Ensayo

Políticos vs. periodistas

En su doble condición de legisladora y periodista, Norma Morandini reflexiona aquí sobre dos profesiones fundamentales para la democracia, pero que desde siempre alientan mutua desconfianza. Dos actividades que se basan –o deberían hacerlo– en una profunda vocación pública. Un lamento sobre un presente en el que el gobierno actual confunde propaganda con prensa, a la que niega su papel de intermediaria entre Estado y ciudadanía.

Por Norma Morandini

14/01/12 - 11:56

 

En la política, me siento una hija de 2001, cuando el país estalló en mil pedazos y demostró que lo que en Argentina estaba enfermo era la política. Ese tiempo en el que hoy referenciamos todo lo bueno y lo malo que nos sucedió. El grito de furia “que se vayan todos” dividió el tiempo democrático en un antes y después, rompió nuestra mítica história de que el pasado siempre fue mejor. No todos se fueron y a mí me tiene sentada en una banca de senadora, “del otro lado del mostrador”. Una idea equivocada ya que cuando se habla de mostrador se habla de mercancía; o sea, de dinero. Y la actividad periodística, al menos como definición, se parece mucho a la legislativa, siempre y cuando ambas cumplan con la función que el sistema democrático les da como fundamento: servir a la ciudadanía. Unos a los lectores, los otros, a los electores.

Así, tan sólo una letra separa a periodistas de legisladores, la “e”. El legislador representa, legisla y controla. El periodista, en nombre de la opinión pública, debe controlar, por ejemplo, qué hacen los funcionarios con los dineros públicos. O la prepotencia económica de los que abusan del poder de sus empresas. Trabaja con indicios. En cambio, la inmunidad parlamentaria le permite al legislador ir más allá de lo que puede investigar la prensa. Por eso, cuando en cumplimiento de la función de control que le cabe al Congreso, utilizo ese instrumento legislativo que es el pedido de informes, tengo la sensación de que estoy escribiendo una nota de investigación. Cada pronunciamiento en el recinto es una nota de opinión.

Tan sólo cambié la perspectiva, tengo mayor responsabilidad como legisladora y no se me escapa que los periodistas deben controlar mi conducta como senadora. Para eso no deben ignorar cuál es la función y el trabajo de un legislador . Ni caer en la simplificación del numero de proyectos presentados; en general declaraciones que sólo aumentan el número para figurar en el ranking de los más productivos, sin reparar que en muchos de esos proyectos esconden las ridiculeces por las que nos desprecia la sociedad.

Si como periodista sólo hablaba de los políticos, ahora entre los políticos sólo escucho hablar de los periodistas. Una relación de necesidad y resquemor que me hace preguntar: ¿por qué en Argentina existe tan escasa conciencia cívica en relación con el rol de la prensa? ¿qué pasó para que periodistas y políticos se miren con tanta desconfianza? A riesgo de lo que critico, la generalización, observo la extendida idea de que “si no se está en los medios no se existe” que lleva a muchos políticos a humillarse por el aparecer. Una vez en el poder, no soportan verse criticados en los diarios. Les enoja que la prensa “arme la agenda” y aquellos que denuncian a “las corporaciones” confiesan indirectamente que son presionables. Los periodistas, especialmente los de la televisión, tienen contaminado su trabajo por causa de otra encuesta, “el rating”. Urgidos por el “minuto a minuto” que mide el nivel de audiencia, eligen entre sus invitados no los que tienen mas solvencia sobre los temas sino aquellos que entretienen. Convierten los plató de la televisión en un cuadrilátero con lo que se resiente el debate público, cuya solidez delata la calidad de una democracia. Y lo que es más grave, pierden la credibilidad ante la sociedad. De modo que estamos entrampados. El diablo metió la cola. El poeta portugués Fernando Pesssoa lo dijo mejor: “El que inventó el espejo envenenó el alma”. El “marketing” contaminó tanto la política como el periodismo. La cultura de la imagen y la apariencia convirtió el espacio público de las discusiones en una gran feria de vanidades. Las campañas de propaganda electoral utilizan todas las técnicas del mercadeo, la sociedad reducida al número de la encuesta, los problemas simplificados por los lemas de los publicistas. Y ahí sí, hay mostrador, dinero por encima o debajo de la mesa.

Como intermediaria entre el Estado y la ciudadanía, la prensa fue sacada del “medio” por el Gobierno en la mejor demostración de que confunde prensa con propaganda. Una cancelación que hirió al periodismo, reducido a las declaraciones. Y comienza a tornar superfluo el debate: ¿Qué opina de lo que dijo fulano? En la pregunta ya hay una confesión de intolerancia porque las opiniones, cuando se respetan, no se rebaten, se debaten. Como odiosa herencia de los tiempos del autoritarismo con espías del Estado disfrazados de periodistas, sobrevive el “operador”, un traficante de información que frecuenta tanto los despachos como las redacciones.

A tres décadas de la democratización, se ignora que la libertad de expresión es el derecho humano más protegido al extremo que toda la normativa internacional protege al Estado de sí mismo para que no caiga en la tentación de controlar directa o sutilmente a la prensa. Se va naturalizando que sea la pauta oficial, no la publicidad privada, la que sustente a los periodistas y el sistema público se utiliza menos para garantizar el derecho de la ciudadanía a la información que para denostar a los críticos del gobierno. Se invoca el Pacto de San José de Costa Rica tanto para condenar a los monopolios como para probar que es censura indirecta la injerencia del Estado sobre la distribución del papel, pero nadie menciona lo que también condena esa Declaración de Derechos Humanos, “la incitación al odio nacional”.

Aun cuando la mayoría de los estudiantes sueñan con la fama de la televisión, los académicos, entrenados en los prejuicios con la “caja boba”, forman a los futuros periodistas con resquemores a la actividad que cumplirán en el futuro. “No soy periodista sino comunicador”, dicen los jóvenes ignorando que la prensa goza de protección constitucional, no como un privilegio sino como responsabilidad de los periodistas de informar a la sociedad. La comunicación es una condición humana. El derecho es su expresión sin temor que admite una sola limitación, la responsabilidad.  Pero es la ciudadanía la que en su capacidad de discernimiento decide a quién le cree o confía.

En este cambio de perspectiva, reconozco que los políticos –no la política– cargan con las mayores desconfianzas. Anécdotas no me faltan, como la de los taxistas que cuando les indico la dirección del Congreso, Rivadavia y Riobamba, exclaman: “Ah, la casa de los ladrones”. O la exposición pública que me torna ante la AFIP y los bancos una PEP, persona expuesta públicamente. Suelo ironizar que en realidad soy un PSP, una persona sospechada públicamente. Esa visión de la política como “algo sucio” forma parte de nuestra peor tradición autoritaria. Nos viene de los tiempos en los que los golpes militares se justificaban, precisamente, para rescatar a la sociedad de la “corrupción política”. Y explica, en parte, que tantos ciudadanos comprometidos con las cuestiones públicas eludan la participación directa. Aprendí en este tiempo que no alcanza con que lleguen nuevas caras a la política si no se cambian las reglas de juego, ese cambio de votos por favores, que mantiene a la política de nuestro país en su estadio más primitivo, el trueque.

El sistema democrático es el único que por legitimar el derecho al reclamo, debe administrar el conflicto. Esa es la función de la política: cuando un Estado no garantiza derechos, sustituye el diálogo por el insulto, el respeto por la descalificación personal, la que está herida es la misma idea de la democracia y la política. Indago con obsesión qué pasó en un país como Argentina, dominado por el autoritarismo, para que se vivan como naturales hechos que son claramente antidemocráticos, como la confusión entre Estado y gobierno. No es el gobernante el que distribuye derechos sino el Estado que debe garantizarlos. El poder como un fin en sí mismo, alejado de los ideales democráticos.

Ambiciono empresas periodistas que jerarquicen a los mejores, no que ahorren con becarios, que los noticieros de televisión dejen de chorrear sangre por tercerizar la información con la policía, que hace su propaganda. Pero sobre todo, ambiciono una ciudadanía consciente de sus derechos, que sepa que la democracia no se agota en el acto de votar, que si se desentiende de las cuestiones públicas, otros toman decisiones en su nombre. Ya debiéramos saber que la Constitución es la que nos da derechos. No es el gobernante el que otorga la palabra o concede la democracia. Toda vez que la violencia sustituye el diálogo, que el Estado deja de garantizar lo que puede violar, los derechos humanos, que expulsa a sus habitantes al exilio o al ostracismo, que deja de ser respetado ante sí mismo y por eso ante los otros, la que fue asesinada es la misma idea de la política. Y cuanto más me indago, menos entiendo que después de todo lo que nuestro país vivió y sufrió, se caiga en la irresponsabilidad de falsificar la historia y se envalentone a jóvenes que ignoran que hubo tiempos en Argentina en los que cada muerte se vengaba con otro cadáver y metió al país en una espiral de violencia de la que no pudo salir. Porque pertenezco a esa Argentina trágica, es que no debiera sorprender que haya cambiado, al menos transitoriamente, la participación política por la vocación pública que existe en todo periodista verdadero, una profesión que como decía Kapusinski, no es para cínicos. Con todo, mi banca tiene fecha de vencimiento. No así la escritura que me permite honrar con agradecimiento estas dos actividades, periodismo y política, que pertenecen a nuestra mejor tradición histórica. Y para existir, dependen de la libertad.

 

*Escritora y periodista. Senadora por Córdoba.