La democracia estresada

Por Graciela C. Römer

14/01/12 - 11:43

 

La política está de vacaciones!”, se quejan algunos periodistas frente a dificultades ciertas en encontrar temas y entrevistados que conciten el interés de la audiencia. Máxime cuando la Presidenta está transitoriamente fuera de la escena pública. Un tema no menor: una característica del sistema político argentino es su fuerte impronta presidencialista; el rol central que juegan los liderazgos presidenciales en el escenario político, institucional y social del país.

Una mirada menos “veraniega” sobre la realidad revela que la política no está de vacaciones: las tensiones en el área de la economía y en la propia interna oficialista acechan al sistema político. No es sólo la desaceleración del crecimiento económico de nuestros principales compradores de commodities y manufacturas o de cómo y cuánto afectará la sequía. Tampoco del impacto que el aumento de tarifas tendrá en el apoyo de los sectores medios al Gobierno, ni de la incidencia sobre el humor social del techo salarial sugerido por el Ejecutivo para las próximas paritarias, ante la preocupación creciente por la inflación que muestran las encuestas de opinión pública.

De lo que se trata es de la evidencia de cuán activos se mantienen los factores que obstaculizan el desarrollo de una verdadera cultura democrática en la Argentina, condición sine qua non de una democracia sustentable.

Hace más de dos décadas que la Argentina comenzó a transitar el profundo cambio institucional que significó el final de la dictadura, el más brutal de los regímenes militares desde el golpe de Uriburu.

Tal vez por lo extremo de su triste legado, la sociedad vivió ese final como un verdadero “nunca más”, como un quiebre histórico a partir del cual emergería una democracia densa y duradera.

Muchos han sido los logros y avances: desde la reconstrucción de las prácticas institucionales en la transición en los 80 hasta el reconocimiento ampliado y universal de derechos ciudadanos, humanos y sociales en la etapa posterior. Desde el juicio a las Juntas Militares del Proceso y a los responsables por la violación de los derechos humanos hasta la restitución de identidad a hijos y nietos de desaparecidos durante la dictadura.

No fue menor en la búsqueda de mejora de la calidad democrática la decisión del ex presidente Kirchner de producir cambios en aquella Corte Suprema de Justicia de “la servilleta”, ni su vocación por terminar con los bolsones de impunidad, ni el intento de producir cambios en el sistema político a través de la ley de reforma política impulsada por la gestión de Cristina Kirchner.

La democracia ha sido siempre sinónimo de esperanza. Pero hoy estamos frente a una democracia estresada, tensionada por múltiples contradicciones y falencias.

Debemos recordar algunas cuestiones básicas de lo que llamamos democracia. En primer lugar, de lo que hablamos no remite exclusivamente a un estado de situación político-institucional. No son sólo condiciones o reglas de procedimiento sino un proceso dinámico lo que la caracteriza.

En segundo lugar, no es sólo el gobierno de las mayorías sino una manera de administrar el voto de las mayorías. Sheldon Wolin, uno de los teóricos de la democracia más destacados de la actualidad, dice que la democracia no es sólo una forma de gobierno sino una forma de juicio político, un modo de ser que es externo a las instituciones. Y éste es, a mí entender, el punto más débil de nuestro sistema democrático.

En este aspecto, los últimos acontecimientos públicos dan cuenta de cuánto nos falta para acceder a una democracia de calidad, tanto en aquello que remite a sus aspectos formales como en aquello vinculado a su dimensión ética y prácticas políticas: un juez federal que de manera ostentosa hace alarde de un anillo digno de una estrella de Hollywood. Otro que, sorteando todo principio de debido proceso, visita a un imputado en la causa que tiene bajo su competencia (situación que no hace más que recordarnos las recomendaciones que nos dejó José Hernández en su Martín Fierro). Un gobernador que usa un avión asignado a un servicio público para vacacionar en el Caribe. Un partido de fútbol institucional entre dos jefes de gobierno (de familias políticas diferentes y competitivas pero con múltiples problemas comunes en los territorios linderos que gobiernan) que termina en recriminaciones políticas y sospechas de deslealtades dignas de una comedia de enredos que bien podría servir de insumo creativo a algún productor televisivo. 

Es que la debilidad de nuestra democracia no reside tanto en la falta de institucionalidad sino en la carencia de una verdadera cultura democrática en el conjunto de la sociedad y en su propia dirigencia. Somos herederos de una débil cultura cívica y una fuerte tradición autoritaria. Ello, sumado a una idealización del pragmatismo y a la instantaneidad como modalidad de respuesta a los múltiples desafíos, es un cóctel riesgoso que amenaza nuestro futuro como sociedad democrática.

La dirigencia ha sido incapaz de liderar —hasta el presente— un proceso de cambio cultural que busque profundizar una ética y una cultura democrática, privilegiando la tolerancia, el respeto por las diferencias, la participación y el compromiso ciudadano, el pensamiento crítico y el diálogo y, sobre todo, una ética de la responsabilidad, transparencia, respeto y subordinación a la ley, es decir, de construcción de ciudadanía.

Toda sociedad está inmersa en situaciones de conflicto permanente derivados de la tensión que produce la puja de intereses sectoriales. La democracia ha sido hasta ahora el sistema más idóneo para administrar esos conflictos. Su mecanismo más efectivo: el sometimiento a la ley, el predominio del diálogo, el reconocimiento del otro y la tolerancia hacia lo diferente. Sin embargo, estamos entrampados en una cultura donde la confrontación no logra ser resuelta y queda encapsulada, como mecanismo de resolución de los conflictos. Así, el conflicto no se resuelve, se pospone, alimentando el resentimiento, la sospecha, el abroquelamiento del pensamiento en las propias fronteras y en la propia emocionalidad.

El sentido de excepcionalidad —heredero psicológico de la negación del otro— con el que se alimenta gran parte de la “autoestima nacional” hace tiempo que no es funcional. Lo que la sociedad necesita hoy es más sentido de comunidad nacional. Lo que la nueva lógica de la globalización junto a la complejidad creciente de las redes sociales y comerciales demandan hoy para ser parte del juego de intereses compartidos son comportamientos previsibles, creatividad y flexibilidad conceptual para la toma de decisiones.