RUIDOS INTERIORES

Manifiesto anticumbia

Por Mario Mactas

14/01/12 - 12:27

 

Si la música es uno de los signos que definen una época, habría que considerar a la que está corriendo en nuestro almanaque como claramente espantosa. Porque, vean ustedes, todo cuanto tiene que ver con el rock y con el pop, para empezar, consiste en una vuelta al pasado forzada por la esterilidad creadora: las décadas del sesenta, el setenta y el ochenta prevalecen y son fuente de placer y gozo estético incluso entre adolescentes. Pero es el imperio de lo que se insiste en llamar “cumbia” –nada que ver con la verdadera, la de Colombia– y de la  mencionada como música “tropical” lo que viene con generosidad a mostrarnos toda la fealdad y la bajeza que pueden contener las siempre desafinadas y reiterativas canciones que nutren un repertorio de pesadilla.

Dispuestos por una curiosa tradición a sobreactuar cualquier gesto de corrección política –simular entusiasmo por lo que se juzga popular es uno de ellos–, músicos de buena formación se someten a aproximaciones y fusiones como guiño intelectual y político: “Somos capaces de entender, de apreciar lo que prefieren los muchachos de abajo. Allá vamos, en consecuencia”. No faltan entre los entusiastas, desde luego, ensayistas, músicos clásicos, y chicas bien que –está de moda– lo mismo van felices a la bailanta, que se internan extramuros para hacerse de uno o dos puchitos con fines recreativos con la posibilidad de compartir un poco con esos pibes que son un amor. No es infrecuente que, con orgullo, abran también las ventanas de sus coches para que se escuche a tope, al máximo, una serie de chirriantes “cumbias”, con sus historias de celos, malos tratos, insultos, delitos y vulgaridades.

Como ocurre con los corridos  mexicanos –los de Los Tigres del Norte, por ejemplo– dedicados a los héroes oscuros del tráfico de drogas, con nombres, apellidos y alias, aquí son los futbolistas de fama y talento quienes reivindican en esa línea su identidad y pertenencia: hay “cumbias” no sólo dedicadas a Carlos Tevez o a Sergio Agüero, sino también cantadas por ellos: una forma de homenaje a quienes pudieron dejar las melancólicas canchitas de tierra para construir fama y fortuna. Una “cumbia” propia es la consagración máxima. Quizás tenga algo bonito la historia, pero no es la música, precisamente.

Claro está que no se trata de proscribir ni de negar: está ahí, es un hecho social y cultural, pero de ningún modo artístico. Alrededor de ese equívoco avieso está el asunto: que cada uno cante, toque o baile lo que quiera, pero no habrá manera de que admita que es música: no todo aquello que resulta santificado por la popularidad es intrínsecamente bueno, intrínsecamente bello. Por eso, el Manifiesto Anticumbia: la libertad –no tal libertad o tal otra: la libertad, ese valor alto que se define solo– pide y debe conseguir que quienes quieren “cumbia” puedan tener “cumbia”, pero no cuenten conmigo. Me niego. 

Es razonable mirar el tiempo en que se vive sin poner nada a un costado. No quiero, una vez admitido y afirmado, sumarme a la aceptación o –peor– la exaltación de una serie de cosas aparentemente musicales que consiguen reunir, como una suerte de virtud al revés, cantidades grandes de patética fealdad.

Cuando escucho “cumbia”, cuando me alcanza bruscamente, ejerzo mi derecho: cambio o apago. Lo hago en defensa propia, porque no sólo tengo que proteger el oído, sino también protegerme de la celebración a los gritos de un mundo en el que se expresa una sexualidad a un tiempo reprimida y babeante que gira alrededor de la  mujer entendida siempre como traidora y puta, y donde el resentimiento se acerca mucho a la instigación a delinquir.

El Manifiesto, entonces, no es contra nadie. Se trata de contar ciertas historias. Alguien tenía que decirlo.

 

*Periodista y escritor.