Publicado en edición impresa de del golpe al choque  

El tren de la historia

El Gobierno y otras instituciones no defienden los derechos humanos de las víctimas de Once y sus familias. El miedo al costo político.

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En las madrugadas de Olivos, Carlos Menem solía confesar que solamente les temía a Dios y a Zulema. Años después, en la misma situación, pero con whisky en la mano en lugar de champagne, Néstor Kirchner, también describió sus miedos: la falta de dinero y los cacerolazos. Por eso, de arranque se dedicó a construir la más poderosa caja contante y sonante que haya existido y distribuyó una montaña de subsidios a los servicios con los que silenció las protestas ruidosas y televisadas de las clases medias del área metropolitana.

Fortunas para congelar las facturas de luz y gas y cambiar el malhumor parido por el corralito.

Eran tiempos en que los vientos se llevaban presidentes. Era tanta la indignación social que los funcionarios estaban a tiro de cacerola. Muchas veces desde las redes sociales se intentó hacer un cacerolazo contra los Kirchner. Pero fracasaron siempre. Porque una rebelión ciudadana de ese tipo necesita por lo menos dos requisitos: que haya un clima generalizado de bronca por algún reclamo profundo y que el convocante sea genuino y no esconda ninguna especulación malversadora debajo del poncho.

Esas dos variables se cruzaron el jueves 22, a un mes de la masacre de Once. Los conmovedores bocinazos y aplausos incluyeron también, en muchos barrios, el temible ruido metálico de las cacerolas. Aunque es difícil de mensurar, está claro que no fue un tsunami, pero tampoco algo que pasara inadvertido. Ni exagerar la magnitud ni ignorar el acontecimiento. Algo pasó. Fue una pequeña señal, pero señal al fin. La trascendencia política de la queja colectiva se potencia porque los organizadores lo hicieron desde una gran debilidad, con poca anticipación y tuvieron un modesto rebote mediático. Sin embargo, el resultado superó todas las expectativas. El pueblo sorprendió a sus clases dirigentes que, en todo momento, corrieron atrás de los acontecimientos sin comprender la gravedad y la profundidad de este siniestro ferroviario que mató a 51 personas y que es el tema que más daño le produjo al gobierno de Cristina Fernández en mucho tiempo. El ciudadano común, incluso el que simpatiza con el oficialismo, se dio cuenta de que los familiares de las víctimas fueron desamparados. Transitan levantando banderas de dolor y exigencias de justicia, solitos, ninguneados, con un esfuerzo sobrehumano y haciendo todo a pulmón. Paolo y María Luján, los padres de Lucas y el resto de familiares vienen demostrando una prudencia que no tuvieron los funcionarios encargados de poner la cara y dar explicaciones por sus irresponsabilidades criminales. Los que todavía tienen abiertas las venas del luto y que están en todo su derecho de putear a medio mundo, se han comportado con una dignidad ejemplar. Como en otros momentos trágicos (a 36 años del terrorismo de Estado), los seres queridos de los muertos luchan por el juicio, castigo y condena a los culpables pero sin caer en la provocación de fomentar la venganza.

Solidaridad multiplicada por abajo y frialdad y distancia por arriba es lo que recibieron hasta ahora los que hace un mes lloran sus ausencias; pasajeros de ese tren que chocó contra una red de corrupción e ineficiencia tejida entre funcionarios y empresarios mafiosos.

La inmensa mayoría de las víctimas eran trabajadores. Ni Hugo Moyano ni Hugo Yasky emitieron un comunicado, ni abrieron las puertas de sus centrales sindicales para ayudar o contener a las familias mutiladas. Es verdad que el camionero, por lo menos, el viernes habló del dolor de la estación Once. Pablo Micheli, con su cuotaparte de la CTA participó de una marcha de protesta pero tampoco se lo vio abrazando a los necesitados ni poniéndose a sus órdenes. Mayor insensibilidad demostraron los organismos defensores de los derechos humanos empezando por el secretario Eduardo Duhalde que enmudeció frente al drama. Ni las Madres ni las Abuelas ni la organización HIJOS, por nombrar las más importantes, dijeron en forma institucional ni una sola palabra. En forma individual, Estela de Carlotto, le expresó a Paolo su pésame, en el pasillo de un canal de cable, pero formalmente no hubo toma de posición de quienes han sufrido tanta pérdida. Tal vez reflexionen y en los próximos días se expresen. Ojalá. Tal vez pronto se les sumen al reclamo de justicia y castigo a los culpables algunos artistas progresistas que rechazan la impunidad y que siempre están tan dispuestos a aplaudir los anuncios del gobierno kirchnerista. Salvo que crean que Lucas, Pitu, Tatiana, Leonel y el resto de los muertos tengan menos derechos por no ser militantes o sean menos humanos por ser laburantes y en su mayoría, morochos. El del color de piel y el de la clase social que integran son temas que habrá que debatir a fondo alguna vez. Solamente una pregunta para provocar:  ¿si el tren siniestrado hubiera venido del norte y no del oeste, con pasajeros rubios y de clase media para arriba, hubiese generado un escándalo mediático y político mayor o menor? Existe todavía en amplios sectores un racismo que asusta.

Tampoco hubo una reacción a la altura de las circunstancias por parte de los gobiernos de Cristina, Scioli o Macri. Merodea el disvalor de creer que un dirigente que se acerca a una tragedia se queda pegado a ella y reconoce algo de responsabilidad. Hasta ahora nadie se hizo cargo de nada. Como si semejante crimen evitable fuera una tormenta producto de la naturaleza. El secretario general Oscar Parrilli ofreció telefónicamente una reunión de los familiares con Cristina. Pero por ahora, ellos prefirieron evitarla. Agradecieron el gesto y no la descartan para más adelante. Pero a muchos todavía no les cicatrizaron las heridas que les produjo la tardía reacción de ella y las palabras humillantes de Julio De Vido, Juan Pablo Schiavi y Nilda Garré. No quieren ser utilizados por la política y por eso se manejan entre algodones. Cada palabra que dicen es producto del consenso. Pero más allá de sus intenciones, se encendió una luz de alerta: la casi espontánea reaparición de las cacerolas. Hay cierta fatiga frente a la reiteración de excusas que culpabiliza de todo lo malo a las “corporaciones”.

¿Hay un mensaje en esos bocinazos? Hubo cacerolas en manos de gente que votó a Cristina y la mayoría de los muertos provienen de un grupo social y de un distrito donde la Presidenta arrasó en las elecciones. No siempre sirve poner las culpas afuera. Y menos cuando las evidencias de las responsabilidades gubernamentales son tan contundentes. Hay momentos claves en la historia en que taparse los oídos es un remedio peor que la enfermedad. Quien quiera oír que oiga.

 

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