Todo a Babor. Revista divulgativa de Historia Naval
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Santísima Trinidad, orgullo de la Armada española.

Por Pedro Amado.

           Córdoba, Lángara, Cisneros; Daoiz, Orozco, Uriarte. Conspicuos marinos españoles que tuvieron el honor de mandar el más famoso buque insignia de la armada española del siglo XVIII y principios del XIX en jornadas bélicas decisivas para el país y que, en buena medida, marcaron el destino de España en el devenir de la historia. Con más o menos fortuna, aquellos oficiales estuvieron al mando del buque más intimidatorio que conoció la época de la navegación a vela y a bordo vivieron momentos memorables y trágicos, victoriosos y tristes. Cabo Espartel, San Vicente o Trafalgar son lugares de la geografía que están grabados a fuego en los anales de la historia naval. En todos ellos, resonó el estrépito de los cañones de los navíos que allí se dieron cita para, en la mayoría de los casos, plasmar por las armas las diferencias de la política exterior de las potencias europeas o llevar a cabo misiones caprichosas de gobiernos títeres o líderes efímeros y megalómanos, en una época de comunicaciones rudimentarias que añadían dramatismo a estos enfrentamientos.
           En un momento en que la labor del actual GPS estaba encomendada a embarcaciones ligeras que surcaban los mares en busca de la flota enemiga o se conseguía esta información fiándose de las coordenadas que facilitaban barcos pesqueros o mercantes que se cruzaban por azar en la derrota de las armadas, una buena parte de las batallas navales se libraron por la inesperada coincidencia de las escuadras. Además, el encorsetamiento del protocolo en la lucha, que regía los movimientos de los navíos durante el combate y obligaba a batallar en línea, provocaba situaciones surrealistas en las que un buque podía ser hostigado por 3 ó 4 enemigos a la vez, con la consiguiente aniquilación a bordo, mientras que los hermanos de aquél observaban la cuita, manteniendo el rumbo impertérritos en lugar de salir de la formación y asistirlo. Por ello, el volumen y el porte de los barcos se creía eran la primera y más importante virtud en un choque naval; cuanto más grande, más difícil sería de doblegar y más daño ocasionaría al contrario. Pero esta premisa no siempre se cumplía.
           Soslayar las órdenes en combate tenía consecuencias negativas. Si su contravención suponía el éxito parcial de un navío, el resto de los buques de la escuadra podían acusarlo de poner en peligro la integridad de la línea; y si la desobediencia desembocaba en desventura para el oficial trasgresor, éste podía acabar sus días en la toldilla agujereado por un pelotón de ejecución o haciendo las veces de grímpola suspendido de la verga seca.
           Normalmente y en función de su tamaño las flotas de guerra se dividían en tres grupos: vanguardia, centro y retaguardia, con un contralmirante o jefe de escuadra al frente del primer y último y el almirante y comandante en jefe en el centro. Una vez divisado el enemigo, ambas armadas porfiaban para ganar barlovento, es decir, tener el viento a favor para facilitar la maniobra de aproximación más beneficiosa. Además, el humo de los disparos, tanto propio como ajeno, dificultaba la vista a la línea que se encontrase a sotavento (contra el viento).
           Los movimientos para acercarse podían llevar horas, incluso días, ya que su celeridad y precisión dependían del antojo eólico y la habilidad de los marinos para llevar el buque a la ubicación deseada. Durante estos momentos, las tripulaciones y dotaciones de los navíos se encontraban bajo una tensión permanente y en silencio absoluto, en donde sólo se escuchaban las órdenes de los oficiales dirigidas a estacionar el barco en posición y a tener listas las piezas.
           Para no impresionar a los artilleros y marineros por la visión del fluido venoso desparramado tras los cañonazos, el rojo decoraba el interior de las baterías. Sacos de arena eran vertidos sobre la tablazón del navío para evitar la inestabilidad de los servidores de las piezas en el ensangrentado suelo y las cubiertas eran despejadas de todo material superfluo en la lucha (coys, mamparos, etc.), con objeto de que las dotaciones de los cañones tuviesen el camino expedito para manejarlos.
           Los primeros cañonazos tenían como objetivo desarbolar al navío contrario para que quedase a la deriva y dejase al alcance de las andanadas subsiguientes sus puntos más vulnerables, que eran aquellos que no presentaban bocas de salida de fuego: popa, proa o amuras. Las heridas infligidas por el armamento dieciochesco y decimonónico eran espantosas y las precariedades médica y quirúrgica el complemento perfecto para abultar las listas de muertos y heridos tras un combate. La mayoría de los óbitos eran consecuencia de infecciones en las llagas y la mutilación era practicada por el cirujano con la misma frecuencia con la que recetaba una tisana.
           La munición empleada en las piezas de a bordo era de carácter vario. Unas (palanqueta, bala encadenada, etc.) tenían por objeto cuartear el aparejo; otras, destripar a las dotaciones, que estaban apiñadas en exiguos espacios en donde la irrupción de una de esas supersónicas bolas macizas segaba al instante la vida de varios desdichados y podía dejar mutilados a otros tantos. Además, la caída de una verga, mástil o mastelero o los fragmentos de tablazón arrancados por el impacto de un balazo se convertían en auténtica metralla que volaba rauda dentro del navío y dejaba heridas abiertas en los hombres que suponían una muerte segura tras una lenta agonía o, directamente, un rastro de cadáveres. 
           La marina de guerra española estaba considerada como la mejor del planeta a principios del siglo XVIII y sus navíos como un ejemplo a seguir por las otras armadas. Estos bajeles eran resistentes, veleros y manejables y montaban una artillería que causaba estragos en los adversarios. La mayor parte de estos buques presentaba 35 perforaciones en una batería doble en los costados para dar salida al fuego de 74 cañones, que era su porte nominal.

El Santísima Trinidad navegando

  • > Santissima Trinidad. Ilustración de Hagg, J. de 1913. Museo Nacional Marítimo de Londres. Este dibujo representa al Trinidad antes de su remonte a 4 cubiertas.
La construcción del navío

           En 1729 fue botado en Guarnizo el llamado Real Felipe, navío de 3 baterías y 114 cañones, iniciando así la tendencia de los astilleros hispanos –que se incrementaría en la segunda mitad del siglo- a fabricar buques muy voluminosos que pudieran soportar un duro castigo en combate y, al mismo tiempo, ofender al enemigo mediante la activación de una cantidad enorme de piezas de artillería. Otra prerrogativa de estos grandes veleros era su tonelaje de desplazamiento. Así, podían embarcar efectos y personal militar y se convertían en auténticas guarniciones ambulantes en donde había absolutamente de todo: hospital de campaña, despensa de animales vivos, oratorio, etc.
           Para la construcción de estos navíos era necesario deforestar ingentes áreas de bosque de pino o roble, que era la madera utilizada principalmente para este cometido. De este modo, las frondosas masas forestales de Galicia sirvieron para dar forma a buques tan famosos como el Santa Ana o el Purísima Concepción. El palo mayor del primero –pulido de un pino enorme talado en las inmediaciones de la Costa da Morte- todavía puede verse en el Museo Naval de Madrid.
           Los trabajos para abatir y transportar estos árboles requerían de una gran cantidad de braceros y porteadores. Así, a finales de agosto de 1767 y bajo un sol flamígero, dos centenares de indígenas, blandiendo rudimentarias hachas y sierras, bregaban para derribar y desbrozar los primeros trescientos troncos de caguairán en el espeso Bosque del Oso de la provincia cubana de Camagüey, y que servirían para dar forma a la quilla del que sería el navío por excelencia de la marina bélica española: Santísima Trinidad.  Juan Antonio de la Colina, comandante general del apostadero de la capital cubana, se encargó personalmente de dirigir los trabajos de provisión maderera, para lo cual supervisó la recogida de los mejores y más hermosos tallos de caoba y júcaro que crecían en aquel lugar, actual municipio Florida, y de hacerlos llegar a los astilleros habaneros a través del marjal Vertientes. Del mismo modo, 11 balandras habían traído desde la masa forestal de Veracruz (Méjico) 60 pinos que servirían para conformar las vergas y masteleros.
           Habían pasado casi cuarenta años desde que el último tres puentes español había sido botado y exactamente mediante Real Orden de 23 de octubre de 1767, el astillero de La Habana recibía el encargo regio de moldear la amenazadora figura de “El Escorial de los mares”, apelativo que recibió el buque por parte de las autoridades navales la primera vez que fondeó en la península tras su viaje inaugural desde la mayor de las Antillas, debido a sus dimensiones, su diseño ornamental y su aspecto inabordable.
           Matthew Mullan, ingeniero naval irlandés al que se había encargado su construcción,  expiró al poco de comenzar las obras y su hijo Ignacio tomó el relevo para culminar el buque en sus líneas maestras, mientras que Pedro Acosta se encargó de dar forma a las estancias del mismo donde irían ubicadas las 112 piezas de artillería.
           Tras la guerra de los siete años, la beatitud de Carlos III de España se había radicalizado. La porfía inglesa en las negociaciones que alumbraron la paz de París confirmó al monarca sus peores pesadillas: Inglaterra era el representante del mismísimo Mefistófeles. Así, Carlos III se encomendó al Padre, Hijo y Espíritu Santo para ahuyentar de España cualquier miasma protestante que pudiera depravar a sus devotos súbditos. Una nueva cruzada contra el infiel se libraría en el inclemente océano, que sería surcado por su armada, convertida en gendarme de Europa. Para guiar ese ejército naval se designó al embrión que se estaba desarrollado en el astillero de La Habana. A principios de 1768, el conde de Aranda presentó al rey el expediente de construcción del navío, todavía anónimo, cuya carga para el erario público era de 40.000 pesos. Fue el soberano, que tenía un púlpito en el salón del trono del Palacio Real representando a las tres divinidades católicas, el que bautizó al buque como Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin, en honor a estas imágenes, y mandó redactar la ordenanza que le daba ese nombre y que se publicaría el 12 de marzo siguiente.

Maqueta del Santísima Trinidad

  • > Maqueta del Santísima Trinidad del Museo Naval de Madrid. Esta maqueta fue el modelo del proyecto para la construcción del Santísima Trinidad. Pensado para portar 112 cañones fue enviado por el propio Mullan para su inspección por la Armada.

           Los trabajos de construcción y montaje en el astillero avanzaban a gran ritmo y en el mes de octubre de ese año de 1768 los habaneros se quedaron estupefactos ante la elevación que presentaba el Santísima Trinidad en el dique nº 4 –que tuvo que ser alargado 30 metros para acomodar el esqueleto del buque- después de que se hubiese ensamblado la tercera y definitiva batería. Los mástiles fueron ensartados antes de las navidades y finalmente, a mediodía del 2 de marzo de 1769 las 2.200 toneladas de madera preciosa se posaban suavemente en la terminal portuaria Margarito Iglesias. Los carpinteros y calafates aconsejaron no pintar la obra viva para que autoridades y paisanos pudiesen disfrutar de los tonos ocres de la caoba, júcaro y caguairán, que brillaban bajo el sol tropical. 
           El palo mayor se elevaba medio centenar de metros desde la cubierta superior, que se prolongaba cincuenta y cinco. Las troneras de babor y estribor estaban separadas por 15 metros y para fabricar el sistema de propulsión de este titán se necesitaron más de 3.000 metros cuadrados de lona que, una vez desplegada, daba sombra a toda la terminal del puerto habanero. La colosal pieza de madera que unía la popa a proa por la parte inferior y en la que se asentaba todo su armazón se extendía más de 50 metros.   

El viaje inaugural

           El veinte de marzo sopló un fresco viento sur-sureste en la capital cubana y el comandante general del apostadero Juan Antonio de la Colina ordenó darle a la vela. Para elevar una de las anclas de proa mediante la activación de su cabestrante hicieron falta más de 30 oscuros. La mole empezó a moverse lentamente a babor y a la media hora podía verse su señorial figura desde el seno de Miramar, ante la atenta mirada de los vigías del Castillo del Morro. El tajamar del Santísima Trinidad seccionaba el azulado agua que baña el malecón y la derrota del buque se veía alterada por un cabeceo y una tendencia a arribar a estribor cuando se reducía aparejo. Durante esta travesía, la panza se desvió ligeramente del angosto canal navegable, que discurre paralelo a la costa norte de la capital cubana, y la virginal caoba sumergida fue arañada tres veces por los farallones que infestan el lecho marino de la bahía habanera. En el primer crucero doméstico de prueba, el que sería buque insignia de la armada ya había recibido la primera herida como resultado de un aparente defecto de fabricación.
           El doce de abril de 1770 los lugareños apostados a la entrada de la ría gallega de Vigo se quedaron atónitos. El Santísima Trinidad hacía su entrada en la rada tras su viaje desde el Caribe. Había sido un viaje tedioso y la navegación del buque no había satisfecho al capitán Joaquín Maguna, designado por Juan Antonio de la Colina para llevar el navío al departamento naval de El Ferrol, a donde había sido adscrito por expreso deseo de Carlos III. 
           Tras una escala en Vigo, en cuyo astillero se ensancharon las vergas de trinquete y mesana, el recién estrenado arsenal de la ciudad departamental ferrolana se vistió de gala el día 15 de mayo siguiente para albergar al imponente bajel. Las autoridades civiles y militares, entre las que se encontraba el artífice del flamante puerto el ingeniero Julián Sánchez Bort,  aguardaban expectantes en la grada de Esteiro la llegada del Santísima Trinidad al que sería su puerto base en su primera etapa. El buque entró en La Graña a trompicones y el práctico del puerto tardó más de 1 hora en decidir qué muelle sería el más adecuado para el atraque.
           En el parte del viaje inaugural del Santísima Trinidad al capitán general del departamento, el capitán de navío Joaquín Maguna informaba que la derrota del buque caía hacia la derecha al reducir lona, que entraba abundante agua por las troneras de la primera batería con tiempo fresco y bravo y que, en general, el cíclope remoloneaba a las órdenes del timón y el aparejo y que costaba gran esfuerzo disponerlo en la posición deseada.
           En general, los navíos de tres puentes son menos veleros, no sólo por su mayor desplazamiento, sino también por la desigual distribución del peso de los elementos de construcción del buque. En el caso del Santísima Trinidad esta circunstancia se vio acentuada por las dimensiones de la tablazón utilizada para elevar el tercer puente. Se utilizaron maderos demasiado gruesos al conformar la tercera batería con el resultado de que el centro de gravedad del buque quedó desplazado en la vertical y la línea de flotación original de Mullan acabó ligeramente sumergida. Así, el calado del navío en reposo superaba más de 2 metros la previsión sobre plano, con lo que la resistencia de su monumental proa a la navegación era dos veces superior a la de cualquier buque de sus características.
           Esta malformación estructural hacía que la quilla resultase casi inefectiva, sobre todo a la hora de maniobrar. A sugerencia de Maguna y después de revisar los planos de Mullan a conciencia, el navío fue subido a dique seco y la pieza prolongada 3 metros, y se estrechó la distancia entre las baterías segunda y tercera. Desde entonces la eslora se situó en 58 metros y la quilla pasó a medir 50.
Lastrado con piezas en desuso en los pañoles de carga y después de haber instalado 8 cañones de a 18 libras en la cubierta superior, el capitán Maguna zarpó de El Ferrol con destino a Cádiz. El Santísima Trinidad necesitó casi medio mes para cubrir el trayecto, una marca muy pobre para un navío recién botado y después de haber sido sometido a esos cambios que buscaban una mayor navegabilidad.
           Estos defectos de fabricación como consecuencia de los planos de Matthew Mullan dieron lugar a una chanza popular que imputaba al ingeniero naval irlandés una conspiración para condenar de por vida al buque insignia español a renquear por el azul turquesa de los siete mares, pues aún a pesar de las correcciones sucesivas a las que sería sometido, el Santísima Trinidad nunca pudo equipararse a otros de sus clase en cualidades veleras y guerreras. Además, la incorporación de más cañones en la 3ª y la que sería 4ª batería supondría otro factor que contribuiría a acentuar el desequilibrio del que adolecía cuando salió del dique habanero, pues la redistribución del peso en las cubiertas nunca fue mesurado de manera objetiva, sino que se creyó que dotar al buque de poder ofensivo tenía más importancia que dulcificar su navegación y maniobrabilidad.
           Una vez en Cádiz, el navío fue subido al dique mayor del puerto y se ensancharon sus vergas de mayor y mesana, se elevó ligeramente el bauprés y se repartió la carga y contrapesos de las bodegas con objeto de descender el centro de gravedad. Además se incorporaron nuevas piezas artilleras para lograr este balance y se alteraron las líneas maestras de plantilla y esquema del buque.
           En algunas singladuras a lo largo de 1772 los distintos comandantes apreciaron una leve mejoría de la navegabilidad de la nave, pero se resistía al timón cuando araba de bolina y, en general, su ganancia era infortunada cuando ceñía. En un viaje fraterno desde Algeciras al puerto de Toulon con el francés de similares características y peso Auguste, el Trinidad registró una velocidad 8 nudos más lenta que el buque galo.

Las capturas del Trinidad

           Carlos III estaba cansado de los desmanes del rey inglés, Jorge III. En la primavera de 1779 España ya había contribuido con más de 5 millones de reales, 800 cañones y 3.000 voluntarios para que los independentistas americanos a las órdenes del general George Washington se deshiciesen del yugo colonial que llevaba dos siglos asfixiando a los descendientes del Mayflower.
           Luis XVI de Francia recibió con agrado al enviado del soberano español que portaba nuevas replicando favorablemente a la invitación del francés para volver a unir ambas armadas y fustigar a la Royal Navy en todos los confines. Por su parte, el gobierno inglés se mostraba reacio a ceder las colonias que conformaban la costa este americana y surtió varias escuadras en puntos estratégicos para garantizar la continuidad y solvencia de sus guarniciones allende los mares.
           En este contexto, el capitán Philip Boteler del Ardent (64) recibió en agosto de 1779 órdenes de zarpar desde Plymouth para reforzar la escuadra de Charles Hardy, que patrullaba el canal inglés desde hacía semanas. Tras el Ardent, partieron el Marlborough y el Stratford, del mismo porte. La llegada de estas tres naves haría un total de 40 navíos a las órdenes del almirante Hardy, comisionados para interceptar y destruir cualquier nave o convoy franco-español que surcaran aquellas aguas.
           El 17 de agosto, al tercer día de zarpar la flotilla, Robert Evans, capitán del Marlborough, elevó la señal de nave desconocida a babor en el palo de mesana y Boteler, que navegaba por el costado de estribor y tras ver las banderas, se llevó el catalejo a la cara. Segundos después ordenó contestar afirmativamente a las señales que partían del primer buque de la escuadra avistada y que inquirían si procedían de Plymouth. Ambos grupos maniobraron para acercarse y cuando se hallaban a unas 2 millas el uno del otro, Boteler, sintió un escalofrío al comprobar que se trataba de una escuadra intrusa y no navíos ingleses.
           En realidad, las naves que se cernían sobre ellos eran la avanzadilla de una flota hispano-francesa de casi 70 buques que se había adentrado en aguas inglesas para desembarcar 40.000 soldados en Inglaterra e invadir las islas. Durante la navegación de la combinada, la balandra inglesa Wolf (18) fue capturada cerca de Brest. El capitán Oise de la fragata francesa Chantil (30), después de sonsacar el código de señales a los oficiales británicos, había hecho creer a Boteler y Evans que pertenecían a la flota de Hardy.
           Pero ya era demasiado tarde. La flotilla inglesa arribó al sureste todo trapo viento en popa con la intención de perder de vista al grupo de 3 bajeles que iniciaron su persecución. Sin embargo, la vuelta encontrada reservaba una sorpresa muy desagradable al trío. Nada más levantar la vista del volante, el timonel Nathan West gritó a Evans. A unas dos millas de distancia la imponente figura de un castillo flotante de tres puentes les cerraba el paso junto a tres navíos más. Boteler indicó al grupo arrumbar todo a estribor para atravesar el pasillo que dejaba la formación al norte y la flotilla perseguidora al oeste.
           El Ardent seguía las aguas del Stratford que, a su vez, era el matalote de popa del Marlborough. Sonó una andanada y el océano se estremeció. 50 bocas habían escupido su diabólica carga en dirección a los fugitivos. Boteler abrió los ojos desorbitados. A una distancia de más casi 1 milla, el cíclope había alcanzado al Ardent por babor, con el resultado de varios marineros fallecidos y la ablación del mastelero de gavia. Evans observó como una segunda ráfaga partía del gigante y hacía temblar al barco por segunda vez.
           Entretanto, la escuadrilla de caza compuesta por las fragatas francesas Juno y Chantil, ambas de 34 y el navío español Princesa (70), se afanaba por bloquear la huída de los ingleses y empezaron a hacer fuego sobre el más avanzado, el Stratford. Encajonados entre 8 naves enemigas, Boteler elevó la señal de rendición antes de que cayese la noche. El Ardent había sufrido 11 muertos y 27 heridos, casi el doble que el Marlborough. Los cañonazos habían reducido la tripulación del Stratford en tres marineros y los mástiles quedaron inútiles.
           Cuando Boteler fue hecho prisionero se le trasladó en una lancha a bordo del tres puentes que había frustrado su huída. A medida que se acercaban al navío, el capitán inglés pudo leer en el trasero del mismo las siguientes letras “Santísima Trinidad”. La banderola que ondeaba en el palo mesana indicaba que se trataba de un navío español, almirante de la flota. La lancha se deslizó suavemente a lo largo del fabuloso costado y se acercó a la escalerilla por donde subió para ser conducido a presencia de Luis Córdoba, que comandaba la flota combinada junto al almirante francés Comte D´Orvilliers. Con apenas diez años desde su botadura, el insignia de Córdoba dejó impresionado al joven Boteler, que no había visto nunca una máquina de guerra como aquélla.
           Una vez que descendió el combés y se adentró en las estancias, el capitán se quedó perplejo ante el lujo y la decoración tardo-barroca que ornamentaba las salas. El interior del buque recordaba a los majestuosos recintos fortificados de los jeques árabes: muebles exóticos, tapices coloridos, detalles minuciosos y costosos. Córdoba estaba en su camarote, sentado en una silla isabelina y flanqueado por dos estantes que contenían artículos decorativos más propios de una mezquita. Boteler tuvo la sensación de entrar en un pequeño palacio en donde las pinturas y cortinas rememoraban el esplendor de los alcázares andaluces.
           Al día siguiente, se desató una furiosa tormenta. Con las gavias en facha, el Trinidad fue alcanzado por dos relámpagos en el palo mesana y la toldilla. Se inició un fuego en la parte alta de la arboladura y la insignia de Córdoba se achicharró junto con parte de los obenques anteriores. La cofa se agrietó y dos marineros se precipitaron al vacío. Uno de ellos pudo asirse a la cordelería y quedó suspendido sobre el puente. El otro se estampó sobre una pila de cabos de cáñamo y milagrosamente sólo se fracturó el tobillo izquierdo. Boteler se alegró de encontrase a bordo de un navío formidable para capear el temporal, pero pensó que ni siquiera el Trinidad era invulnerable a los elementos.
           A la mañana siguiente, el capitán del buque, Fernando Daoiz, escoltó a Boteler hasta el bote que lo llevaría a la fragata francesa Chantil como prisionero de guerra. Durante el trayecto desde su habitación hasta la escalerilla, el capitán inglés reparó en que los marineros hacían chistes y reían a sus paso. Algunos de ellos carecían de piezas dentarias. Además, y según supo más tarde, en la noche siguiente el teniente Alonso de la 1ª batería, fue hallado agonizando en su cámara con el cuerpo empapado en sudor y los pies llenos de llagas.
           Boteler había pasado la noche en un suntuoso navío que estaba siendo azotado por el escorbuto y la fiebre amarilla. Sin haber tocado puerto desde el 22 de junio, la tripulación del Trinidad llevaba más de un mes sin probar la fruta y casi 40 días sin alimentos frescos. El propio Daoiz tuvo que ser sustituido por el tercer comandante del navío después de caer fulminado en la cama por la disentería. Para más INRI, la salud del almirante francés D´Orvilliers cedió ante el empuje de un catarro mal curado y propuso a Córdoba cejar en la tentativa de desembarcar las tropas y retornar a Francia. Tras una deliberación en consejo de guerra a bordo del insignia con vistas al agitado mar del Norte a través del balconaje de popa, la flota arrumbó sur y entraron en Brest a mediados de septiembre. D´Orvilliers fue evacuado de urgencia al hospital naval y el ministerio de marina galo lo reemplazó por el almirante Comte Duchaffault de Berné.
           Carlos III recibió la noticia del fiasco de la invasión con frialdad y resignación. La histórica enemistad con Inglaterra, que se había acerado desde la pérdida de Gibraltar y Menorca, provocaba al soberano muchas noches en blanco. El insomnio le daba ocasión de meditar sobre la manera de debilitar el ascendiente poder naval que estaba convirtiendo a Inglaterra en una talasocracia desafiante y altanera.
           Una vez en Brest, el Trinidad tuvo que ser saneado y desinfectado. Asimismo, se repararon los desperfectos de la tormenta del 19 de agosto. Hubo que sustituir 2 masteleros y una buena parte de las jarcias y obenques del trinquete. Pero el buque insignia español tendría que afrontar otra jornada dramática de lucha contra la naturaleza a finales de ese año de 1779.
           El 18 de diciembre se encontraba fondeado en el surgidero de Algeciras como cabeza de una escuadra franco-española de más de 20 naves que custodiaban el estrecho de Gibraltar para que la plaza no recibiese provisión alguna de la flota inglesa, vigilancia que también llevaba a cabo el almirante español Juan Lángara al mando de una escuadra que patrullaba esa costa atlántica desde el cabo de San Vicente (Algarve portugués) hasta la Roca.
           A primera hora del día 19 empezó a soplar un poniente frío y borrascoso que agitaba las aguas de la bahía y la escuadra de Córdoba inició un bamboleo peligroso. Algunos buques rasgaron el lecho marino con sus anclas y el Trinidad fue golpeado violentamente por unas olas rabiosas y desplazado de su ubicación original en el medio de la línea de enganche. El navío empezó a moverse a través de la rada junto con otros 5 barcos, tres de ellos franceses. Uno de éstos abordó al español por la proa. Córdoba ordenó poner en facha el velamen y desplegar la lona menuda para que el buque describiese un ángulo obtuso y evitar los cañones enemigos. La tempestad lo acercaba azarosamente a las baterías inglesas de la plaza gibraltareña. El viento se convirtió en huracán y parte de los navíos y fragatas francesas fueron arrastrados a mar abierto. El Trinidad, convertido en una gigantesca boya a merced de la furia de Neptuno, era contemplado con sorna por los soldados desde el baluarte fortificado de la Roca. Al poco rato, los cañones ingleses empezaron un redoblo sobre los indefensos blancos desperdigados por la bahía. Daoiz sugirió a Córdoba extender todo el trapo en proa para alejar a la nave del alcance del fuego. Los mástiles de la embarcación gala Indien (64) fueron abatidos por los disparos, derivó hacia el puerto gibraltareño y tras ser cañoneada a bocajarro desde las baterías flotantes a punto estuvo de ser capturada por los buques de guardia ingleses Dublín y Ganges, ambos de 74 cañones, que abandonaron la seguridad del puerto para perseguir la presa. Antes de hacerse con ella los ingleses, un golpe de mar casi la hizo zozobrar y la propulsó fuera de su alcance, momento en que los buques ingleses desistieron al ver como el Ganges perdía el palo mesana y tenía que ser remolcado por el Dublín.
           Entretanto, el titán español era rociado por una copiosa lluvia y se debatía entre aguas turbulentas agitadas por vientos furiosos que las encaramaban a las cubiertas. La lumbre del agua cubría la segunda batería y, a pesar de tener todas las portas cerradas salvo las de la tercera por si era necesario devolver el fuego, el buque empezaba a anegarse debido a la ingente cantidad de líquido elemento que se filtraba al interior. Vapuleado en un mar rabioso y en el punto de mira de los cañones ingleses, el Trinidad era amenazado con una tragedia inminente. La dotación, consciente de que no  se podía hacer fuego con garantías, abandonó el servicio de las piezas y forcejeaba para enderezar el rumbo y achicar el agua. En esta tesitura, el viento cambió y se volvió racheado sur-sureste, empujando a la nave en dirección a la costa marroquí. En medio de un aguacero apocalíptico, la rocosa costa de Espartel asomaba inquietante en el nebuloso horizonte y Daoiz vociferaba para que el gigantesco timón desviase la mole de madera del trayecto que amenazaba con desguazarlo. Las casi 2.500 toneladas del insignia español pudieron, en última instancia, esquivar los bajíos que anteceden a los picachos africanos. En una maniobra in-extremis el timonel fue capaz de reconducir el bajel y adentrarlo en el seno oriental del cabo en donde encontró abrigo en un pequeño puerto natural. A la vez, el viento empezó a disminuir y las anclas fijaron al coloso al arenoso fondo.
           Sin embargo, el Trinidad no había salido indemne. El bauprés estaba romo y la verga sobrecebadera había desaparecido como consecuencia del abordaje con el francés Actif. Los masteleros y vergas de juanete de mayor y trinquete estaban partidos. Además, el periquito y el foque estaban hechos jirones y Daoiz también registró en su parte de daños la pérdida de la verga seca y que hubo que picar la verga de trinquete para evitar que se precipitase sobre la cubierta.
           El año nuevo de 1780 vio como la maltrecha escuadra de Córdoba fondeaba en el puerto de Cádiz a restañar las heridas provocadas por la tempestad. Además del Trinidad, muchos otros buques presentaban daños de consideración. Entre ellos, los más graves fueron padecidos por el Suffisant francés, que perdió el mástil mayor. El palo mesana del Indien, también francés, apareció cerca de las playas de Conil. Una gigantesca grieta dividía en dos la aleta de babor del español Serio, después de haber sido arrojado violentamente contra las rocas cerca de Tánger. El arsenal de la Carraca gaditano no tuvo un momento de descanso hasta el verano con el fin de recuperar el mayor número de buques.
Mientras tanto, Lángara tuvo que reagrupar su flota, que también había sufrido la rabia de los elementos y había sido ciscada por el Mediterráneo. Algunos navíos aparecieron a la altura de Fuengirola (Málaga) y otros en las inmediaciones de la costa marroquí. 
           Los delirios de Jorge III de Inglaterra, acentuados por las nefastas noticias relativas a la guerra de la independencia americana, lo empujaron a tomar decisiones a la ligera. El gobierno inglés estaba decidido a presentar batalla en todos los frentes y a apuntalar sus posesiones en las Indias occidentales y orientales. Para ello ordenó al almirantazgo el envío de soldados y marines al puerto de Kingston (Jamaica) y a la ciudad india de Bombay.
           En consecuencia, a finales de julio de 1780, el almirante Wade zarpó de Plymouth al mando de una escuadra de 10 navíos de línea y 6 fragatas que escoltaban las provisiones, vituallas y pertrechos militares transportados en más de 70 East Indiamen (bajeles mercantes ingleses de la carrera de Indias). El día 3 de agosto, el contralmirante Hawkins, con insignia en el Alcide (80), se desgajó del enorme convoy a la altura del cabo Finisterre y arrumbó sur-suroeste con 25 transportes, defendidos por 6 buques de guerra. El resto siguió la derrota paralela a la costa atlántica lusa y el día 6 al anochecer tenían Lisboa a la vista por babor. Wade envió dos balandras para reponer agua y fruta en las despensas de los navíos.
           Cuando apenas habían vuelto al grupo, desde la cofa mayor del Ramillies (74), donde Wade arbolaba su estandarte, un grito advirtió a la plana mayor del navío de la presencia de varias velas no identificadas al sur-suroeste. Tras atisbar en esa dirección, el capitán Blunt aclaró a Wade que se trataba de dos fragatas españolas y dos francesas en facha inmóviles en el medio del tranquilo océano, a unas 4 millas de distancia. Wade formo línea de batalla mura babor y ordenó al convoy aumentar vela y acercarse a la costa en dirección a la punta más meridional portuguesa, el cabo de San Vicente.
           La calina de este tórrido día estival había impedido al vigía la visión de toda la fuerza enemiga. El almirante Córdoba había urgido al personal del arsenal gaditano para tener preparada la escuadra que había entrado en dique seco a principio de año para ser rehabilitada. Como consecuencia del celo de Córdoba, que supervisó personalmente los trabajos en el Trinidad, 17 navíos españoles y 13 franceses vigilaban el acceso al peñón aquella tarde. La inteligencia gala había señalado esas fechas como el momento en que se esperaba que la flota inglesa navegase aquel verano para hacer escala en La Roca y proseguir rumbo a oriente para reforzar sus lejanas colonias.
           Córdoba alineó 13 buques en la vanguardia, con el Trinidad ocupando el 6º lugar, y voló la señal de persecución inmediata, mientras que 10 navíos, de los cuales media docena portaban la bandera francesa bajo el almirante Bausset, iniciaron la caza del convoy inglés, que fue capturado al instante. Más de 50 mercantes que transportaban efectos por valor de dos millones de libras fueron reducidos en una audaz maniobra envolvente de la flota franco-española. Desplegadas en arco oblicuo desde la costa, 8 fragatas empezaron a martillar el aparejo de los Indiamen, que acabaron dispersos e ingobernables. Tan pronto como Wade se dio cuenta del número de navíos enemigos y escuchó el bramido de los cañones del Santísima Trinidad, inició una veloz carrera en dirección al estrecho. Todos los bajeles ingleses hicieron lo propio. El navío Concepción, del almirante español Miguel Gascón, que integraba la vanguardia de la combinada, soltó trapo y salió tras los buques de guerra ingleses, que seguían las aguas del Ramillies. Cerca del cabo Santa María, Santiago Liniers, comandando una flotilla de 3 cañoneras anejas al Concepción, abrió fuego sobre la fragata inglesa Helbrech (30), la más adelantada y que trataba de unirse al Ramillies. Las cañoneras la inhabilitaron con un fuego certero y continuo, quedando a la deriva y Liniers la apresó personalmente desde la suya, mientras que las otras dos lograron frenar también el avance de la Royal George (28), que fue capturada al momento.
           Los cañonazos del Trinidad demolieron los cascos del Monstraut y el Geoffrey, también de 28 piezas. La fragata inglesa Gaton (30) fue casi calcinada por un incendio que se declaró en el velacho y que se propagó rápidamente, tras ser acribillada desde el Concepción. Cuando llegó la dotación de presa, toda la cubierta estaba sembrada de cascotes, entre los que se encontraban los restos del trinquete. Aun así, pudo salvarse y tras ser reformada y reparada fue incorporada a la armada española con el nombre de Colón.
           El día 30 de agosto entraba en la rada gaditana el Trinidad frente a los 52 naves inglesas apresadas, entre ellas, todas las fragatas de Wade. El Ramillies, un dos puentes muy velero y de gran poder artillero, fue perseguido por tres fragatas y el navío español Arrogante (70) de la flota combinada hasta la bahía de Algeciras, en donde fue asistido por el fuego de las baterías gibraltareñas y entró en el muelle del peñasco. El buque insignia de Wade se salvó de milagro.
           Córdoba y sus hombres fueron vitoreados y agasajados al llegar a Cádiz. El almirante recibió las llaves de la ciudad y acordó una fiesta y recepción a las autoridades civiles y militares en  el fastuoso jardín de popa del Trinidad para aplaudir la masiva captura.

Pintura de Carlos Parrilla

  • > "Jorrando una presa". Pintura de Carlos Parrilla Penagos. Representa un navío español remolcando una fragata británica capturada, que bien puede representar el "festín" que se dio la escuadra de Luis de Córdova con el apresamiento de medio centenar de buques británicos.

           Jorge III sufrió una lipotimia cuando recibió la noticia, no sólo por el varapalo a las arcas del estado, sino porque acababa de perder una importante suma de su propio patrimonio que, aconsejado por su secretario, había invertido en 3 valores de la bolsa londinense. El índice general del incipiente parqué se había desplomado 18 puntos porcentuales tras conocerse la captura de todo el convoy con destino a la India. La compañía de seguros Lloyd´s, una de las inversiones del soberano inglés, entró en números rojos la semana siguiente al conocimiento de la acción naval, tras tener que afrontar pólizas por un valor superior a la mitad de sus activos y perdió el 60 por ciento de su cotización en bolsa.

Reconquista de Menorca

           Tras la exitosa expedición de Richelieu a Menorca en 1754, la isla había caído nuevamente en manos inglesas en 1763, tras la firma del tratado de París. Pero Carlos III estaba decidido a que en las Pitiusas ondease la bandera roja y gualda nuevamente y se alió con Luis XVI de Francia para represar el puerto de Mahón.
           En el mes de julio de 1781 el ministerio de la guerra francés envió 3 carruajes a la ciudad sureña de Toulon. En uno de ellos viajaban los almirantes Comte D´Guichen y Lamotte-Piquet, que partieron de ese puerto con 25 naves el día 10 con destino a Cádiz. Antes de llegar a la bahía gaditana, 30 embarcaciones españolas encabezadas por el Trinidad salieron a su encuentro para conformar una de las escuadras más voluminosas que jamás se adentrarían en el Mediterráneo. A Córdoba, que seguía volando su insignia en el Trinidad, se le encomendó la tarea de asistir a las fuerzas de asalto que tendrían que volver a hincar la bandera española en el castillo mahonés de San Felipe y dirigió a la súper-escuadra hacia el archipiélago, a donde llegó a mediados de agosto.
           El duque de Crillón, jefe de la expedición punitiva franco-española contra las tropas inglesas de la isla, estaba convencido de que una vez desembarcadas las tropas en la Cala Mezquita, la fuerza naval sería poco menos que inservible. Pero el ministro José Moñino se había preocupado de que la flota surta para la reconquista incluyese al mayor barco que tenía la armada en ese momento: el Santísima Trinidad. El porte del navío pesó mucho a la hora de la rendición inglesa. Ubicado a unos 800 metros de la bocana del puerto mahonés, el último reducto sajón en la isla, el Trinidad duchó con hierro redondo incesantemente el castillo. Córdoba reforzó la cubierta con cañones de a 32 libras y, a pesar de la inestabilidad del casco en alta mar, los torreones orientales de la fortificación quedaron demolidos en menos de cuatro horas.
           A principios de febrero del año siguiente y tras agotadoras jornadas bélicas, las fuerzas combinadas franco-españolas habían borrado virtualmente la resistencia inglesa en la ciudadela. El general inglés James Murray, que cedió el castillo a las fuerzas españolas el día cinco, afirmaría posteriormente que sin el martilleo constante que castigaba a sus tropas desde la rada, nunca hubiesen sucumbido y, en concreto, se refirió al Santísima Trinidad como “un gigantesco e incansable puño” que machacaba metódicamente las posiciones inglesas en el bastión mahonés.
           Así es, con un alcance efectivo de una milla y media, el navío insignia español estaba situado a la mitad de distancia, con lo cual sus disparos infligían un daño muy serio a la fortificación, que apenas podía devolver el fuego por estar empeñada con la artillería francesa que sitiaba el castillo por tierra. Además, las madrugadas del 2 y 3 de febrero, Córdoba envió tres oleadas consecutivas de fuerzas sutiles desde el Trinidad que se acercaron al muelle en un movimiento convergente sobre los navíos ingleses para, finalmente, acribillarlos en la oscuridad más absoluta.
           Una vez enhiesta la bandera española en el castillo de San Felipe, la flota volvió a su base en Cádiz. Pero el Santísima Trinidad demandaba más acción. Así, cuando el espionaje galo sonsacó que los ingleses estaban preparando la acometida a un puerto español norteño –probablemente El Ferrol o Vigo- Córdoba volvió a ser comisionado en el buque insignia para patrullar el Cantábrico. En abril de 1782, de Cádiz zarpaba de nuevo el bajel al frente de una escuadra hispano-francesa de 37 navíos y 12 fragatas que, con vientos favorables, se personaron en la cornisa cántabra a finales de ese mes.
           Ante la ausencia de naves enemigas, Córdoba avanzó una flotilla rumbo este-noreste a la que siguió el grueso de la escuadra y ambos grupos enfilaron en canal inglés, llegando a las inmediaciones del puerto galo de Brest en julio. A mediados de agosto y ya de vuelta en la costa gallega, el vigía de la cofa de trinquete del buque España (64), que lideraba la escuadra de vanguardia, avistó varias velas al norte que doblaban la isla de Malante –Sisargas- a unas dos millas de la Costa da Morte. Tras ver la señal en el España, Córdoba se encaramó en la toldilla con el catalejo y pudo contar hasta 22 embarcaciones de pabellón desconocido. Ordenó formar línea de batalla y él mismo en el Trinidad encabezó una arribada convergente con el rumbo de la escuadra enemiga, señalando expresamente al francés Dictateur (74) que siguiera sus aguas sin rebasarlo. El Trinidad cabeceó tozudamente a las órdenes de la cangreja y el timón, y el barco galo, más esbelto y ligero, estuvo a punto de colisionar con el coloso español.
           Esta vez, los vientos jugaron a favor de la flota de Córdoba, ya que mantuvieron la línea naval cerca de la costa. El convoy inglés iba tan ceñido al litoral que quedo materialmente obstruido entre el pedregoso contorno y los cañones hispano-franceses, que empezaron a expeler fuego.
           Las naves con las que se topó Córdoba eran parte de una columna inglesa de 7 buques de guerra y 20 transportes a las órdenes del almirante Cord en el recién botado Atlas (98), que a principios de julio de 1782 había partido de Porstmouth para completar un periplo que los llevaría a Newfoundland (actual Canadá). Habiéndose detenido en el seno de la isla Grande (Sisargas) a reparar varias velas que tenían destrozadas desde que una galerna azotó al convoy hacía quince días, Cord ordenó levar anclas y continuar el rumbo hacia el nuevo mundo. La configuración de las islas Sisargas –tres principales y varios islotes- impidieron a los ingleses divisar la flota de Córdoba, que se hallaba a menos de 5 millas del archipiélago.
           Aquel 12 de agosto, el almirante español activó nuevamente las 50 bocas de fuego del costado de babor del Trinidad y convenció al grupo de mercantes que no tenía sentido oponer resistencia. Con seis fragatas y un navío para oponerse a la línea franco-española, Cord ordenó una virada en redondo y arrumbar al oriente a toda vela, mientras veía como tres fragatas francesas, apoyadas por el fuego del insignia español, capturaba todo el convoy. La escuadra de Córdoba condujo los mercantes en dirección a su puerto base, Cádiz. Tras hacer escala en Vigo, de donde salió orgulloso el pelotón con las presas, el Trinidad volvió triunfante a la concha gaditana al frente de otra captura. Nuevamente, los gaditanos, alborozados, observaron como el titán español, convertido en vigilante de las aguas, entraba en la ensenada y depositaba el premio a su esfuerzo en el amarradero de la Candelaria.
           Ante las acusaciones del fiscal de la corte marcial que tuvo que afrontar Cord en el camarote del Atlas por haber perdido el convoy, el almirante sollozó que “no había flota inglesa en condiciones de oponerse con éxito a la de Córdoba”. Además, declaró que el buque insignia español –Santísima Trinidad-, al que sólo había visto en lontananza, pero del que había oído el rugido y visto el efecto de sus cañones y cuyo formidable arsenal le había sido descrito de forma pormenorizada por el capitán Boteler, del Ardent, era un “demonio marino” (en alusión a su artillería y al mascarón que lucía en aquellos tiempos: un león rampante con ojos ardientes) y muy difícil de medirse a él en una batalla en línea, pues “la altura de su borda implicaba que el fuego de la última batería interesaba el aparejo, mientras que el de las otras dos afectaba al casco de su adversario”. Cord afirmó, asimismo, que la única manera de reducir a un gigante como ése era mediante la superioridad numérica, una aserción profética que pondría en más de un aprieto al Trinidad como se vería en eventos futuros.

Sitio de Gibraltar

           Pero el Trinidad no descansaba nunca. Apenas 20 días después de fondear en Cádiz, la flota de Córdoba era necesitada nuevamente. No lejos de allí, un rumor intenso sacudía el Campo de Gibraltar desde hacía unas semanas. El asedio a la Roca organizado por los gobiernos español y francés se había topado con una defensa encarnizada por parte de la guarnición inglesa, que estaba decidida a cualquier cosa para mantener la Union Jack ondeando en lo alto del peñasco.
           Córdoba apremió a sus hombres y la escuadra partió de Cádiz en dirección al estrecho para reforzar el contingente franco-español que sitiaba el Peñón desde hacía varios años, bajo la dirección del jefe de escuadra Barceló. El general inglés Glasgow había conseguido remozar la artillería trasladando varias decenas de cañones navales a la fortificación. Al comenzar las hostilidades en 1779, desde las posiciones inglesas en la Roca se escucharon sonoras risotadas cuando los oficiales repararon en las dimensiones y características de las lanchas que la armada española había preparado para enfrentar los navíos ingleses en la reconquista de Gibraltar: morteros con base giratoria a bordo de pequeños botes impulsados por una vela o por remos.
           El capitán Sayer, que mandaba las piezas que defendían las posiciones inglesas más al sur de la Roca y se encargaban de repeler los ataques por mar, tornó su sonrisa en rictus dramático cuando vio como, durante tres noches consecutivas, perdió 46 hombres bajo el fuego de esos botes que tanta hilaridad habían provocado en el cuartel general inglés. En una nota surgida de su desesperación para averiguar la ubicación de estos fantasmas nocturnos y neutralizarlos y que luego se convertiría en informe oficial a Glasgow, Sayer decía “ (...) porque atacaban de noche, eligiendo las más oscuras, era imposible apuntar a ese pequeño bulto”.
           Los daños ocasionados por las cañoneras fueron cuantiosos, sobre todo en los buques, cuya artillería resultaba casi inútil contra aquéllas. La contrapartida era que el fuego inglés desde tierra resultaba continuo y certero sobre los objetivos más grandes: los navíos y fragatas. Además, la principal debilidad de las lanchas era su fragilidad, sobre todo con la mar picada. Esta vulnerabilidad quedó patente cuando el apremio azuzó a los oficiales que las mandaban a actuar a plena luz del día, momento en el que eran sistemáticamente barridas desde las baterías inglesas. Decenas de hombres agonizaban asidos a sus restos y los más vigorosos empleaban sus fuerzas en pedir socorro.
           El 12 de septiembre de 1782, los ateridos náufragos de la bahía algecireña se quedaron petrificados cuando vieron las dimensiones del navío que doblaba Punta Carnero. Con un viento suave sobre las gavias, el Trinidad enfiló la diagonal del seno y arrió los botes para recoger a los damnificados. Tras él, casi treinta embarcaciones se dispersaron por la bahía entre los escombros, para alivio de los atribulados miembros de las dotaciones de las baterías flotantes y cañoneras que habían sido utilizadas para cercenar los navíos ingleses anclados alrededor de La Roca.
           El teniente Gurpegui creyó que era el fin cuando, todavía bajo el fuego inglés y amarrado al muñón que un día había sido el palo de su lancha San Lorenzo, alzó la vista y borrosamente fue capaz de distinguir la figura de un oficial español que lo incorporó a bordo de un bote. Gurpegui y su timonel habían sido los únicos supervivientes de la San Lorenzo tras recibir tres impactos en el costado de estribor. La lancha desapareció bajo las aguas en cuestión de segundos, llevándose a 25 hombres a las profundidades de la bahía, y ellos se habían aferrado a la vida abrazados al mástil. La metralla, sin embargo, había lacerado el pecho del timonel y, tras porfiar brevemente con las aguas, fenecía poco después y era engullido por el salitre.
           De vuelta en el Trinidad, cuando Gurpegui tuvo que subir las escalerillas del navío, resbaló y cayó al agua. La fatiga y la larga fila de peldaños había causado el desvanecimiento del capitán. Una vez a bordo, Gurpegui confesó a Córdoba que no había visto nunca tantos escalones arados en el costado de un buque de guerra.
           Estos movimientos de rescate estaban siendo observados detenidamente por Sayer desde Sandy Bay. Al ver aparecer la escuadra española de refuerzo, el capitán inglés dirigió varias salvas hacia el buque de Córdoba. Sin devolver el fuego, el Trinidad desplegó toda la vela para salir del alcance de los cañones ingleses. En la retirada dos bolas impactaron en el casco. Córdoba y el resto de bajeles buscaron abrigo en Algeciras. Allí dejaron a los enfermos y heridos y regresaron a Cádiz.
           El Trinidad había recibido algunos disparos, principalmente en el costado de babor y la proa, por lo que se acometieron varios trabajos de reparación. Una vez en Cádiz, la capitanía general acordó recubrir todo el casco con planchas de cobre y mejorar así su flotabilidad y avance velero. Además se reemplazaron 2 piezas de la 1ª batería que habían explotado por la impericia de su dotación en 3 andanadas consecutivas que el buque intercambió con el inglés Polyphemus (64) en la recolecta de los caídos en el asedio al Peñón.  

Cabo Espartel

           El almirante inglés Howe fue llamado a la cámara de los Lores el día de navidad de 1782, como jefe de la escuadra que se allanó ante la columna franco-española del Santísima Trinidad de Córdoba y escapó al abrigo del puerto luso de Lagos (sur de Portugal), para evitar ser capturado en aguas del cabo Espartel (norte de África). Howe se justificó ante la solemne audiencia aduciendo que “los españoles estaban dispuestos a dejarse la piel para evitar el aprovisionamiento de La Roca”. El día 18 de octubre de ese año, el almirante inglés había cumplido la misión que el almirantazgo le había encomendado e hizo llegar al Peñón 32 transportes que había escoltado desde Plymouth y que la guarnición y la población civil gibraltareña necesitaban como agua de mayo, tras haber estado al borde de la inanición debido al férreo taponamiento que llevaban sufriendo desde hacía tres años por parte de los buques galo-hispanos y después de haber jugado al ratón y al gato con la flota combinada de Córdoba y Lamotte-Piquet.
           Preguntado por los jueces si había al menos presentado el costado de sus buques al enemigo, Howe se encogió de hombros y únicamente dijo que “cualquier marino en su sano juicio hubiese hecho lo que él” una vez que se hubo desembarazado del convoy: regresar a casa por navidad.
           A pesar de la formidable protección que se había procurado en el legendario Victory (100), donde ondeaba su insignia, Howe orzó todo a estribor cuando vio como el San Rafael (74) se ponía en facha para facilitar la llegada del Santísima Trinidad a la línea con el objeto de prolongarse al navío del almirante inglés. Precedido por el 98 cañones Princess Royal y seguido a menos de 1 cable por el Blenheim, del mismo porte, el Victory rehusó medirse con el Santísima Trinidad. El timonel del buque inglés tenía a Howe dándole alaridos en el cuello para virar todo lo que daba la rueda y alejarse del insignia de Córdoba, cuyo bauprés apuntaba desafiante a su popa. Sonó un bramido y el Victory vació todas sus piezas de babor sobre el Bretagne francés(110), matalote de popa del Santísima Trinidad. El San Rafael intercambió fuego con el Princess Royal, y el navío de Córdoba, una vez encajado en la línea, bombardeó al Victory, cercenando el mastelero de juanete mayor y horadando el juanete de sobremesana. Asimismo, 4 bolas de hierro fundido en los Altos Hornos vizcaínos despejaron la toldilla inglesa, en donde quedó una llaga de tres surcos transversales a la borda del navío.
           En su “Naval History of Great Britain”, el historiador inglés William James, al que se le reconoce cierta imparcialidad a la hora de calibrar los daños y bajas en los buques de la Royal Navy, imputa al Santísima Trinidad los cañonazos que mataron a 7 marines en el insignia inglés, a pesar de que ambos navíos estaban a más de 400 metros de distancia y la animosidad entre ellos duró sólo 11 minutos. Howe, que tenía la señal de evitar el combate izada desde que avistó a la formidable escuadra enemiga de casi 4 docenas de embarcaciones, puso agua de por medio entre ambos colosos cuando vio como el 2º cirujano del Victory, Lords, perdió literalmente la cabeza tras una andanada del Bretagne. De la misma forma, James menciona que el San Rafael fue un perfecto escudero del navío de Córdoba pues, cuando el Trinidad se encargaba del Victory, el San Rafael se interpuso al avance del Asia (64), que trataba de cañonear al insignia español por su retaguardia y frustró parcialmente al inglés, ya que, éste desde lejos soltó una ráfaga, parte de la cual cayó sobre el Trinidad, matando en el acto a un marinero que operaba la vela mayor y dejando cuatro heridos en el castillo de proa, dos de ellos de consideración.
           Howe estuvo separado del servicio durante 4 años y se libró de un castigo más severo gracias al testimonio favorable del gobernador de Gibraltar, declaración que fue llevada ex profeso a Londres desde la Roca en una balandra con premura suficiente para no agotar la paciencia de la corte marcial que juzgaba al almirante. También informó en su favor el coronel del ejército inglés Spearmon, al mando del convoy que finalmente entró en La Roca bajo la protección de la escuadra de Howe. Spearmon había hecho constar en su declaración que la flota de guerra inglesa había antepuesto la supervivencia de la guarnición de la colonia al dudoso honor de combatir a una mayor escuadra enemiga en una batalla de tinte ominoso. Para ello y tras recibir noticias de sus naves avanzadas de que la combinada se hallaba en las inmediaciones, Howe arrumbó a la costa africana los días 16 y 17 de octubre, buscando cobijo entre las calas marroquíes, algo muy peligroso si se considera el volumen del grupo que consistía de 25 transportes y 34 buques de guerra (sin contar con las embarcaciones menores). Spearmon, además, tenía motivos personales para aplaudir la opción de Howe de entrar los transportes en Gibraltar: su mujer embarazada estaba a bordo del East Indiamen Canada, que entró sano y salvo en la colonia inglesa.

Surge la “cuarta batería”

           Los días del Santísima Trinidad como guerrero tocaban a su fin temporalmente. Desde 1783 hasta el verano de 1796 el buque permaneció en dique seco y desarmado. Los ingenieros lo sometieron a diversas alteraciones con el ánimo de suavizar sus defectos veleros. Cuando el capitán de navío Rafael Orozco accedió al buque el 20 de julio de 1796 supo que se le había encomendado el mando del único barco de guerra del mundo con cuatro baterías en cada costado. En el otoño precedente, se añadieron 15 metros de borda desde el alcázar y castillo hacia el centro del navío por ambos lados, con lo que, visto desde el exterior, parecía un buque de cuatro puentes. De este modo, la altura desde la lumbre del agua hasta la balaustrada superior era de 25 metros. Con objeto de descender el centro de gravedad, origen de la inoperancia de la primera batería con tiempo revuelto, se redujo la altura de la última cubierta, se incorporó una quilla adicional y rebajaron las dimensiones de los puentes. La fusión de los castillos anterior y posterior facilitó la abertura de varias troneras más (8 de cada lado) por lo que el porte se vio también modificado. Cuando fue botado nuevamente en el muelle de la Candelaria gaditano, el Trinidad tenía 67 mts de eslora, 17 de manga y 9 de puntal. Era un cuerpo de 2.830 toneladas y sus mástiles mayor, trinquete y mesana medían, respectivamente, 50, 45 y 33 mts. Sin embargo, la velocidad de crucero seguía siendo su talón de Aquiles, ya que la cantidad de peso añadido en la parte anterior del buque (debido principalmente a las piezas de artillería y el material necesario para prolongar la quilla) hacía que la proa estuviera ligeramente hundida con respecto al resto del flanco, lo que suponía mayor resistencia al agua y, por tanto, menos velocidad. 
           Nuevamente, las hostilidades con Inglaterra hicieron saltar por los aires la calma en el estrecho. Después de que la Royal Navy apresase varias embarcaciones españolas en el canal inglés, el gobierno de Carlos IV ordenó armar las escuadras del Océano y del Mediterráneo. A principios de agosto de 1796, el almirante Juan Lángara, que enarboló su estandarte en el remozado Trinidad, y el comandante Orozco informaron a la superioridad de que el navío se hallaba surto con 130 piezas de artillería; de a 36 libras en la primera batería, de a 24 y 12 en la segunda y tercera y de a 8 en la cuarta, sin contar los cañones guardatimones (4) y 3 obuses montados en el alcázar y otros tantos en el castillo de proa. En dos pruebas artilleras antes de subirlos a bordo, las bolas macizas de hierro propulsadas por los tubos de a 36 fueron capaces de taladrar una tablazón de roble de medio metro de grosor a una distancia de 300.
           Una vez en el navío, estos armatostes de más de una tonelada y media, necesitaban un mínimo de 15 hombres para su manejo. Tres menos se encargaban de los de a 24 y los de a 12 eran atendidos por 8 ó 9. Así, la leva reclutada por Orozco para llenar las inmensas estancias del buque rozó los 500, ya que la dotación exigida por el navío era de más de 1000 almas. La escasez de artilleros profesionales obligó a los oficiales a embarcar a neófitos marinos y legos en el manejo de las piezas, lo que acarrearía no pocos problemas de efectividad y puntería en la siguiente fricción naval de febrero de 1797.
           El almirante francés Richery llevaba casi un año taponado en la bahía de Cádiz por los barcos ingleses de Jervis. El directorio le había encargado destruir las posesiones inglesas cerca de Newfoundland (Canadá) y para ello se había hecho a la mar el 14 de septiembre de 1795 desde Toulón. Lángara recibió instrucciones del primer ministro Godoy para asistir a la flota gala en su salida de Cádiz con dirección al Canadá y preparó una escuadra de 40 buques de guerra, a la cabeza de la cual iba el Trinidad. Era la primera singladura del buque desde su remodelación definitiva y el incremento de su poder artillero. Aprovechando una ventisca de levante que apartó a la flota de bloqueo, la combinada zarpó de Cádiz a principios de agosto de 1796 y sostuvo un rumbo norte-noroeste durante 10 días. Jervis decidió no perseguir a Richery. Una vez lejos de los cañones ingleses, Richery se dirigió al Atlántico norte y, meses más tarde, agradecería personalmente al gobierno español el refuerzo de los navíos de Lángara en una carta dirigida a la corte madrileña que llegó al puerto de Vigo en una fragata francesa a finales de ese año, aunque también tuvo palabras de censura para el insignia español debido a que su perezosa marcha ralentizó la navegación de la escuadra combinada. Por su parte, el Santísima Trinidad y el resto de la flota española se separaron de la columna gala a la altura del cabo de San Vicente y viraron sobre sí mismos para volver sobre sus aguas en busca del puerto de Cádiz.

Cabo San Vicente

           John Jervis tenía fama de ser un auténtico perro de presa en la consecución de los bloqueos a puertos enemigos. El almirante británico había cumplido celosamente la misión de apropiarse del estrecho de Gibraltar y no permitir el paso de embarcación alguna que viniese o entrase en el Mediterráneo sin su permiso. Se decía incluso que tenía más poder que el propio gobernador de La Roca para disponer en temas militares. Cuando Richery partió hacia Canadá con la escuadra del Trinidad como escolta, la flota de Jervis, con insignia en el Victory (100), que consistía de 20 navíos de línea y varias fragatas, llevaba 400 días apostada a 10 millas de Cádiz. Parte de esta fuerza había sido enviada al Mediterráneo para vigilar los movimientos del enemigo en los puertos de Toulon y Cartagena. John Jervis, que a principios del año siguiente escribiría una de las páginas más brillantes de la armada inglesa, tuvo que sofocar 2 motines en la flota y el intento de linchamiento del capitán Frederick, del Blenheim (98), cuando el reverendo del navío Thomas, accidentalmente, descubrió en el camarote del capitán 8 galones de limonada –entre otras prebendas- destinados a los oficiales, mientras el escorbuto y el desánimo fustigaban la flota.
           Al amanecer del 10 de septiembre de 1796, Jervis se hallaba en el castillo de proa de su buque insignia cuando vio la señal de enemigo a la vista en el palo de mesana del Orion (74), que se encontraba anclado a media milla de distancia delante de él y que repetía la que enviaba la fragata Southampton (32), más cerca de la costa española. El almirante frunció el ceño cuando el sistema de señales que funcionaba entre la flota comunicó al Victory que “medio centenar de buques franceses (sic) se acercan a Cádiz por el norte-noreste, entre los que se encuentran no menos de 6 de primera clase”.
           El capitán del Orion, James Saumarez, admitiría después a Jervis que había dejado el mando del buque al segundo capitán, Burroughs, y había subido a una de las fragatas avanzadas sobre el puerto gaditano para ver de cerca la flota que se acercaba. Desde una distancia considerable Saumarez habían divisado una fuerza muy superior a la flota inglesa de bloqueo, en ese momento 15 navíos de línea y 3 fragatas. Además, dijo al comandante en jefe que el quinto, séptimo y noveno buques de la columna descubierta eran muy voluminosos y, el quinto en concreto, tenía una compostura soberbia. El capitán Saumarez había vislumbrado las siluetas del Santísima Trinidad, Mejicano y Salvador del Mundo, estos dos últimos de 112 cañones cada uno. Desde éste navío, el comandante brigadier Antonio Yepes llegó a ver con nitidez la línea de comunicación inglesa, e incluso disparó varios cañonazos en dirección a los bajeles enemigos para avisar al resto de la escuadra española, que en su totalidad fondeó en Cádiz a la mañana siguiente. Una vez más, Jervis juzgó innecesario un enfrentamiento.
           Una vez reabastecida en Cádiz, la escuadra de Lángara zarpó del puerto el 25 de septiembre a la vista de la flota de Jervis, que nuevamente no hizo nada por impedirlo. El almirante inglés creyó que los españoles se disponían a circundar Gibraltar y despachó dos unidades ligeras para dar aviso en La Roca. Asimismo puso dos fragatas tras la escuadra española con instrucciones de no perderla de vista y observar detenidamente sus movimientos. Una de las fragatas era la Minerve (40), comandada por el que llegaría a ser el marino más incisivo de la Royal Navy: Horacio Nelson. La otra era la Blanche (32), al mando del capitán de fragata Puckett. 
           Sin embargo, la escuadra española siguió rumbo este y se adentró en el Mediterráneo. Lángara sabía que estaba siendo observado y ordenó a tres fragatas reducir vela y esperar a los intrusos, pero cada vez que se ponían en facha, las inglesas hacía lo propio. Al llegar a la altura de la manga del Mar Menor, Lángara viró a estribor buscando la bordada de oriente y Nelson abandonó la persecución con intención de regresar a Cádiz e informar a Jervis.
           La última captura en el haber del Santísima Trinidad tuvo lugar en el Mare Nostrum a principios del mes de octubre de 1796. Una columna inglesa de 18  transportes y 6 buques de guerra con rumbo oeste se cruzó en las inmediaciones de las Baleares con la escuadra del Océano de Lángara, poco después de que Nelson abandonase la vigilancia. Lángara voló la señal de caza general y acto seguido la vanguardia, comandada por el contralmirante Pedro Cárdenas con insignia en el Mejicano (112), aumentó vela con rumbo convergente sobre los ingleses. Éstos iniciaron una maniobra evasiva norte-noroeste y el grupo se desmembró. Por su parte, el centro y la retaguardia de la escuadra de Lángara orzaron a babor para taponar la huida de los mercantes. El Terrible (74), de la división de Cárdenas, fue el primero en aproximarse y abrir fuego. Poco después llegaron el Soberano (74) y el San Nicolás (80), que iniciaron un cañoneo continuo sobre el aparejo de los transportes para impedir que escaparan, ya que los buques de guerra ingleses que los escoltaban habían salido despavoridos. Sin embargo, fue el Oriente (74) el que desarboló y apresó el buque Norfolk, cuya carga telas, aceite y madera quedó parcialmente destruida por el incendio que se declaró en los pañoles después de recibir más de 20 impactos en su casco. El sloop Anfield (20) después de quedarse sin los dos palos más largos en la refriega con la fragata Nuestra Señora de Atocha (40), se rindió a esta nave y su capitán Antonio Pareja tomó posesión del mismo al frente de la dotación de presa. Más veleros que los buques de Lángara, el resto del convoy inglés despareció rumbo norte en la madrugada siguiente.
           El ocho de noviembre de 1796, el Santísima Trinidad dejó ver su majestuoso perfil en la ensenada del puerto sureño francés de Toulon, al frente de una descomunal flota de 50 embarcaciones de guerra. Una vez más, y tras el éxito de la expedición de Richery al Canadá, la Francia revolucionaria solicitaba la presencia del insignia español para guardar las espaldas de su convulsa marina de guerra. Tras la irrupción de la canallesca en las filas de la armada gala, la capacidad de sus oficiales había caído varios enteros y el Directorio creía que, escoltada por buques españoles, la flota que el contralmirante Villeneuve debía hacer llegar a Brest tenía más posibilidades de fondear intacta en aquel puerto norteño francés si el insignia de Lángara surcaba las aguas paralelas al Guilleume Tell (80), donde arbolaba su insignia el almirante jefe que sería destinatario de todas los reproches hispanos casi diez años después tras la hecatombe de Trafalgar. 
           La casualidad quiso que aquel día se dilucidase una polémica que anidaba en las naciones que se disputaban la hegemonía del océano y, particularmente, entre las dotaciones de sus armadas. Desde su botadura en 1769, el Santísima Trinidad llevó la vitola de buque de guerra más grande y con mayor número de cañones del mundo, en atención a las medidas de su obra viva y a su porte. Esta calificación se acentuó tras la metamorfosis que sufrió en sucesivas etapas y que, después de la última de 1795, tornó sus dimensiones iniciales sobre plano en las siguientes: 67 mts de eslora, 17 de manga y 9 de puntal. Sus 2.830 toneladas lo convertían en un auténtico peso pesado y sus mástiles mayor, trinquete y mesana medían, respectivamente, 50, 45 y 33 mts. Los ingleses, que habían visto de cerca el Santísima Trinidad y sufrido sus fuegos más de una vez, suscribían la opinión hispana de que éste era el barco de guerra mayor del orbe y el que tenía más bocas de fuego (136). Por su parte, Francia mantenía que algunos navíos de tres puentes y 120 cañones pertenecientes a la clase Océan eran más grandes que el Trinidad. En concreto, aludían al L´Ocean, botado en 1790 y al L´Orient,  cuyo viaje inaugural tuvo lugar un año después.
           Cuando la escuadra de Lángara llegó a Toulon, el L´Océan se encontraba amarrado al muelle principal del puerto. Los comentarios empezaron al instante y las comparaciones fueron inevitables. Como no había espacio suficiente para ambos en el embarcadero en el que estaba el barco francés, el capitán Orozco ancló su navío en el contiguo, con lo que el bauprés del L´Ocean apuntaba directamente al trasero del Santísima Trinidad. A primera vista, las dimensiones de ambos colosos apenas se diferenciaban, se diría que eran gemelos, salvo en el color (casco negro y baterías en amarillo en el caso del español; ébano y azul el francés). Ante tal ambigüedad, los más interesados en despejar la incógnita solicitaron al capitán del navío francés los planos de delineación del mismo y que se guardaban en la bitácora. Desenrollados los pliegos, sus medidas eran: 65, 17 y 9 mts. de eslora, manga y puntal, respectivamente, que suponían la base sobre la que se movían sus 2.700 toneladas.  En lo tocante a las piezas de artillería, al L´Ocean se le contabilizaron 126, 6 más de las que le asignaba su porte nominal. El parte que el capitán de navío Orozco elevó al Departamento de Marina de Cartagena un mes después decía que el insignia español portaba 136 cañones, por lo que parece que la vieja disputa quedaba zanjada a favor del Trinidad, en lo que concierne a las dimensiones, por apenas dos metros, no así en cuestión de efectividad de fuego, donde el L´Ocean salía claramente airoso, a pesar de contar con 10 piezas menos. Esta fragilidad quedaría patente pocos meses después frente a los ingleses en una de las correrías más dramáticas que se registraron en la bitácora del navío a lo largo de su azarosa vida.
           El 10 de diciembre de 1796, una colosal escuadra franco-española de casi 70 navíos se hacía a la mar desde Toulon en dirección al estrecho de Gibraltar. Los 50 españoles empequeñecían y rodeaban la pequeña flota de Villeneuve, comisionada para reforzar al almirante Rochefort en Brest. Tras una derrota sur-suroeste sin incidentes a lo largo del litoral mediterráneo, los buques hispanos se desgajaron de la columna para entrar en el puerto de Cartagena el día antes de la nochebuena, mientras que Villeneuve siguió el rumbo cara al estrecho. Ése fue el último día que el buque insignia español atracaba plácidamente en puerto sin menoscabo para su integridad física después de una misión de guerra, ya que la siguiente arribada a Cádiz tras el castigo del cabo San Vicente en febrero de 1797 mostraría a un navío desgarrado y con severas mutilaciones, después una singladura épica de varios días que aparece relatada en un excelente artículo de este portal.
            Hacia las 3.15 de la tarde del 14 de febrero de 1797 en las aguas frente a ese cabo luso, el Santísima Trinidad se encontraba en una situación dramática, después de haber sido cercado paulatinamente y ametrallado de manera inmisericorde durante dos horas por hasta cuatro buques ingleses. El almirante Córdoba y el capitán Orozco llevaban ya un buen rato solicitando el apoyo de los suyos mientras veían como la arboladura del navío y el aparejo estaban inutilizados, los cuerpos inertes tupían las cubiertas y el casco había encajado más de 60 disparos. A pesar de la ingente cantidad de bocas de fuego del buque, los defectos de fabricación mencionados supusieron que más de la mitad de los cañonazos que partían desde sus baterías inferiores se perdiese en el océano. Además, la inexperiencia de los artilleros –pastores y granjeros en su mayoría- suponía una cadencia de fuego tres veces más lenta que la que se escuchaba de contrario.
           Desde que el Captain (74) de Nelson disparase los primeros poco después de la una, el navío español había sido el blanco de los cañonazos del Excellent (74), Prince George (98), Blenheim (98), Orion (74) Irresistible (74) y Culloden (74), siendo estos 4 últimos los que provocaron los mayores daños y bajas, ya que dispararon al unísono sobre un silencioso Trinidad por espacio de hora y media sin interrupción. El Blenheim era el responsable de la caída del aparejo sobre el costado de estribor; el Orion dirigió todos sus fuegos a la popa del navío, mientras que el Irresistible y el Culloden se habían centrado en la proa y las amuras, respectivamente.
            Sin poder disparar desde hacía 50 minutos debido a que el costado por el que era atacado se encontraba taponado por la caída del aparejo, y aislado del resto de la flota y sin esperanza de auxilio, el navío arrió bandera alrededor de las 3.30. Desde el Blenheim, su capitán Frederick, que había salvado el pellejo milagrosamente en un motín que se disponía a lincharlo a finales del año anterior durante el bloqueo a Cádiz, envió 3 botes para tomar posesión del navío. Al frente de la dotación de presa iba el teniente de navío Hughes en la primera lancha. Curiosamente, Hughes había sido uno de los artífices de la salvación de Frederick, cuando, empuñando su arma reglamentaria, se interpuso entre éste y la turbamulta que trataba de entrar en su camarote, donde se había refugiado el capitán. Las dimensiones del Trinidad, que estaba a unos 100 metros de los botes, le impidieron ver la silueta del navío que se acercaba por el costado de babor del barco rendido.
            Desde el Blenheim, Frederick se dio cuenta de que no era uno, sino cuatro los navíos españoles que acudían al rescate del Trinidad y vociferó desde el alcázar a Hughes para que volviera. Sonó un disparo de cañón desde el castillo del recién llegado que acuatizó a escasos metros de la segunda lancha donde iba la dotación de presa inglesa que trataba de acceder al insignia español. Algunos marineros de éste creyeron que el navío que se aproximaba los estaba batiendo y buscaron alguna enseña para hacerla visible. Ahora el teniente inglés sí distinguía a través de los muñones que un día fueron los mástiles del Trinidad la aguja de proa y parte del trinquete que asomaban tras el silencioso y vaporoso gigante. Era el Infante Don Pelayo (74) del capitán Cayetano Valdés que, tras luchar con el escaso viento durante toda la tarde, había podido por fin unirse al grupo de Córdoba después de haber sido despachado por éste al sur-suroeste en tareas de vigilancia la madrugada anterior. Tras él, se insinuaban las siluetas del San Pablo (74) y de los tres puentes y 112 cañones  Príncipe de Asturias y Conde de Regla.
           Valdés no reconocía al Santísima Trinidad. La última vez que lo había visto –el día anterior- era un orgulloso buque de cuatro baterías de artillería y 3 colosales mástiles que rasgaban el cielo atlántico en un andar cansino.Lo que tenía ante sus ojos era un gran pontón humeante acribillado por doquier, con las velas raídas y desprendidas sobre la borda, cuyo palo más alto consistía en una disección de un tercio de lo que había sido el de mesana. Además, el comandante del Pelayo no veía distintivo alguno a bordo. La leyenda nominal de popa había sido borrada por los descargas. Si no fuera por los aullidos de los marineros que desde el castillo pedían auxilio en un español angustioso y desgarrado, Valdés hubiese jurado que el desfigurado fantasma que había ante sus ojos era un navío enemigo. Tomó el cono y gritó a la dotación que izase alguna bandera que indicase el pabellón del buque.
            Entretanto, los botes de Hughes estaban de vuelta en el Blenheim. Desde el Orion, su capitán Saumarez, observaba con inquietud la entrada de esta división en el campo de batalla. Junto con el Captain de Nelson, estos tres navíos se habían quedado casi sin munición, después de haber estado soltando andanadas de forma ininterrumpida desde el mediodía sobre los navíos españoles del grupo de Córdoba, principalmente el Irresitible y el Blenheim, que habían sido los primeros en entrar en su radio de acción. Por el contrario, los barcos recién llegados apenas habían intercambiado alguna salva en la distancia con la columna inglesa cuando maniobraba para interceptar la navegación de la división del Santísima Trinidad.
            En la proa del insignia de Córdoba, Orozco ondeó la bandera española vigorosamente para hacer ver a Valdés la identidad del buque, al tiempo que el teniente de señales Arteche, en un palo improvisado, indicaba al resto de navíos que arribaba tras el Pelayo la posición del enemigo. Notando un exceso de peso en la santabárbara de su navío y buscando aligerarlo, Valdés rebasó al Trinidad y descargó una andanada por estribor sobre el soberbio Blenheim. El buque inglés no respondió. Tampoco lo hicieron sus hermanos que empezaban a desplegar trapo para orzar a estribor. El bauprés del San Pablo asomó por la proa del Trinidad y viró a estribor para ofrecer el costado al Irresistible. Su capitán, Baltasar Hidalgo Cisneros, que curiosamente volaría su insignia de almirante en el Trinidad ocho años después en la matanza de Trafalgar, ordenó dos ráfagas consecutivas sobre las popas del Blenheim y el Irresistible, que seguían al Orion en su huída en dirección norte-noreste para unirse al Victory y el Prince George. El Trinidad estaba tan maltratado que el almirante Córdoba tuvo que apearse e izar su insignia en una fragata y dejar los despojos del navío en las manos del capitán Orozco, que sería el encargado de comandar el desagradable periplo de vuelta hacia el puerto de Cádiz.
            En su primer enfrentamiento serio con una armada enemiga, el Trinidad había estado al borde de la ruina. Córdoba dijo que en su dilatada carrera nunca había visto tamaño ensañamiento con un buque de guerra. Afirmaría más tarde que la textura y el grosor de las cuadernas del buque lo habían salvado de acabar en la sima atlántica. Los ingleses habían tomado buena nota de la sugerencia del almirante Cord, del Atlas, que había vaticinado que la única forma de reducir a un gigante como aquél era mediante el asedio coordinado y continuo de fuerzas múltiples.
           Los propios oficiales ingleses estaban estupefactos ante la resistencia del navío, al que dirigieron la mayor parte de su animadversión y al que querían apresar a toda costa para vengar las capturas de aquellos convoyes en su época de gloria, casi veinte años atrás. Collingwood, capitán del Excellent (74), en una carta a su esposa tras la batalla, se quedó sin elogios hacia la figura del Trinidad, al que calificó de incoercible, después de ver como resurgía de sus cenizas en un estado penoso tras haber arriado bandera ante el Blenheim y tres navíos más, se rehacía y volvía a puerto a trompicones.
           Nelson, que había visto el indolente comportamiento de las dotaciones españolas durante una acción contra la fragata Santa Sabina a la que llegó a apresar en diciembre de 1796 frente a Cartagena (Murcia), dijo que llevó al Captain ante los navíos españoles en solitario sabedor de la superioridad artillera de sus hombres, pero se quejó de que los cuatro puentes del insignia español habían hecho inútil el uso de las carronadas y que la altura de su borda lo desanimó a intentar un abordaje. Paradójicamente, las heridas infligidas por el Trinidad y el Salvador del Mundo al Captain, y que lo dejaron al pairo próximo a los navíos españoles, facilitaron su acercamiento al San Nicolás, que estaba desarbolado tras haber sido cañoneado a quemarropa por fuerzas múltiples y acabaría apresado después de un abordaje desde el maltrecho barco de Nelson.

Santísima Trinidad de Carlos Parrilla

  • > "140 cañones". Pintura de Carlos Parrilla Penagos. La pintura representa el Santísima Trinidad haciendo las pruebas de mar después de sus reparaciones y embono que le fueron efectuadas, por los daños sufridos en el combate de San Vicente y que le daría esa fantástica apariencia que le hacía ser único en la Armada y en el mundo.
Cabo Trafalgar

            La flota de Córdoba estaría bloqueada nuevamente en Cádiz durante tres largos años. Las úlceras del Santísima Trinidad tardarían mucho en cicatrizar. La llegada del nuevo siglo vio como estallaba la guerra de nuevo entre España e Inglaterra, aliviada momentáneamente por la paz de Amiens de 1803. Pero la negativa del gobierno de Carlos IV de España a atender las demandas de Inglaterra de abandonar la financiación de la causa napoleónica supuso el recrudecimiento de la beligerancia. Cuando se declaró formalmente la guerra a finales de 1804, el Santísima Trinidad se hallaba en el puerto de Cádiz, desarmado y falto de pertrechos y dotación. Se habían reparado todos los desperfectos sufridos en San Vicente, pero la inactividad a bordo durante tantos años lo había convertido casi en un barco reliquia. De hecho, el almirante Mazarredo, tras pasar revista al buque, remitió una carta al ministro de marina en donde desaconsejaba su rearme en comisión y abogaba por dejarlo como batería flotante en la ensenada gaditana. Sin embargo, el prestigio del navío entre los profesionales de la armada y, sobre todo, sendos informes de los almirantes Gravina y Cisneros en donde aseguraban que los vicios veleros y cañoneros del navío habían prácticamente desaparecido y que la marina española necesitaba al Santísima Trinidad para enfrentar a “la mejor armada del mundo –la Royal Navy-“, convencieron al primer ministro Godoy para que lo incluyese en la lista de los buques que se armarían en esta nueva etapa bélica.

Modelo realizado en hueso del Santísima Tinidad del Museo Naval de la Nación Argentina

  • > Modelo realizado en hueso del Santísima Tinidad del Museo Naval de la Nación Argentina. Fotografía y envío de Fabian Piscitelli. Este modelo perteneció a Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien lo llevó a Buenos Aires siendo Virrey del Río de La Plata.

            El oficio de marinero tenía una reputación fatal en la España decimonónica. La dureza de la vida a bordo y lo miserable de los pagos, que siempre llegaban con retraso, ahuyentaban a los hombres de la marina de guerra. Además del riesgo de perder la vida, los que finalmente se enrolaban tenían que soportar un retiro ruin en caso de quedar inútiles, lo que condenaba al desafortunado y su familia a una existencia rayana en la indigencia y, en muchos casos, a implorar la misericordia ajena para vivir. En ciudades portuarias como Cádiz, Ferrol o Cartagena, se podían ver lisiados retirados del oficio del mar deambulando por los arrabales o, desahuciados moralmente, intoxicados en mugrientas tabernas.
           Uno de los problemas más graves con los que se encontró el capitán de navío y segundo comandante del Trinidad en esta nueva etapa, Ignacio Olaeta, fue cumplir la orden del jefe de escuadra almirante Baltasar Hidalgo Cisneros, que sería asignado al buque insignia a principios de octubre de 1805, mediante la cual tenía que reclutar más de 400 “voluntarios” para engrosar las listas de marineros-artilleros que servirían en el Santísima Trinidad, y que en ese momento eran deficitarias. Con una necesidad de 1.100 hombres según reglamento, en el verano de 1805 el navío únicamente disponía de 300 marineros y 250 artilleros profesionales y experimentados, aunque se trataba de una experiencia relativa debido a los 8 años que habían pasado en la reserva y que únicamente permanecían en el oficio 78 marineros y 56 artilleros veteranos de San Vicente, por lo que se imponía la recluta de una masiva leva para servir en sus enormes cubiertas.
           Acompañado por un pelotón de 15 hombres al mando del teniente del navío Claudio Roig, Olaeta procuró “mano de obra” en Cádiz, Conil, Barbate, Algeciras y otras aldeas cercanas. Además, hizo que el director del penal del Puerto de Santa María publicase un anuncio en el patio de recreo del centro penitenciario en donde se aseguraba que “aquellos que estén dispuestos a servir al rey serán exonerados de su culpa y podrán rehacer y ganarse la vida por medio honrado”.
           Uno de los episodios más grotescos del reclutamiento tuvo lugar en el mesón “Tres Carabelas”, que se encontraba justo frente al muelle de La Cabezuela de la ciudad gaditana. Ante la reticencia de dos hermanos adolescentes a estampar una cruz en el documento de enrolamiento, un marinero del pelotón de refuerzo que lo rodeaba puso la pluma entre los dedos de la mano derecha del mayor de ellos, la acercó al impreso y agitó el brazo del atemorizado muchacho, que miraba con inquietud el alfanje incrustado en el cinturón del cabo de recluta. El hermano menor se apresuró a rayar la hoja cuando le tocó el turno sin necesidad de asistencia motriz.
           Cuando Olaeta se presentó ante la capitanía general de Cádiz a mediados de septiembre venía acompañado de 350 “voluntarios” que formarían parte de la dotación del Trinidad, de los cuales casi medio centenar habían sido rescatados de entre la población reclusa de la provincia gaditana y onubense y varios tenían las manos manchadas de sangre y habían preferido embarcarse a seguir comiendo cucarachas en una sórdida celda del Puerto de Santa María. La mayoría de los reclutados se encargarían de cumplir las órdenes pertinentes para manejar las velas y vergas o de servir las 140 piezas de artillería que finalmente portaría el navío en su salida de puerto el 20 de octubre de 1805, llevando a bordo una dotación de 1048 hombres, con destino al Mediterráneo como integrante de la flota combinada franco-española bajo el mando del almirante francés Villeneuve.

Modelo realizado en hueso del Santísima Tinidad del Museo Naval de la Nación Argentina

  • > Otra vista del modelo realizado en hueso del Santísima Tinidad del Museo Naval de la Nación Argentina. Fotografía y envío de Fabian Piscitelli.

           Durante la batalla del cabo San Vicente, los ingleses se habían quedado con la miel en los labios y habían tenido que renunciar a añadir el Trinidad a su lista de capturas. Era un botín muy apetitos y el almirante Nelson, casi ocho años después y teniendo como testigo el cabo Trafalgar a babor, se marcó como primer objetivo capturar al rehabilitado navío insignia español, y a última hora de la mañana del 21 de octubre de 1805, en el afamado Victory (100), que ya se había medido fugazmente con el Trinidad hacía casi 25 años en la escaramuza del cabo Espartel, viento en popa, bogaba directamente hacia el costado de babor del buque español, en una derrota audaz que le costaría muy caro. El capitán de bandera de éste, Francisco Uriarte, ordenó abrir fuego sobre el Victory de Nelson cuando el sol se encontraba en el punto más alto sobre el océano Atlántico y, acto seguido, las baterías de babor del Trinidad escupieron sus balas. El humo cegó a los artilleros, pero una nueva andanada partió de sus piezas con intención de desbaratar la arboladura del navío de Nelson y alterar su derrota, que apuntaba a la popa del insignia español. El buque inglés retembló y una serie de jirones aparecieron en la hinchada vela de trinquete y velacho, pero sostuvo su fuego. La siguiente descarga, que tardó una eternidad en producirse, segó en el acto la vida de 7 marines en el castillo de proa del Victory, dejó malheridos al teniente Bligh y al guardia marina Bulkeley y destripó al secretario personal del vicealmirante inglés, John Scott.
           El tres puentes de Nelson, que venía seguido de los gemelos de 98 piezas Neptune y Temerarie, orzó a estribor al ver que el insignia francés Bucentaure (80), del capitán Magendie, se ceñía sobre el Trinidad y obturaba la vía por la que el Victory pretendía cortar la línea franco-española. Desde la toldilla del insignia español, Cisneros escuchó como bramaron nuevamente las baterías de su navío. Algunos balazos se colaron por las portas al interior de las apiñadas cubiertas, causando una escabechina y otros quedaron incrustados en el casco del insolente barco inglés, matando al capitán de marines Charles Adair y a su ayudante Thomas Whipple, poco antes de desaparecer del alcance de los cañones españoles tras la popa del insignia francés.
           La actividad en las cubiertas del Trinidad era frenética, pues tras haber recibido y despachado al Victory, ante él apareció la grandiosa proa del inglés Neptune, del capitán Freemantle, que empezaba a virar a babor para ofrecer sus temibles costados. Uriarte ordenó al capitán Sartorio que continuara el fuego sobre el recién llegado y éste repartió los artilleros entre las piezas de ambas bandas, mientras veía como el Victory se aproximaba por la aleta de estribor tras rodear por detrás al Bucentaure, después de haberle despedazado la popa y diezmado su nómina con dos andanadas a quemarropa. Cuarenta balazos partieron de la banda izquierda del insignia español. La salva del Trinidad hendió la parte anterior del buque de Freemantle, que se estremeció ante los aullidos de los que habían sido alcanzados. Uno de ellos fue Richard Hurrell, asistente de cámara del capitán Freemantle, que vio como una bala le arrancó de cuajo la tibia y el peroné de la pierna izquierda.  El Neptune empezó a martillar la mura de babor del Trinidad, enviando 50 cañonazos cada 4 minutos. El navío de Cisneros no se acobardó y soltó otra rociada que golpeó de lleno la amura de estribor del tres puentes inglés y descompuso tres piezas de la segunda batería.
           El Victory, titubeante y medio desarbolado y con 50 hombres fuera de combate después de soportar andanadas al unísono del Trinidad y el francés Redoutable (74) del capitán Lucas, inició un cañoneo continuo y metódico sobre el costado de estribor del Trinidad, que empezaba a notar las dentelladas entre su dotación. Los cañonazos hacían vibrar al buque y el aparejo se zarandeaba. A su vez, el capitán Eliab Harvey, al frente de la dotación en el Temeraire, que acababa de arrasar las cubiertas del Redoutable con tres andanadas mortíferas a bocajarro, trató de estacionar su buque a escasos 50 metros del Trinidad y empezó a vomitar fuego a discreción. Cisneros ordenó a Uriarte arribar dos cuartas sobre el recién llegado para que el costado del Trinidad se prolongase adecuadamente a su adversario. El insignia español respondió rápidamente y la cubierta del navío inglés quedó completamente arrasada. Los calafates se precipitaron a reparar los desperfectos. Entre los decesos se encontraba el teniente de marines John Kingston. El Temeraire rebatió la oferta española al instante con dos andanadas más y una bala guillotinó al teniente de navío Cisniega y su testa quedó empotrada en las jarcias. Las piezas de la batería superior del Trinidad soltaron fuego nuevamente sobre el Temeraire y 11 marines aparecieron reventados sobre el entramado. El cuerpo deformado de Lewis Oades quedó colgado del cable de una de las anclas. Era uno de los carpinteros que trataba de reajustar las jarcias. El Neptune replicó con dos nuevas andanadas y a los pocos minutos, los majestuosos balconajes del buque español saltaron hechos astillas y una de ellas alcanzó al capitán Sartorio en la espalda baja, quedando contuso sobre la cubierta. Uriarte apremió a los marineros destinados en el alcázar que sacasen cuanto antes de ahí a Sartorio, ya que, atolondrado, no podía incorporarse por sí mismo. El guardia marina Antonio Bobadilla, que tenía como misión la salvaguarda del gallardete nacional, no tuvo tanta suerte y, tras ser alcanzado en el torso, se desangró a escasos metros del palo donde volaba la franela.
           En este momento, los servidores de las piezas debían redoblar esfuerzo para atender las baterías de babor y estribor del Trinidad. La consecuencia directa fue que de los sesenta cañones por banda que disponía el buque, únicamente 40 eran activados en cada andanada y con una cadencia muy discreta de 8 minutos. Olaeta pidió al teniente Oria que se diese preferencia a las piezas de babor para contestar al fuego del Neptune y el Temerarie, ya que el Victory, que disparaba menos desde estribor, estaba también empeñado con los franceses Redoutable y Bucentaure. Y así se hizo, todos los artilleros disponibles se ajetrearon en amartillar los cañones de ese lado. Desde ese momento, los cañones de estribor del Trinidad apenas tenían servidores y el flanco se volvió más vulnerable.  
           Uriarte se desgañitaba para que las baterías contestasen al fuego con mayor rapidez y veían como la tablazón de la cubierta se llenaba de sangre y de escombros. El Trinidad replicó la ofensa de otra descarga del Temeraire con una andanada de efectos destructores sobre el navío de Harvey, al que redujo su plantilla en 12 hombres –entre ellos el capitán de marines Simeon Busigny- y cercenó el mastelero de sobremesana, cayendo todo el aparejo sobre la popa. Harvey manifestaría en su informe postrero sobre la batalla que esta rociada del Trinidad había sido la más mortífera que había recibido su navío en toda la acción, ya que sorprendió a sus hombres tratando de recolocar varios cañones de la segunda batería que habían sido derribados en una ráfaga anterior. No obstante, los nueve puentes de artillería que descargaban de manera monocorde sobre el Trinidad y el no divisar la llegada de auxilio alguno en las inmediaciones tornaban la situación siniestra para el navío de Cisneros. La siguiente rociada desde el Neptune desmontó parte de la toldilla y se llevó por delante la vida del teniente de fragata Martín Oria. El propio Uriarte tuvo una contusión en la pelvis cuando fue alcanzado por el latigazo de un obenque, pero se rehizo y permaneció en su destino impartiendo consignas con la voz entrecortada.
           Con el Bucentaure desmantelado e inmóvil, el Trinidad era ahora el insignia de la combinada y Cisneros elevó la señal pidiendo socorro a los buques más próximos. La nebulosa provocada por el cañoneo del Neptune y el Temeraire impedía a Uriarte ver la disposición del resto de la flota. Después de una hora y media achicharrado entre tres buques enemigos, el Trinidad necesitaba un balón de oxígeno. En su lugar, Uriarte escuchó una nueva ráfaga desde la tercera batería del Temeraire que despejó parcialmente el castillo de proa del Trinidad, dejando al teniente de navío Joaquín Salas agonizando tras un impacto en el abdomen y asido a la base del palo mesana. Cuando se disipaba la humareda, una proa al fin se distinguió camino del insignia español desde barlovento. Para sobresalto del capitán Uriarte, se trataba del sencillo Leviathán (74) inglés que, bajo el mando del capitán Bayntun, traía nuevos bríos. A las 14.30 horas, el Trinidad estaba literalmente cercado y hostigado por 4 embarcaciones enemigas, pero aún fue capaz de recibir a este navío con varios cañonazos que lincharon a tres artilleros de la primera batería y contusionó al guardia marina Jeremiah Watson, que moriría poco después, constituyendo la mayoría de las bajas del Leviathan en todo el combate.
           Cisneros intentó una maniobra de alejamiento para aliviar la situación del buque, pero el navío apenas se movía con un soplo sobre las gavias. La fragata inglesa Naiad señaló al resto de la flota la posición del gigante español y que estaba a punto de sucumbir. Varios buques ingleses empeñados a una milla al sur desplegaron lienzo y arrumbaron norte-noroeste para unirse a la carnicería. El Leviatán descerrajó otra andanada y los capitanes Olaeta y Sartorio resultaron malparados. El primero sufrió la amputación de la mano derecha y el segundo un fuerte golpe con herida abierta en el muslo izquierdo.
El Victory había quedado abarloado con el Redoutable y acabó derivando fuera del radio de acción del navío de Cisneros. Pero su lugar fue ocupado raudamente por el  Conqueror (74) del capitán Pellew que vislumbró las banderas de la fragata señalizadora y, nada más incorporarse a la cacería, descargó toda su batería de babor sobre el indefenso costado derecho del Trinidad. El mastelero de velacho salió volando, quedó colgado sobre la proa y arrastró a 8 hombres al agua, entre los cuales se encontraba el teniente Juan Matute. Uriarte vio como la sobremesana caía encima de uno de los botes arriados y con él la bandera española que indicaba el pabellón del buque. A modo de bienvenida y como último estertor, el Trinidad liberó una nueva y épica andanada sobre el navío de Pellew, eliminado a dos marines y dejando herido grave al teniente de la marina imperial rusa Philip Mendel.
           El capitán Harvey del Temeraire no podía dejar de sentir cierta mezcla de admiración y desprecio por el forzudo buque español. Este sentimiento encontrado tenía su origen en la epopeya que había experimentado el Trinidad en San Vicente y que había maravillado al capitán inglés. Poco después de Trafalgar, Harvey sería recibido como un héroe en Inglaterra al ser considerado uno de los artífices del éxito contra la combinada y tuvo palabras de elogio hacia los navíos enemigos, sobre todo para el Trinidad, al que calificó de mártir invencible y a sus servidores ejemplo para cualquier marino, después de ver como el buque soportaba estoicamente un castigo inacabable sin renunciar en ningún momento a la lucha, entregándose únicamente cuando la situación fue irreversible. Dijo, además, que dudaba que entre los navíos ingleses hubiese alguno capaz de alcanzar el nivel de sacrificio que exhibió el emblema español.   
           A escasos 500 metros, el Bucentaure llevaba ya varios minutos silenciado. Cisneros tomó el catalejo y observó que la batalla estaba también en su apogeo 2 millas más al sur, en donde el Príncipe de Asturias (112) de Gravina se hallaba asimismo rodeado de humo y fuego. En las proximidades del Príncipe, cuatro navíos, uno de ellos de primera clase, se ensañaban con el San Juan Nepomuceno (74) del brigadier Churruca.
           A las tres y media de la tarde, el Trinidad se defendía bravamente contra cinco enemigos a la vez, a pesar de que su capacidad de fuego estaba reducida a la mitad. Pero ninguno de ellos se arrimaba al coloso hispano. Empero estar gravemente desbaratado, el navío todavía imponía respeto a sus enemigos. A pesar del gran tamaño del Neptune y el Temeraire, ni Fremantle ni Harvey intentaron en momento alguno el abordaje, y tuvieron mucho cuidado de situarse a toca penoles de un castillo de pólvora como ése, pues suponía que una chispa viajera provocase una explosión apocalíptica que devastaría cualquier cosa que se encontrase a 100 metros a la redonda. Se contentaban con reducir lentamente la solidez del hercúleo buque mediante un tratamiento similar al administrado en San Vicente y que consistía en la aplicación gradual y sistemática de grageas de hierro.
           Un ametrallamiento conjunto del Neptune y el Temerarie, sobre ambas amuras del buque español, y del Africa (64), del capitán Digby, por la aleta de estribor, aniquiló la marinería de la cubierta y cercenó las vergas de dos de los palos anteriores del navío, que, en innumerables fragmentos, se desplomaron sobre el ensangrentado maderamen. Cisneros fue arrojado violentamente sobre el alcázar tras la sacudida y acabó encaramado al cuerpo desmembrado e inerte del teniente de artillería Juan Medina. Los despojos de Medina fueron arrojados al agua sin contemplaciones. Cinco artilleros portaron al almirante al sollado para ser atendido de un fuerte impacto en el pecho. Tenía la cara lívida y los ojos semi-cerrados. Al llegar a la enfermería recuperó la conciencia y, recordando la escena de horror que se veía en cubierta y considerando la posibilidad de que sus ayudantes entregasen el navío, envió mensaje imperativo a Uriarte de no ceder el navío “bajo ninguna circunstancia”.
           Los armeros del buque de Cisneros no se amilanaron. Poco después de recibir la triple descarga, sus piezas tronaron y el minúsculo Africa fue alcanzado íntegramente en el costado de babor. Con casi el doble de altura, el insignia español barrió literalmente el intacto puente del barco inglés. El teniente Matthew Hay y el guardia marina James Elmhurst, ambos en el castillo en las inmediaciones del capitán Digby, fueron despedidos por la andanada, que deformó la balaustrada. En la primera batería, las astillas lograron menoscabar la integridad física del capitán James Tynmore, de los Royal Marines, que expiraría días después como consecuencia de las heridas. La onda expansiva también mutiló al guardia marina Frederick White y a Henry West,  paje del coronel de infantería Robert Payton.
           El Africa se había aproximado al Trinidad después de disparar varias salvas en la distancia a algunos buques franceses que abandonaban el escenario de la batalla en dirección sur-suroeste y tanto Uriarte como el capitán Riquelme no lo habían visto venir con nitidez, debido a que el navío inglés surgió entre la polvareda que se arremolinaba desde el Victory y el Redoutable, que se estaban cañoneando a bocajarro y se hallaban enganchados por garfios de abordaje lanzados desde el buque francés.
           Desde la cubierta del buque, que llevaba callado mas de 15 minutos, el capitán Uriarte atisbaba en derredor y no veía señal de navío amigo alguno que pudiera remolcar o asistir al jayán herido. Entre la nebulosa, el capitán vio que tres botes con bandera inglesa se dirigían a la castigada popa del Trinidad. Al ponerse a la voz, Uriarte envió a buscar al teniente de navío Basurto, que farfullaba el idioma de Shakespeare, para que explicase a los hijos de la Gran Bretaña que se alejaran de su línea de fuego, ya que el navío no se entregaba. El capitán Digby, milagrosamente indemne tras la demoledora andanada del Trinidad, no se fiaba del mutismo del navío de Cisneros después del prolongado silencio de sus baterías y la escasez de oficiales en el puente, y tras repasar con los prismáticos la cubierta del Trinidad y no ver bandera alguna, supuso que el navío se había rendido y remitió tres lanchas con la dotación de presa al mando del capitán Hill para hacerse cargo del barco. Este episodio distendido concedió al navío los primeros minutos de calma desde el mediodía y ayudó a respirar a los hombres que aún quedaban en pie. A pesar de la malquerencia, la marinería del Trinidad guardó las formas y reprimió los impulsos de echar a pique las chalupas a cañonazos o de abatir a tiros a los representantes de los responsables de la escabechina que sufrían.
           Pero la tregua no duró mucho. Apenas tres minutos después de que los botes del Africa se alejaran del casco, el capitán Pellew, irritado ante la tozudez del cuatro puentes, ordenó un nuevo ametrallamiento desde el Conqueror, que se encontraba a escasos metros de la aleta del Trinidad, retomando el estrépito que había sido interrumpido momentáneamente. El impacto fue ensordecedor. En la enfermería, Cisneros experimentó un arranque de orgullo patrio al comprobar que, a pesar de la calma anterior, el navío seguía batallando y se incorporó en su lecho con la intención de recobrar su puesto en la toldilla. El cirujano ayudante Artemio ordenó al almirante volver al catre.
           Sin embargo, en la cubierta el sentimiento fue descorazonador al ver el efecto salvaje de este nuevo ametrallamiento. Salvo cuatro, todas las piezas del flanco de babor quedaron desmontadas. El trinquete, único mástil erecto antes de la deflagración, fue amputado y salió disparado, amerizando en medio de un océano que empezaba a agitarse y dejando suspendido el aparejo sobre el raído mascarón de proa. Uriarte quedó supino en la toldilla en medio de un charco de sangre después de ser golpeado en la nuca por una traviesa. Tras un rápido reconocimiento del facultativo de cubierta y comprobar que todavía respiraba, el capitán fue evacuado a la enfermería.
           La desmoralización en la dotación fue automática. Con el almirante Cisneros lesionado y ausente y el capitán Uriarte aparentemente muerto, el segundo comandante del navío, capitán Riquelme, convocó una conferencia en el combés del desmantelado buque con el resto de oficiales a las 4 de la tarde. Una vez finalizada, Basurto bajó a exponer a Cisneros la situación del navío, del enemigo y el resto de la flota combinada. El teniente también detalló al almirante el preocupante cariz que tomaba la mar, sobre la que se cernía una tempestad. La humareda general impedía ver con nitidez la situación de la escuadra combinada, pero Basurto hizo saber a Cisneros que el Bucentaure y el Redoutable habían sido rendidos y capturados. El Heros (74) francés se hallaba a la deriva y completamente descuartizado y que del que suponía era el desfigurado Santa Ana (112) de Álava salía una humareda continua y se encontraba rodeado de buques enemigos.   
           Cisneros otorgó su aquiescencia a la sugerencia de Basurto, que había sido alcanzada por unanimidad en la reunión del combés, de rendir el buque y tratar de salvar a los heridos que se hacinaban en todas sus estancias. En consecuencia, el propio Basurto surgió en la cubierta y se encaramó a la carcomida baranda de la toldilla blandiendo y ondeando la Union Jack en dirección al castillo del Neptune. Para congoja de Basurto y el resto de la dotación, un nuevo monstruo de tres puentes había arribado a la escena mientras los oficiales tomaban la decisión de rendir el buque. Era el inglés de 98 cañones Prince, al mando del capitán Grindall, pero sólo presentaba abiertas las troneras de la tercera batería, aunque se mantenía a la expectativa en un silencio inquietante.
           Con las sombras de la noche como testigo, la dotación de presa enviada desde el Neptune, que encabezó el propio Harvey e incluía a los tenientes de marines Walsh y Hancock, tuvo que bajar a la enfermería del Trinidad para recoger la espada de Cisneros como símbolo de la rendición del buque, pues éste se hallaba todavía conmocionado. Unos pasos más allá el médico reconocía a un exánime Uriarte, al que se le encontró una pequeña contusión en la base del cráneo. Cuando volvió en sí, el capitán del Trinidad no pudo contener las lágrimas al comprobar el triste final del buque y la dimensión de la masacre que presenciaba en derredor: hombres despedazados y amontonados de los que salían horrendos sonidos lastimeros, marineros hechos y derechos gimoteando como niños y las cuadernas del buque anegadas.
           Acompañados por el capitán Riquelme, el teniente Basurto y el resto de oficiales, algunos de ellos renqueantes por las heridas recibidas, Cisneros y Uriarte abandonaron el parcialmente encharcado hospital del Trinidad, camino de los botes que los llevarían al Neptune, custodiados por los marines. El navío hacía medio metro de agua por hora. En su ascenso a la cubierta, observaron un espectáculo tétrico. Los heridos se aglomeraban a las puertas de la enfermería, una vez rebasada su capacidad de albergarlos a todos y sus quejidos taladraban el cerebro de los que todavía tenían vivo el sentido del oído, tras el estruendo balístico. Las baterías estaban atestadas de cuerpos inertes y destrozados. Las piezas desmontadas o volcadas. Los partes oficiales remitidos a las autoridades navales españolas tras la batalla cifran en varios centenares las bajas a bordo del navío. El aparejo del buque, en su día un ordenado y vasto entramado de cuerdas, velas y palos, había quedado reducido a una maraña informe de maderos y cascajos que yacía en el armazón o colgada por la borda. No tenía un solo mástil en pie y la viga más larga la constituían 8 metros de los restos del bauprés, amputado casi al ras. Ya desde la lancha, Cisneros se volvió para ver el costado de babor del buque: estaba labrado a cañonazos. El encrespado agua entraba a borbotones por los innumerables orificios y por las troneras, la mayoría de ellas abiertas al haber volado las portezuelas.
           En la batalla del cabo San Vicente, el navío había sido sometido a un correctivo atroz por parte de varios buques enemigos hasta su rendición. En el punto álgido del escarmiento, hasta 5 barcos de guerra ingleses disparaban a un tiempo sobre el Trinidad que, aún habiendo provocado serios daños a sus enemigos, no pudo aprovechar completamente su potencial de fuego para repeler a sus adversarios. En esta ocasión, sin embargo, el buque de Cisneros fue un hueso duro de roer y todos sus 140 cañones y obuses fueron disparados sin desfallecimiento mientras quedaban servidores útiles de piezas. El almirante había leído atentamente el informe sobre el combate de San Vicente que había emitido su infortunado antecesor en el cargo Córdoba, así como las actas levantadas en el consejo de guerra subsiguiente que supuso su expulsión de la armada. Para evitar padecer detrimento en el uso de los cañones de la primera batería como le había pasado en San Vicente, antes de zarpar de Cádiz, Cisneros ordenó cargar las bodegas y pañoles del Trinidad con cañones viejos, sacos terreros y otros bultos, buscando una mayor estabilidad en el casco del coloso. La consecuencia fue que el centro de gravedad del navío bajó casi dos metros sobre la lumbre del agua y sus baterías quedaron perfectamente niveladas sobre el océano, con lo que se consiguió el ángulo de tiro deseado que tanto deterioro motivó a sus antagonistas, sobre todo al principio del combate cuando todas sus baterías tocaban al mismo son.
           Las consignas de Nelson relativas a capturar al que creía era el buque insignia de la combinada desembocaron en la contumacia que pusieron en su acecho los capitanes Harvey, Freemantle –amigo personal de Nelson- y Bayntun, principalmente, ya que éstos dejaron exhaustos los pañoles de pólvora de sus embarcaciones con el ánimo de subyugar al navío de Cisneros, que fue el único contendiente del Temeraire, Neptune y el Leviathan, por lo que todas las bajas y desperfectos ocasionados en los dos primeros y el 95% de las del segundo fueron causadas por el Trinidad. Cuando el Temeraire y el Neptune anclaron en Gibraltar el día 25 de octubre de 1805, sus comandantes redactaron el informe sobre la batalla, que incluía el estado del navío y sus dotaciones. Harvey contabilizó 47 defunciones y 75 heridos, de los cuales casi sesenta expirarían antes de acabar el año. Asimismo, el parte indicaba que sólo le quedaban 15 toneles de explosivo de los 250 con los que había partido de ese mismo puerto a principios de octubre. Thomas Freemantle cifró en 10 y 34, respectivamente, esos guarismos de bajas, aunque el capitán, en una acotación a pie de página, dice que el número de difuntos le fue comunicado por su ayudante, ya que él no pudo comprobarlo personalmente. Además, el Neptune había vaciado 210 toneles de pólvora sobre el Bucentaure y, sobre todo, el Trinidad en tres horas de lucha casi ininterrumpida. El Leviathan tuvo menos bajas, pues cuando se incorporó a la desigual batalla, el navío de Cisneros apenas pudo replicar su fuego. Aún así, el Trinidad era el responsable de los 22 heridos que Bayntun anotó y casi la mitad tenían amputaciones y heridas mortales, por lo que es muy probable que los 4 muertos que aparecen como cifra oficial fuesen aumentados posteriormente.   
           Una vez en el Neptune, los prisioneros Cisneros, Uriarte y Riquelme fueron recluidos en el camarote de Harvey, escoltados por un pelotón de marines, para más tarde entrevistarse con el vicealmirante Collingwood en la fragata Euryalus, ahora jefe de la flota inglesa tras la desaparición de Nelson. Cisneros escribiría que el trato dispensado a él y todos los oficiales durante el cautiverio fue exquisito y que los ingleses en ningún momento se mostraron soberbios con los vencidos, sino que colaboraron esforzadamente en salvar vidas y en conciliar odios.
           En el Trinidad, el teniente de presa Walsh, ahora a cargo del buque, dio prioridad a evacuar a los heridos y a mantenerlo a flote, una labor muy penosa a tenor del temporal, que arreciaba por momentos, y de que de las cuatro bombas de desagüe únicamente funcionaba la mitad. Todos los hombres que podían mantenerse en pie aunaron sus empeños en esos cometidos, mientras las fragatas inglesas Naiad y Phoebe y el navío Prince  trataban de remolcar el vapuleado casco en dirección a La Roca en medio de un temporal in-crescendo.
           En los dos días siguientes se trasladaron más de 90 contusos desde el Trinidad al Neptune y Prince. Éste último, un pesado y lento navío, había llegado tarde a la conflagración de la combinada y la columna inglesa, por lo que estaba intacto y tenía sus bodegas repletas de munición y explosivo. Además de las labores de remolque de la codiciada presa, el Prince se mantenía vigilante de que esta penosa tarea no se viera perturbada por la llegada de nuevos buques enemigos. El vendaval de poniente se convirtió en levante el día 24 de octubre y el grupo de embarcaciones empeñadas en salvar al navío español se vio arrastrado al océano abierto y ahora se encontraba a casi 50 kilómetros al suroeste del cabo Trafalgar. Las bodegas del Trinidad estaban completamente encharcadas y el agua desalojada apenas reducía la inundación. El buque se contoneaba violentamente en un mar enfurecido que ponía en peligro incluso a barcos indemnes como el Prince o la fragata Naiad.
           La tripulación que lo marinaba se apeó apresuradamente de los despojos del otrora solemne barco a las 5 de la tarde de ese día 24 de octubre de 1805, abandonando a su suerte a casi un centenar de magullados que todavía permanecían en su interior. El pecio se hundía y los remolcadores cortaron los cables ante el peligro de ser arrastrados con él a las profundidades. Ante la atenta mirada de los extenuados hombres que habían intentado salvarlo, el Santísima Trinidad, orgullo de la armada española durante casi cuatro décadas, era engullido por unas aguas hirvientes, imprimiendo una imagen histórica y espeluznante en las retinas de aquellos que vivieron sus últimos segundos sobre la faz de la tierra.

Tempestad tras la batalla de Trafalgar

  • > "The Battle of Trafalgar, 21 October 1805: end of the action". Pintura de Thomas Buttersworth. National Maritime Museum, Lóndres. El hundimiento en el Océano Atlántico del Santísima Trinidad terminó siendo el final de este mítico navío.
ANEXO Armamento y dotación del Trinidad en 1796 y en 1805.
En 1797 (San Vicente)* En 1805 (Trafalgar)**
Armamento
Cañones de a 36
32
Cañones de a 36
32
Id. de a 24
34
Id. de a 24
34
Id. de a 12
36
Id. de a 12
36
Id. de a 8
18
Id. de a 8
18
Obuses de a 24
10
Obuses de a 24
16
Id. de a 4
4
Id. de a 4
4
Total 134 Total 140
       
Dotación
Oficiales de guerra
22
Oficiales de guerra
27
Guardamarinas
4
Guardamarinas
5
Oficiales mayores
16
Oficiales mayores
13
Tropa de infantería
243
Tropa de infantería
440
Id. Artillería
62
Id. Artillería
72
Oficiales de mar
26
Contramaestres y guardianes
13
Carpinteros
7
Calafates
8
Armero, buzo, farolero y cocinero
4
Artilleros de mar de preferencia
23
Artilleros de mar de preferencia
24
Artilleros ordinarios
225
Artilleros ordinarios
86
Marineros
152
Marineros
281
Grumetes
280
Grumetes
152
Pajes
36
Pajes
28
Total: 1.105 Total: 1.159
  • En realidad el porte en 1797 era de 130 piezas y en 1805 era de 136, ya que los 4 obuses de a 4 libras no eran utilizados en combate sino para su servicio de los botes o las lanchas.
  • * Según parte rendido por su comandante don Rafael Orozco a la salida de la escuadra de Cartagena a Cádiz. (Fuente: Venturas y desventuras de un marino utrerano: José de Córdova y Ramos. Pedro Sánchez Núñez).
  • ** Según parte rendido por su comandante don Francisco Javier de Uriarte el 19 de octubre de 1805. (Fuente: La Campaña de Trafalgar (1804-1805). Corpus Documental. José Ignacio González-Aller Hierro).
> Puede ver más pinturas, maquetas y datos de este navío en la dirección web:
http://www.astillero.net/

 

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