adelante, haciéndole ver que valía la pena. A su lado apareció la mujer de los cabellos oscuros y dulzura en la mirada. Las dos estaban llorando, abrazadas. Barrenechea estaba a su lado.

El alférez gritó en la oscuridad de la camareta despertando al tercer oficial, Alejo García, y al condestable Esteban Berasategui. Su grito se unió al de ellas. El recuerdo de La Habana volvió a ser enterrado. Solo esto último permaneció de su vigilia, como una quemadura.

La señal se le apareció de nuevo. Ya sabía qué debía de hacer, pero no sabía cuándo ni dónde. Solo sabía que esta se le volvería a revelar cuando fuera oportuno.

El murmullo le taladró el cerebro. Acabó creyendo que su ángel blanco y turquesa habían sido humilladas por Barrenechea. Un fuego comenzó a arder en su interior. El odio primitivo que sentía hacia aquel despojo de la Marina era una minucia con lo que se retorcía en las entrañas en aquellos momentos. Había sucedido. Todo aquello aconteció, lo recordaba.... Lo había visto e iba a acabar con el problema. Lo mataría.

 

Maldita sea, musitó para sí mismo el oficial Alejo García. El grito de pesadilla le despertó. ¿Cómo no le iba a despertar? Estaba durmiendo plácidamente en su coy al lado de Urrutia. Por suerte, también levantó al condestable, que roncaba en otro apartado. Los guardiamarinas jóvenes, seguían a lo suyo. Era increíble como se habían adaptado a dormir en aquellas condiciones, ya que él tuvo que desesperar para conciliar el sueño desde que tenía la misma categoría que ellos, en una pequeña ciudad flotante con ruidos por todos lados: desde el susurro del mar, pasando por la campana y llegando a las ventosidades. Totalmente desagradable.

Haciendo un pequeño favor, le trajo a su amigo Cosme una taza con un poco de agua para que se quitara la sensación tan extraña que tenía en la boca. Buen grito, por suerte, no se enteró casi nadie. Arriba, en la cubierta nadie había reaccionado.

Cuando se volvió a colocar sobre su hamaca, sintió de nuevo el dolor o molestia. No sabía como definirlo. No se parecía a ninguna sensación desagradable y fuerte, pero tampoco a una ligereza sobre el cuerpo. Lo sentía en las rodillas. Sabía que era la humedad que estaba acabando con él. Por suerte, en tierra se deshacía un poco de ella, pero otra vez estaba enclaustrado en el mar. No, mejor dicho, en aquel guardacostas.

Él tenía sueños de gloria mas allá de la simple patrulla y, viendo como estaba su cuerpo, deseaba más que nunca estar en un gran navío de estos que se dejan todos los palos y mueren sus ocupantes. La culpa la tenía su falta de ambición desde el inicio de su carrera naval, y así acabó en una goleta bajo las órdenes de dos tipos embroncados entre sí. Solo tenía que haberse esforzado un poquito más y podría estar ahora combatiendo contra flotas inglesas en Dios sabe dónde.

Su enfermedad no era, para nada, motivo para abandonar la Marina. Había gente mutilada que trabajaba como el primer día. Pero tampoco quería ver como, aún joven, su cuerpo se volvía inútil. El ser traspasado por una bala era su anhelo. Nada de quedarse sin piernas o sin brazos, morir. Que las pensiones no las daban a cualquiera. Quería morir con algo de gloria, la cual, dudaba que encontrara entre esas cuadernas.

No era para nada ganas de suicidarse. Eso iría contra su familia y su honor. Él también tuvo una vez gente que se despidió de él desde una lancha, como había ocurrido con el guardiamarina Domínguez.

Ojalá encontrara el camino.

 

Tenía que estar ahí, entre esa montaña de papeles. Maldita sea su manía de no ordenar los papeles, luego pasa lo que pasa. Ya empezaba a sudar. Lo había visto mientras hablaba de la nueva misión con su segundo. Lo vio con el rabillo del ojo cuando un débil rayo de luz atravesó la cabina, descubriendo un nuevo mundo sobre la oscuridad, lleno de matices etéreos y frágiles.

Su enfado se avivó hasta el punto de lanzar todo lo de la mesa al suelo. Cartas náuticas, el compás, la brújula, su pistola... suspiró y pegó su frente a la tabla con las manos aferradas a un papel. Lo notaba arrugado y castigado por el tiempo. Levantó la mirada y ahí estaba. La letra le iluminó la mirada y volvió a sonreír como un ser humano y no como un perro de guerra.

Allí estaban las últimas líneas que le envió hace ya mucho tiempo la única persona que había creído en él y que no pensaba que era un simple y atroz asesino. Le hizo creer que sus manos no eran garras manchadas de sangre. Ella le ayudó a cambiar durante el breve tiempo que estuvo con ella. Aquel en el que estuvo a su lado tremendamente enamorado. Aún su corazón se encabritaba por ella, pero ya nunca la volvería a ver. Por eso había vuelto a ser un animal con fauces que despedían el hedor de la Muerte. Por sus mejillas corrían silenciosas lágrimas.

Ainhoa, aquella chica que vivía tras las alturas que dejaban atrás el Señorío de Vizcaya, le tendió la mano y las tinieblas de su corazón y de su conciencia desaparecieron. Todo aquel sufrimiento se desvaneció entre el aliento de sus preciosos labios. El pasado de niño asustado y con demasiadas ansias de agradar para que no le hicieran daño quedó atrás, al igual que su ansia de sangre que le invadió cuando, no sabía por qué, era un joven guardiamarina. No, sí lo sabía, fue en La Habana, cuando vio como asesinaban a ese viejo indefenso. Cuando sintió el poder de dominar la vida.

Cuando la conoció, sufrió un cambio extraño. Fue la primera vez que hizo bien desde que ocurrió aquel suceso en Cuba. Que ayudó a alguien. Ella se lo agradeció con un fuerte abrazo que le dejó sin palabras. Aquel cariño era desconocido para él y, mientras ella le hablaba, se sentía otro, diferente. Era feliz. Por una vez encontró un mujer con la que quería pasar toda la vida y tener familia. Era un sentimiento desconocido.

Fue un viernes cuando se atrevió a enviarle un mensaje. Solo encontró el valor de revelarle su amor mediante un escrito. Durante el fin de semana pensó que había cometido un grave error. Ella no le respondía y en todas las anteriores comunicaciones que habían tenido, su replica no se había hecho esperar. Estaba terriblemente preocupado.

Sin embargo, llegó el lunes y, casualmente, se cruzó con Ainhoa por las calles y le dijo que al mediodía hablarían en la escalinata del edificio donde residía. Justo después, encontró en una mesita de su habitación la respuesta con un criado que llegó dos días tarde.

La muda piedra, bañada por las cristaleras de reflejos de miles de colores, fue testigo de aquel encuentro. La tenía delante, con una dulce sonrisa que a veces se le escapaba. No sentía tanto miedo desde que era pequeño. Se sentía aterrado, peor que en una batalla.

- Yo... Yo os amo. – Bajó la mirada al suelo, enrojecido por su tartamudez en los momentos críticos.

La sonrisa volvió a aflorar en su rostro mirándole con toda la dulzura que podría despertar un ser tan maravilloso como ella. Pero también apareció la tristeza.

- Sancho, estoy prometida. Creía que lo sabíais...

Sí, de alguna forma ya lo sabía. Siempre llegaba tarde, incluso al amor de su vida. Aquello no lo destrozó, no. Lo asumió queriéndola aún mas. No pudo enfadarse, ya que en ella no había burla, sino un halo de cariño hacia una persona que se había molestado en confesarle su amor y hacerla sentir afortunada.

Se iban acercando a él, recorriendo toda la goleta. Introduciéndose por los huecos de las maderas, reptando por los cañones, colgándose de los baos. Aquellas palabras se arrastraban hasta él como pequeños fantasmas provenientes de la mas perpetua oscuridad y acabaron por llegar al interior de sus pensamientos.

Un gusano empezó a oradar la corteza de sus secretos. Sabía que era Sawyer, sin embargo no pudo detenerlo, confundiendo su mente.

Ante sus ojos apareció su amada con Urrutia sentado a su lado. Era una fiesta organizada por la mujer del brigadier Alonso de Estébanez, hacía ya unos años. Su segundo, riéndose, le hablaba al oído a ella. Tras esa escena solo quedó su delgada figura delante de él llamándole asesino, aunque lo que más le dolió fue su mirada que le rompió el corazón en ese instante.

Rechinando los dientes tiró la carta.

Aquello ocurrió. Ella lo despreció por culpa de ese mequetrefe.

Mataría a Urrutia por lo que había hecho.

 

El sol caía a plomo sobre la cabeza del guardiamarina Jesús Domínguez, mientras recorría el horizonte en busca de una vela que denunciara la presencia de la pequeña goleta Áurea. Un precioso y veloz barco de tres palos sin aparejo de cruz, es decir, sin tener una parte de bergantín como la Patricia.

Se aburría soberanamente, preferiría estar dibujando, siempre y cuando el oleaje le permitiera hacer algún trazo decente. Se quitó el sombrero y se secó el sudor que chorreaba de su rubia y rizada melena. A veces se preguntaba como una persona podía transpirar de esa manera.

Los días pasaban despacio entre simplona rutina típica de cualquier barco y prácticas de artillería. Lo único que habían encontrado eran lanchas pesqueras, chalupas, alguna trainera. Y solo habían facheado para detener el camino de dos embarcaciones mercantes para comprobar mercancías, permisos y pasajeros. Una tarea muy poco interesante.

Hizo un cálculo mental sobre cual era el punto donde debería de estar la Áurea, a barlovento, recibiendo desde el través. Cogió de nuevo su catalejo y miró hacía el horizonte de un mar rebosante de destellos solares. Vamos, ¿dónde estás?

Nada.

¡No, no! ¿Qué es eso? Una columna de humo.

Justo subió a cubierta el alférez Cosme Urrutia.

- Señor, por favor, si puede venir...

El oficial cogió al catalejo del chaval y lo dirigió hacia donde le indicaba con el dedo Ricitos de Oro. También vio la nube negra y blanca que emergía del mar. Fue a donde Juan Álvarez, el piloto de derrota. Sin duda, era el punto donde había que reunirse con la Áurea y navegar en conserva en busca de la Flor de Sevilla.

¿Sería Lucero acabando con el pirata o al revés?

- ¡Zafarrancho¡

El tambor empezó a atronar bajo el palo mayor.

Urrutia empezó a vociferar órdenes al contramaestre O´Sullivan, pelirrojo irlandés y desertor de la Royal Navy, las cuales fueron pasando a los guardianes y, así, en cadena por todo el barco.

Se recogió la vela de trinquete y mayor para impedir que se incendiaran en caso de combarte, pero se desplegó todo el velamen superior de gavia y velachos, juanetes y alas, y todos los foques y las de cuchillo que bajaban por los estays que unían el mayor con el de trinquete. Se ciñó al máximo, escorándose a babor.

Un río de hombres subían por los obenques. Los más rezagados, los que se quedaban quietos en los flechastes, recibían una lluvia de rebencazos. Se braceó y se cazó escotas.

- ¡Asegurad las vergas con cadenas y desplegad la red de protección! ¡Arena en la cubierta, rápido!

Se quedó mirando al cataviento.

Abajo, el revuelo se convirtió en un rápido trabajo de preparación de munición y cañones. Brigadas en sus puestos a pesar de la lejanía del objetivo. Las espadas, alfanjes, pistolas y hachas de abordaje también estaban siendo preparados y distribuidos. Los miembros de la guarnición con sus mosquetes ya estaban formados en el alcázar. La lancha y el serení ya estaban abordados para despejar todo lo posible la cubierta y seguían a la goleta bergantín como dos patitos detrás de su madre.

Cabeceando como un caballo encabritado, la Patricia se acercaba más y más. El humo era más denso. El ambiente se empezó a cargar de madera y carne quemada que se metía con fuerza por la nariz. El viento precipitaba la mancha negra sobre los navegantes, como una sombra de muerte.

Urrutia mandó a gritos que Andrés le trajera su sable y sus dos pistolas.

El toque de zafarrancho cogió al comandante tumbado sobre su cofre intentando conciliar un poco el sueño. Se cayó, pero no tardó ni un instante en vestirse la casaca y colocarse el cinturón, el sable y su pistola. Cuando salió al exterior vio con satisfacción como la goleta estaba en plena actividad. El patán de Cosme Urrutia, a pesar de todo, era un buen oficial. Subió a la toldilla donde ya estaban todos esperándole.

¿Una columna de humo? ¿Tanto jaleo por eso? Bah. Lo iba a decir, pero se reprimió en el momento en que enfocó la lejana embarcación en llamas. Fogonazos y el rumor del trueno. Sin duda, una batalla.

- Bien hecho, alférez de fragata –felicitó entre dientes Barrenechea-. Guardiamarina Domínguez, queda al servicio del pabellón, ya sabéis cual es vuestro deber. Don Alejo, dirigiréis junto con Berasategui el fuego de artillería. Yo y Urrutia abordaremos en caso de que sea posible con apoyo de la guarnición que no esté en las cofas y toldilla, en ese instante, tomaréis el control del alcázar. Proporciónennos los suficientes miembros de la tripulación. Aunque no se exciten, igual no nos dirigimos a una batalla sino a un barco incendiado por Dios sabe qué – volvió a dirigir su catalejo al creciente fuego; ya se distinguía a la Áurea, pasto de las llamas. ¿Por qué quería pensar que no había un combate?-.

Tanto Barrenechea como Urrutia se miraron de refilón

¿Dónde estás hijo de perra? Solo veo la Áurea, pero ¿dónde te metes? Esos eran sus pensamientos. El humo les ocultaba como depredador vengador de la goleta malograda, pero la Flor de Sevilla no podía andar muy lejos. Aún a riesgo de orzar demasiado, se ordenó rebasar el barco incendiado por babor, así que las baterías de aquella parte tenían que estar preparadas. Con un poco de suerte el amigo bastardo de Mariano Vidal les enseñara la popa y podrían atravesarle de lado a lado. Todos listos.

El crepitar del fuego y su presencia alcanzó a la Patricia. Por alguna razón, la santabárbara de la goleta de Lucero no había estallado aún. Pero esa no era la preocupación. Aparecieron tres mástiles sobre el humo. Ahí estaban, tan sorprendidos como los del rol del guardacostas, pero muy desorganizados y estaban a tiro de bala de cañón. La popa estaba a la vista y el palo de mesana tenía unos cuantos balazos. Primero a lo fácil. Todos lo habían visto. Los cabos de brigada estaban listos a la orden que prendió como pólvora. Nunca los cañones de la goleta bergantín de Su Majestad habían disparado tan al unísono, temblando todo su personal de pies a cabeza.

En la balconada de la popa de la Flor de Sevilla apareció un feo agujero y el coronamiento había desaparecido. A vista de catalejo, o sin necesidad de él, los oficiales se relamieron al ver como la mayoría de las balas habían entrado dentro de la corbeta traidora. Los demás habían pasado por encima desmontando un par de carronadas e hiriendo de muerte al palo de mesana. De la toldilla empezó a caer sangre.

La Flor de Sevilla había sufrido un gran fuego por parte de la Áurea y drizas y motones estaban sobre la cubierta, llena de cadáveres que no pudieron ser arrojados a tiempo al mar. Los obenques estaban muy dañados.

El palo de mesana cayó sobre la aleta de estribor. Sin embargo, no había dicho la última palabra. Viró a babor y dio un poco de estiba a los recién llegados. Mas de lo que se esperaban. Sin duda era una bestia herida y violenta. La descarga acabó con el pasamanos. El contramaestre O´Sullivan quedó decapitado. Las astillas volaron por toda la cubierta mientras los infantes de marina se ocupaban de los vivos de la corbeta desde las cofas.

Seguramente se habían desmontado muchos cañones en la batería de la Flor, pero los que quedaban seguían escupiendo de lo lindo. Increíblemente, la segunda descarga de la goleta coincidió con la de la corbeta. Se habían dado órdenes de dejar de hacer el tonto al estilo franchute, desarbolando. Aquí se tomaría el estilo de los malditos ingleses: a acabar con los artilleros. En la batería de babor de la Patricia la sangre se hizo presente demasiado rápido, tanto que al condestable Berasategui no le dio ni tiempo de secarse el sudor: un astillazo le reventó la cabeza.

Otra andanada y otra mas. Los cadáveres caían sin ninguna ceremonia por las portas. Las velas de la goleta se llenaron de agujeros y rápidamente perdieron el sobrejuanete, y los dos barcos casi estaban en paralelo, pero Barrenechea no lo permitiría, lo embestiría primero, le metería el bauprés por la aleta si era necesario. Crac, crac, crac, seguían en las cofas los infantes de marina. No estaban a tiro de pistola, que va, se podían matar a esputos casi.

Todo el humo caía sobre la Patricia irritando ojos y pulmones. Y todos maldicieron a los tripulantes enemigos y a sus madres. La sangre ya corría sobre la cubierta de la goleta. Era la hora de ajustar cuentas mientras que Alejo, con la espada sobre el hombro animaba a sus hombres, de los cuales, ninguno quiso escapar a ese destino sin tener que ser traspasado por las bayonetas de los infantes de marina que guardaban la salida del pozo del combes. En esos pensamientos de orgullo fue traspasado por una bala. Aún vivo, fue llevado a la atestada enfermería y depositado sobre una estera, sin su brazo y pierna derechos y con los intestinos al aire. La cabra evasora se le quedó mirando con una expresión carente de inteligencia.

Por alguna razón, los dos máximos oficiales de la Patricia sabían que no iban a vencer. El agua ya estaba entrando dentro y los carpinteros se afanaban en dar estopa para frenarla, y otros achicando como locos. Había que lanzarse. ¡Abordaje! Sawyer sonrió en la oscuridad de la batería. Se lanzaron los ganchos de abordaje y decenas de hombres rabiosos de la goleta de Su Majestad cayeron como valientes sobre los asesinos. Sus hachas, espadas, alfanjes brillaron al sol cubiertos de sangre. El crepitar de las pistolas de los asaltantes causó el terror de un lado a otro.

En ese instante, el terror cruzó y se quedó con el guardiamarina Jesús Domínguez, encargado del pañol de pabellones. Pero se quedó con él cinco segundos, en los que recordó a su familia despidiendo a su único hijo varón en el puerto de El Ferrol desde una lancha. Sus lágrimas se fundieron entonces en el mar, como lo hacía ahora sobre la sangre.

Otro cañonazo de la Flor. Dio en el pico de la cangreja, destrozando la driza de donde colgaba el pabellón. Sí caía, significaba que la goleta se había rendido. No lo permitiría. Lo mantendría bien alto, para que lo vieran esos malnacidos de mierda. Ante la sorpresa del piloto Juan Álvarez, que intentaba parar la hemorragia causada en un brazo por un astillazo, el guardiamarina se aferró al obenque del mayor por el lado desprotegido. Subió sin miedo entre las balas y aseguró la bandera. En ese momento resbaló del flechaste donde estaba apoyado. Cayó de espaldas, sin gritar, destrozándose el cráneo contra la borda y cayendo muerto al mar, ya rojo.

Pensó muchas cosas malas sobre aquel guardiamarina, pero no pudo reprimir las lágrimas que se le asaltaban a los ojos. Era el fin de todos. Un fin orquestado por alguien.

- ¡Vidal, hijo de puta! ¡Mira, esto es valor vizcaíno! – Cosme Urrutia corría por el pasamanos de la corbeta con su sable, mutilando bastardos. Mientras corría, su mente se transportó a un día de tinieblas. Su espada desapareció y se encontró apoyado sobre el bauprés húmedo, viendo la señal. La señal era la Flor de Sevilla, estaba en la toldilla apuntando a Barrenechea. Saltó sobre un grupo de marineros a los que rajó sin compasión. Su meta estaba cerca. En el alcázar ayudó a un par de infantes de marina y juntos subieron a la toldilla asesinando a los timoneles y al piloto. En ese momento se giró con una de sus pistolas apuntando al vacío.

El comandante de la Patricia tuvo la misma señal, pero al revés. Se quedó atrás, en la amura de estribor, donde había muchos enemigos. Sobre la borda había un pequeño pedrero cargado con el que no dudó en despejar la cubierta y facilitar el tema a sus hombres. Resbaló a pesar de la arena, a causa de la abundante sangre. Un alfanje se le clavó en el muslo izquierdo. El que lo hirió sonreía como él. A tientas encontró un hacha de abordaje abandonada sobre la multitud de cuerpos mutilados y se la lanzó a la cara.

Cojeando, llegó al alcázar y la vista se le nubló. La pistola. Disparar a Urrutia. Por fin se vengaría. Era el fin.

Por fin se vengarían ambos. Por fin, Sawyer disfrutaría de la culminación de todos sus esfuerzos. De la única ilusión que le mantuvo vivo durante años. Era hora de morir.

Se vieron. Uno en la toldilla y el otro en el alcázar. Pistola en mano y rostro ceniciento por la pólvora y el humo. Los dos llenos de odio.

Con el corazón carcomido, dispararon.

 

FIN

 

 

-- Diccionario Abordar: - Llegar, tocar una embarcación con otra, embestirla.
Achicar: - Extraer el agua o otro liquido de la sentina o algún compartimiento, mediante achicadores, bombas o cualquier otro medio. También achicar el paño: reducir la superficie vélica tomando rizos.
Alcázar: - Zona de mando de un barco de guerra, situado bajo la toldilla.
Aleta: - Parte del barco, ubicada entre la popa y el través.
Alfanje: - Sable de abordaje.
Amainar: - Calmar el viento o la marejada.
Ampolleta de arena: - Reloj de arena.
Amura: - Cabo que hay en cada uno de los puños bajos de las velas mayores de cruz (trinquete) y en el bajo de proa de todas las de cuchillo, para llevarlos a barlovento y afirmarlos. Parte del barco ubicada entre la proa y el través.
Ánima de cañón: - Punto del cañón donde se deposita la pólvora y la munición en el arma.
Babor: - Lado izquierdo del barco, visto de popa a proa.
Baos: - Vigas dispuestas transversalmente que apoyan en las cabezas de las cuadernas. Sirven para sostener la cubierta y rigidizar el casco en sentido transversal. Cada uno de los angulares que, apoyados sobre las cacholas en el sentido de las quilla, sirven para sostener la cofa.
Barloventear: - Navegar de ceñida o bolina, es decir con el menos ángulo posible al viento.
Barlovento: - Lugar o parte desde donde sopla el viento con respecto al observador.
Bauprés: - Palo que sale fuera de la proa y sirve para hacer firme los estays en barcos grandes o antiguos.
Beque: - Estructura de madera bajo el bauprés donde en los antiguos veleros iba la tripulación a realizar sus necesidades básicas. También era utilizado como tendedero de la ropa.
Bergantín: - Barco de dos palos con aparejo de cruz.
Bitácora: - Caja y soporte que contiene el compás magnético en barcos relativamente grandes y en buques.
Bolina: - Sinónimo de ceñida. Antiguamente uno de los cabos utilizados para maniobrar las velas.
Botavara: - Es la verga que trabaja en sentido longitudinal sobre la cual va envergado el pujamen de la vela y que determina la orientación de los cangrejos respecto a crujía.
Bracear: - Halar de las brazas para mover las vergas en sentido horizontal
Cable: - Medida de longitud, submúltiplo de la milla marina, equivalente a su décima parte, es decir 185,2 metros.
Cabo: - Cualquiera de las cuerdas que se utilizan a bordo. Accidente geográfico consistente en dos puntas que se intercala en el agua, determinando entre ellas una concavidad en la costa.
Camareta: - Lugar destinado a oficiales o guardiamarinas, según su denominación, donde duermen, comen y se reúnen.
Cangreja: - Vela colocada en el palo mas cercano a popa y que sigue la línea central del barco, al contrario que las de aparejo de cruz.
Capa corrida: - Navegar con la mar en popa o a un largo a poca velocidad, es decir, correr el temporal.
Capear: - Una de las formas de navegación con mal tiempo, consistente en tratar de presentar la amura al mar lográndose un movimiento de deriva lenta y controlada.
Carta náutica: - Representación gráfica de una extensión de agua y la costa con indicación de todos los datos de interés al navegante. Equivale al mapa de uso terrestre.
Cataviento: - Elemento utilizado para señalar la dirección del viento relativo.
Cazar: - Cobrar un cabo.
Ceñir: - Navegar contra el viento con el menor ángulo posible.
Chinchorro: - Pequeño bote auxiliar.
Ciar: - Remar al revés, navegar hacia atrás.
Compás: - Elemento para dibujar y/o medir distancias en las cartas náuticas. Puede ser un compás de dibujo o un compás de puntas secas.
Condestable: - Suboficial de la marina, especialista en artillería.
Conserva: - Compañía que se hacen dos o más barcos en navegación. Se dice "navegación en conserva".
Contramaestre: - Oficial de mar superior. Encargado de dirigir las órdenes de los oficiales de guerra respecto al velamen y maniobra.
Corbeta: - Embarcación de tres palos. El de mesana carece de aparejo de cruz, poseyendo solo cangreja.
Coy: - Hamaca.
Crujía: - Plano de simetría longitudinal vertical del barco. Su intersección con el casco determina la línea de crujía.
Cuadernal: - Es un tipo de motón pero que tiene varias roldanas en lugar de una sola. Se lo emplea para confeccionar aparejos.
Cuaderno de bitácora: - Libro en el cual se registra todos los datos necesarios para navegación por estima.
Cuarta: - Nombre de las 32 divisiones de la rosa de los vientos que se hacia antiguamente.
Cuchilla/o: - Toda vela triangular que trabaja sobre estay o como si lo tuviera.
Derrota: - Es la trayectoria seguida por la embarcación.
Desarbolar: - Acción de sacar el mástil o perdida accidental del mismo.
Driza: - Cabo o cable que sirve para izar la vela. Generalmente está formado por una parte de cabo, que se denomina llamador, y otra de cable.
Embestir: - Chocar contra otro barco, o contra la costa ("embestir continente").
Enfachar: - Poner la embarcación proa al viento.
Envergar: - Colocar una vela en el mástil y en las perchas correspondientes.
Escandalosa: - Vela  triangular que se iza entre el mástil y el pico de una vela cangreja.
Escota: - Cabo que sirve para cazar una vela.
Espeque: - Conjunto de cabos que sirve para dirigir y colocar el cañón en batería.
Estay: - Cable que da sustento al mástil en el sentido proa-popa.
Estela: - Rastro que queda en el agua debido al paso de la embarcación.
Estribor: - Lado derecho de la embarcación mirando de popa a proa.
Flechaste: - En grandes veleros se denomina así a los cabos que se atan horizontalmente entre los obenques para subir a la arboladura.
Foque: - Vela de forma triangular que se iza en el triángulo de proa, con poca o ninguna superposición con la vela mayor.
Goleta: - Embarcación de dos mástiles aproximadamente de alturas iguales o mayor el de popa. Puede haber de tres mástiles.
Goleta bergantín: - Embarcación que supone una fusión de esos dos tipos.
Guardián: ­- Subalterno del contramaestre.
Guindaleza: - Cabo que forma parte de la sonda de mano.
Guiñada: - Caer la proa hacia una dirección distinta de la que tenia anteriormente ya sea en navegación o estando el barco amarrado.
Izar: - Hacer subir algo por medio de una driza, amante o amantillo. Jarcia: - Todo el conjunto de cables y cabos de un barco. Levar: - Levantar el ancla de fondo.
Lanada: - Palo largo con piel de oveja en la punta. Humedecida, sirve para refrescar el ánima del cañón.
Mano de rizos: - Conjunto de matafiones y ollaos que permiten aferrar la vela cuando se reduce el paño.
Mástil: - Sinónimo de palo.
Mayor: - Nombre que se da a uno de los palos del barco, en caso de que hubiera varios y a la vela que iza en él.
Mesana: - En los aparejos de varios mástiles es el de más a popa. El mismo nombre se da a la vela que se iza en él.
Milla náutica: - Longitud de un arco de meridiano que subtiende un ángulo de un minuto, medida a la altura del ecuador. Equivale a 1852 metros.
Motón: - Herraje que sirve para cambiar la dirección de un cabo. Es el equivalente a las roldanas de uso terrestre.
Nudo: - Medida de velocidad equivalente a una milla náutica por hora. Obenque: - Cada uno de los cables que sostiene el mástil en sentido transversal.
Oficiales de guerra: - Miembros de la oficialía militar.
Oficiales de mar: - Contramaestres, guardianes...
Orejas de burro: - Forma de navegar con viento en popa, llevando la vela mayor en una banda y el foque o la genoa en la otra.
Orzar: - Maniobrar de tal manera que la proa se acerque a la dirección del viento.
Pabellón: - Es la bandera nacional.
Paje: ­- Miembro de la tripulación encargado del transporte de cartuchos y de vigilancia de la ampolleta de arena, entre otros.
Pairear, ponerse al pairo: - Disminuir la velocidad orzando y/o filando las velas.
Pasamanos: - Elementos de madera que suelen colocarse sobre la carroza o cerca de la proa para poder sujetarse al desplazarse sobre cubierta.
Penol: - Punta o extremo de una percha o verga.
Pie de cabra: - Especie de pequeño remo cuya función es mover y detener los cañones.
Percha: - Todo palo que forma parte del aparejo de un barco.
Popa: - Parte trasera de la embarcación.
Porta: - Ventana ciega por donde asoman los cañones.
Proa: - Parte delantera de la embarcación.
Rol: - Lista de la tripulación de un barco.
Rosa de los vientos: - Círculo en el cuál están marcadas las divisiones de los rumbos en el horizonte. Antiguamente se dividía el circulo en 32 cuartas, en la actualidad se trabaja con 360 grados.
Rumbo: - Ángulo formado entre la línea de crujía y el norte. Abertura producida en el casco por accidente.
Santabárbara: - Pañol de munición. Almacén de munición.
Sentina: - Es la parte más profunda del interior del casco, donde acumula toda el agua que penetra en él.
Sextante: - Instrumento de reflexión utilizado en navegación astronómica para determinar la posición del barco en base a la medición de alturas de los astros. Cada uno de los sectores de un círculo cuando se lo divide en seis partes iguales.
Singladura: - Es la distancia recorrida por el barco en 24 horas de navegación. Habitualmente se cuenta de un medio día al siguiente.
Sotavento: - El lado contrario a donde sopla el viento, con respecto al observador.
Toldilla: - Zona elevada a popa.
Través: - Dirección perpendicular al costado del barco.
Trinquete: - Denominación que se da al palo de proa cuando existen varios y a la vela que se iza en él.
Trinquetilla: - El primer foque en los barcos que llevan más de uno y que se iza en el estay más bajo.
Verga: - Percha en la cual se establece una vela cuadra
Virar: - Cambiar de amura, cruzando la dirección del viento. Cuando se lo hace por proa se llama virar por avante. Cuando se lo hace por popa se lo llama virar por redondo.

 

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