viernes, 13 de abril de 2012

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Juan Mihovilovich: El día que el río nos llevó

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Alguno de nosotros lo soñó, o bien escuchó temblando detrás de una puerta de cocina que ese invierno sería de extremada crudeza y que el Río de las Minas incrementaría su caudal a límites insospechados, porque el cerro, cubierto de un espeso manto de nieve, se diluía con inusitada rapidez y sin que nadie pudiera evitarlo – como si aquel descongelamiento actuara impelido por una invisible y enorme mano que lo conducía hasta la plaza – las aguas del río empezaron a crecer arrastrando bloques de hielo que las noches de todo el invierno gestaron en las junturas de las estacas, en los rincones malolientes de los cuatro puentes que unían las calles de la ciudad, y antes que pudiéramos entender por qué, un viento ululante golpeaba los portones de los patios, y olfateamos ese aroma de transitoria quietud que precede a los desastres para ver a lo lejos – pero no tanto como para no alarmarnos – una gruesa capa oscura y viva, una especie de sustancia viscosa que crecía a borbotones, y se nos acercaba rugiendo como si abriera una inmensa dentadura líquida presta a engullirnos y nos incitara, o para huir de los bordes secos y congelados de las orillas del río, o rezáramos sin mucha convicción por una detención improbable de las aguas, que ya estaban a una centena de metros y en menos de unos cuantos pestañeos incrédulos nos arrastraría el tiempo pasado y el presente, se llevaría con nosotros los endebles puentes de juguetes construidos de un extremo a otro de las negras estacas, arrojaría sin miramiento las banderillas ensartadas en el hielo que nos indicaban lugares de partida en la posible carrera de hombres, y pobres de nosotros si osáramos avanzar en sentido contrario como alguien que abría las aguas y llevaba de las manos a los niños elegidos, porque los milagros ocurren en sentido lógico – habíamos escuchado detrás de las puertas – , y sin saber si alguno lo soñó nos frotábamos los ojos como si fuéramos a despertar sacudidos por nuestras madres respectivas al lado de la cama, sin embargo, vimos como flotaron gruesos postes de alumbrado y tablones de terribles espesores chocaban sin cesar contra las bases de madera de los puentes que fueron derrumbándose como si aquella invisible mano les doblara sus erguidas posturas, y ya puentes y tablones – que no podíamos imaginar de dónde surgían – se deslizaron río abajo confundidos en un abrazo de intermitentes desencuentros, hasta que alguno – no supimos quién – dijo que el agua había rebasado los límites de contención y que sin control se desparramaba por las calles, del centro primero, y que luego penetró sin aviso por las puertas y ventanas de los barrios apartados, donde uno que otro gato de dormitorio se vio arrastrado sin motivo, y que una capa de lodo y extraños elementos se introdujo en la habitación de una anciana que jugaba solitarios tapándole los ojos, por lo que se creyó muerta, y muerta se fue siguiendo la corriente, que tarde o temprano – alguien lo dijo, pero no supimos por qué – llegaría al mar del Estrecho, y fue posible distinguir entre techumbres de zinc azuladas y marcos de vestíbulos deshojados, almaceneros que manoteaban sin gemidos, brazos extendidos de vendedores ambulantes, alzados como si no tuvieran razón de ser, y algo extraño sentíamos después de los tres días que duró el desborde de las aguas, algo así como si hubiéramos perdido los deseos de vivir o como si de pronto se destrozara un largo sueño que nos mantuvo ocupados patinando sobre el hielo durante tantos años, y que ahora – no sabíamos si despiertos al fin o dormidos para siempre – se había ido en pedacitos de tristeza dando tumbos contra las estacas del río y perdiéndose con todos nosotros corriente abajo.


Del libro de cuentos “El ventanal de la desolación”, 1989.

viernes, 17 de febrero de 2012

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Los cosmonautas de Puerto Cóndor

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Por Devito

Una tarde de verano, un viejo mariplaya que ociaba apoyado sobre una baranda del muelle Stubenrauch fue el primero que avistó la densa columna de humo negro que se elevaba hacia el infinito cielo gris que cubría las agitadas aguas del Golfo Almirante Montt. Minutos más tarde, la enorme mole de acero ya era visible desde cualquier punto del naciente poblado. Se trataba del vapor "Alondra", perteneciente a la Empresa de Ferrocarriles del Estado. A fines de la década de 1930, el transporte marítimo era el único medio que enlazaba al norte del país con Puerto Natales y vice versa cada tres o cuatro meses, de manera que un arribo como este era motivo de alivio y alegría para los esforzados vecinos pues en sus bodegas el barco traía la tan esperada carga para abastecer al pueblo. Junto con la mercadería estos grandes vapores transportaban también equipajes, maquinarias, autos y pasajeros. De regreso al norte del país cargaban carne, cueros y otros derivados en los muelles de los frigoríficos "Natales" y "Bories".

Atracado en el puerto el "Alondra" inició la descarga de mercadería y el capitán del buque bajó de su puesto de mando, como siempre lo hacía, para despedir a los pasajeros. Entre los recién llegados venia Albert Conrad, un inmigrante prusiano de 35 años que había decidido como muchos otros europeos viajar a la Patagonia en busca de nuevas y mejores posibilidades de emprendimiento. Acompañado de su esposa Grethel, tres año mayor que él y sus hijos Otto y Adolf de siete y nueve años, llegaron al territorio de Ultima Esperanza atraídos por la creciente actividad industrial ganadera de la zona. Estancias, frigoríficos, casas comerciales y el incesante arribo de barcos caponeros y laneros nacionales e ingleses a los puertos locales, atraían hasta estas altitudes a gentes de los cinco continentes. La Patagonia era en aquellos años un crisol de nacionalidades.

Albert era un tipo especial, se caracterizaba por ser un hombre amante de las letras y un buen lector que desde muy niño soñó con ser un gran científico e inventor, pero la guerra que asolaba a Europa le había truncado esa ilusión. Amaba la astronomía, las matemáticas y la física y desde su Germania natal había traído una nutrida colección de libros y ensayos relacionados con el tema.
La familia se asentó en los alrededores del activo Puerto Cóndor, en medio de bellos e inhóspitos parajes, frente a Puerto Prat, principal enclave poblacional y comercial de la época. En una estancia del lugar comenzó a trabajar de herrero, pero Albert era un tipo multifacético y creativo en materia laboral y al poco tiempo hacia también de carpintero, esquilador, pescador, mecánico, soldador, topógrafo, conductor de lanchas, buzo y hasta contador. Sin embargo, su pasión seguía siendo la astronomía; las estrellas, los planetas, la luna, las galaxias, las constelaciones, las nebulosas y el universo en general eran sus grandes interrogantes personales y no ocultaba sus ganas de aprender más de aquello.

Después de su jornada de trabajo, Albert estudiaba sus libros y ensayos y todas las noches religiosamente salía de su cabaña para observar el cielo, el esplendor de la vía láctea, la cruz del sur, el inconfundible brillo del planeta Venus y la luna, siempre la luna, que controlaba la subida y bajada de las mareas, esa relación lo hacía pensar que nuestro satélite natural no estaba tan lejos de la Tierra. Llamaba su atención también sus manchas y formas difusas y se preguntaba si el hábitat selenita tendría alguna similitud con nuestro planeta. Eran muchas las horas que Albert pasaba contemplando el firmamento, a veces hasta el amanecer, luego volvía a su lar y anotaba en un grueso cuaderno sus conclusiones.

En ocasiones le comentaba a sus compañeros de trabajo sobre sus estudios del cosmos pero ellos no le entendían. Era en familia donde se desahogaba exponiendo y discutiendo sus apuntes. Sus pequeños hijos eran los más fascinados escuchando sus teorías, Grethel la fiel esposa, siempre confiaba en él. Los días, las semanas y los mese pasaron y la aguda y creativa mente de Albert comenzó a trabajar… ¡y si pudiera llegar a la luna, que cosas encontraría! Si lograra inventar una maquina que nos lleve hasta allá, seriamos la primera familia terráquea en colonizar la luna ¡Que fantástico! Poco a poco la pasión fue dando paso a la sugestión. A medida que las noches pasaban su fascinación por la luna crecía y sus aspiraciones teóricas también, por eso, decidió planificar un hipotético viaje a ese lejano e inexplorado lugar. En primer lugar recurrió a sus libros y a sus conocimientos matemáticos para calcular la distancia de la tierra a la luna. Luego se dedicó a esbozar el diseño de la nave, pensando también en el tipo de motor y el combustible que lo movería en un posible viaje extra planetario.
Albert sabía muy bien que la única manera de hacer realidad sus sueños era usando la imaginación y en ese contexto el magnífico y sereno entorno natural que lo rodeaba era ideal para echar a volar sus magnas ideas.

Haciendo uso de su creatividad y pasión por los cielos, un día domingo por la mañana tomó su mejor hacha, un par de cuñas de fierro y una vieja motosierra y partió hacia el monte con el propósito de ubicar un terreno adecuado, limpiarlo y dar inicio allí a su proyecto, nada más ni nada menos que la construcción de una nave interestelar. En el camino iba pensando la sorpresa que le daría a sus hijos y a su esposa y lo feliz que ellos se pondrían cuando vean terminada su obra maestra. Ese día trabajó con el hacha y la sierra hasta quedar exhausto. El domingo siguiente volvió al lugar y continúo con su labor, luego lo hizo cuatro veces más hasta que finalmente logró despejar un terreno donde comenzaría a dar forma a su ingenioso y peculiar plan.

De acuerdo con el diseño de Albert, la nave mediría 20 metro de largo, 2,5 metros de ancho y 3 metros de alto. Su construcción se haría principalmente con madera de roble y ciprés más algunas piezas de fierro y acero. Tendría forma aerodinámica similar a la de un zeppelín o un cohete, con una proa que terminaría en una aguda punta para vencer la resistencia del aire al desplazarse. En la popa o parte trasera, llevaría cuatro grandes aletas que harían de cola y timón y en la parte media del armado dos alas triangulares de regular tamaño. La estructura se construiría en dos piezas separadas las que posteriormente serian ensambladas sujetas por tres grandes abrazaderas de hierro laminado ubicadas en la proa, el centro y la popa de la nave y reforzadas con remaches de acero. Dos poderosos motores "Diesel" de 200 caballos de fuerza cada uno, con seis grandes tubos de escape extraídos de dos barcos varados en el sector, reacondicionados y modificados por Albert, impulsaría a la nave hacia los cielos. En el tablero de mando cuatro palancas controlarían la elevación, el descenso, la dirección y la estabilidad de la maquina. El interior del cohete sería similar al living comedor de un confortable hogar, con pequeñas ventanillas circulares de vidrio muy grueso sacado de las claraboyas de un viejo barco en desuso.

Por cierto, gran trabajo y mucho tiempo le llevaría a Albert construir su quimérico proyecto. Cada domingo, días feriados y de descanso salía de su cabaña y se internaba en el denso bosque hasta llegar a su centro de operaciones. La excusa en el hogar era que Míster Dick, administrador del Frigorífico Bories, lo había contratado para trabajar horas extras en la tala de árboles.

Su primer objetivo consistió en cortar y elaborar la madera, luego transportar a caballo las piezas de fierro y acero que utilizaría desde los vecinos puertos de Prat y Consuelo. Albert no se relajaba y trabajaba con mucho esmero hasta que sus fuerzas flaqueaban y el cansancio lo vencía. Tres meses demoró en levantar el esqueleto de su nave y a medida que la obra avanzaba sus emociones se mezclaban con sus convicciones y mayor era su entusiasmo.

Un caluroso día de enero el bueno de Albert salió muy temprano de su cabaña, como de costumbre se despidió de su familia y partió hacia su destino. El calor era sofocante y a medida que las horas pasaban la temperatura aumentaba. Esta vez comenzaría a forrar lo que sería la cabina del cohete. Utilizó para ello la mejor madera que tenia, la más resistente, bien trabajada y moldeada a fuego que ensambló a la estructura con sólidos tornillos de acero y cubrió las ranuras y juntas con salitre y lacre caliente. Con el torso desnudo, Albert no se daba tregua. Pasado el medio día le bajó el hambre y la sed y decidió hacer un alto en su labor para alimentarse y beber. Tomó su merienda y se sentó apoyando su ancha espalda en un milenario roble, se limpió el sudor de la cara y las manos y comenzó a comer mientras miraba alegre y orgulloso su creación. Media hora demoró en almorzar un buen trozo de carne fría con pan de maíz y dos contundentes salchichas, acompañadas por una refrescante cerveza en botella. Se sentía tan bien que terminada la colación decidió por un rato mas seguir contemplando su invento.

Quizás fue el calor, el cansancio, la emoción, la quietud del entorno paisajístico o el conjunto de todo que venció a Albert, lo cierto es que sin darse cuenta entró en un profundo sueño y por primera vez el creativo prusiano vio hecho realidad su fantasioso plan de conquistar la luna junto a su familia.

De pronto vio terminada su obra, tres largos años le había costado construir aquel cohete. Un par de días más ocupó para comprobar que todo esté en su lugar y funcionando a la perfección, volvió a revisar el tablero de mando; los engranajes que movían el timón; las palancas de la dirección, ascenso, descenso y estabilidad; las dos alas laterales; las piezas del motor, los tubos de escapes y se aseguró de la solidez y el hermetismo de la estructura externa de la nave. Ahora había que presentárselo a la familia y así lo hizo. Grethel, Otto y Adolf no lo podían creer, la sorpresa se convirtió en una euforia colectiva ¡Papá y si volamos por los cielos! , ¿Padre, por qué no vamos a ver a la luna más de cerca que tanto te gusta? dijeron los niños. Mientras Grethel le consultaba a su esposo ¿En verdad este aparato puede volar? Ante tal entusiasmo familiar la respuesta de Albert no se hizo esperar: "Mañana iré a la bodega de Stubenrauch y compraré combustible para cargar los estanques de los motores y también pediré a crédito veinte tambores de petróleo de 200 litros cada uno para llevarlos de reserva y cien litros de parafina para alimentara los petromax. Ustedes - le dijo a su esposa e hijos- preocúpense de cargar todo lo que vamos a necesitar para hacer un largo viaje hacia lo desconocido". Emocionados Grethel y los niños abrazaron a Albert reconociéndole su genio inventor y agradeciéndole por el fascinante paseo aéreo que harían por los cielos australes.

Una semana demoró la familia en cargar la nave con la logística necesaria para el viaje en el más absoluto anonimato, nadie podía ni debía saber del plan. Subieron alimentos suficientes para tres meses, barriles de agua para el consumo, leña picada y en tacos para la calefacción, una estufa de campo, un calentador, literas, una mesa, sillas y sillones, petromax, velas, ropa y otros enseres domésticos. El despegue se haría desde una rampla simple hecha con dos grandes vigas de madera colocadas en la parte delantera de la nave permitiéndole que su proa se empine hacia el cielo. En cuanto a la partida, esta se realizaría un día martes a mediodía.

Y aquel gran día llegó, el sueño de Albert estaba a punto de hacerse realidad. ¡Todos a bordo! gritó el capitán y subiendo por una escalera de madera la histórica tripulación abordó la nave. La única y pesada puerta del navío se cerró y el capitán pidió a los pasajeros sentarse en el suelo junto a la pared y abrocharse cada uno las dos correas que hacían de cinturones de seguridad. Enseguida se sentó de tras del tablero de mando e inició las maniobras de despegue, encendió un motor y una fuerte explosión sacudió al voluptuoso aparato, un espeso humo empañó las ventanillas. El estruendo fue tal que se escuchó hasta el mismo Natales alarmando a sus apacibles pobladores. En un par de segundos la maquina levantó vuelo hacia el firmamento. Su velocidad inicial iba en aumento a medida que el capitán aceleraba más a fondo. Por fin, luego de superar exitosamente la turbulencia inicial el cohete se estabilizó y Albert pidió a su familia desabrochar sus cinturones y tomar sus puestos. Otto y Adolf iban fascinados y no podían creer que estaban volando. Les anuncio - dijo el capitán - que vamos a una velocidad de 400 kilómetros por hora y nuestro destino es la luna; un fuerte ¡hurra! fue la respuesta.

En Puerto Cóndor, Prat y Consuelo, los pobladores salieron de sus casas alarmados por el ensordecedor ruido del despegue y atónitos observaron como la inusual maquina ascendía vertiginosamente al cielo alejándose cada vez mas de sus vistas. Desde el interior de la nave, los cuatro cosmonautas incrédulos observaban desde la altura el verde y tupido paisaje terrestre; el intenso azul del agua de los fiordos, lagos, lagunas y ríos; los grandes picos nevados de las montañas y los casi invisibles puntos que se veían los ranchos, bodegas, potreros, muelles y embarcaciones. Poco a poco, a medida que la nave continuaba su ascenso el panorama inicial fue despareciendo de sus vistas. Pronto se encontraron volando sobre las nubes y ahora el intenso azul del firmamento apareció ante ellos. Los cuatro tripulantes seguían fascinados por lo que veían y sentían. Las horas pasaron con inusual rapidez y la familia decidió abocarse a sus tareas domesticas: encender la estufa, el calentador y los petromax; preparar la cena y alistar las literas. Por su parte el capitán se ocupaba de la revisión técnica del navío y solo anhelaba que llegara la noche para observar a la luna. El viaje siguió adelante y paulatinamente la luz del sol se fue haciendo cada vez más tenue hasta que dio paso a un amplio y alucinante cielo estrellado y lo mejor de todo, apareció la gran luna de color amarillo intenso y formidables figuras oscuras que impresionaron a los viajeros.

La emoción embargó al grupo familiar y Albert y los niños no ocultaban su fascinación por lo que estaban viendo. Durante la cena opinaban acerca de las figuras; Otto y Adolf apostaban a que eran grandes montañas, Grethel a que podían ser mares o lagos y Albert, que se trataba de grandes bosques surcados por largos y caudalosos canales. Toda opinión o comentario al respecto era anotado cuidadosamente por el capitán en su bitácora de viaje. A esa altura, la nave se desplazaba con rumbo fijo hacia el satélite natural.

Pasaron tres días y de pronto la tripulación debió enfrentar su primer gran inconveniente. La nave había traspasado la estratosfera y se enfrentaba a la fuerza gravitacional de la tierra que naturalmente comenzó a detener su avance. La alarma fue general, pero nadie perdió la calma, todos se alentaban entre sí. La fuerza centrifuga y la presión del aire envolvieron al cohete y un crujido agudo del casco conmovió a la tripulación. Albert corrió hacia el tablero de mando, tomó las palancas de elevación, dirección y estabilidad y con todas sus fuerzas las mantuvo fijas, mientras presionaba el acelerador lo más que podía y ponía en funcionamiento el segundo motor. Grethel y los niños controlaban los distintos relojes indicadores de los motores, especialmente, los que marcaba la temperatura y presión. La nave luchaba por avanzar a una velocidad de no más de 60 kilómetros por hora. Si los potentes motores "Diesel" dejaban de funcionar, el aparato y sus pasajeros se vendrían abajo en caída libre.

La lucha por vencer la resistencia del aire duró tres días y sus noches, el encendido del segundo motor estremeció a la nave y fue determinante, la aceleración máxima superó los mil kilómetros a la hora, suficiente para ganarle a la resistencia que ponía la atmosfera y así ascender un poco más, pero no para continuar navegando en el espacio exterior. La nave no logró desprenderse del campo gravitacional del planeta y comenzó a orbitar la tierra. Albert decidió entonces apagar los motores.

¡Qué privilegio! Eran los cuatro primeros seres mortales que veían a la tierra desde arriba. El intenso azul de sus mares, los continentes en plenitud, las nubes, su inclinación respecto del sol y su eterna rotación que ahora su nave y ellos acompañaban. Para los niños observar cada día la salida y la puesta de sol eran un acontecimiento indescriptible.

Durante varias semanas el capitán intentó zafar a su nave de esa fuerza invisible que lo mantenía orbitando la tierra sin poder lograrlo. El tiempo seguía transcurriendo, uno, dos, tres meses y por primera vez Albert y su esposa comenzaron a sentir angustia y algo de desesperación. La situación a bordo no era nada de alentadora. La distancia recorrida, la potencia de los motores y la velocidad alcanzada para superar la resistencia del aire habían consumido más de la mitad del total del combustible. Por otra parte, algunas provisiones, como el café, azúcar, leche, huevos y patatas comenzaron a escasear y otros, como la carne comenzaban a descomponerse. El agua para el consumo sabia un poco rancia y paulatinamente el aire interior comenzó a sofocar a la tripulación. No había manera de encontrar alguna fuente de ventilación, estaban a cientos de kilómetros de altura donde simplemente no hay aire. Más preocupante era la situación de los niños, quienes ya habían perdido todo interés en el viaje y su mal estado de ánimo, su aburrimiento y deseos de regresar a la tierra, a su hogar y a sus juegos eran tan evidentes, que los padres ya no sabían cómo consolarlos.
Llegado el séptimo mes la situación empeoró. Albert y Grethel no dormían pensando y discutiendo la manera de encontrar una solución al drama que estaban viviendo. Cada amanecer y cada atardecer contemplaban desde las ventanillas a la imponente tierra y la veían tan cerca, sin embargo, retornar a ella era prácticamente imposible. La obra maestra que Albert construyó con tanto esfuerzo y dedicación, se había convertido en una prisión espacial para él y su familia y tal vez seria la tumba que los cobijaría.

El tiempo pasó inexorablemente, ocho, nueve, diez, once meses y en la nave ya no había provisiones y lo poco que quedaba para comer y beber era estrictamente racionado por Grethel. Finalmente, sobrevino el desastre. El efecto gravitacional, la nula ventilación, la falta de oxigeno y de higiene empezaron hacer estragos especialmente en los niños, fiebre, mareos, diarrea, toz, dificultad para respirar, los atormentaban. Albert y Grethel estaban famélicos, estresados y agotados, sabían que si no hacían algo extremo el fin estaba cerca.

-Yo hice esta nave y mía fue la idea de volar con ustedes hasta la luna- le dijo el capitán a su esposa -tengo que salvarlos o moriremos todos- agregó. Dicho esto pidió a Grethel levante de sus literas a Otto y Adolf y los lleve hasta la cabina de mando de la nave, cierre y asegure la puerta por dentro y se sienten los tres junto al tablero de mando atándose con las correas de seguridad del piloto. La esposa asintió inclinando levemente la cabeza y antes de proceder abrazó a su marido, con lágrimas en los ojos le dio un gran beso. A continuación Albert se inclinó suavemente y abrazó a sus dos hijos, se puso de pie y esperó a que su familia entrara a la cabina. Era el décimo tercer mes en órbita. El capitán miró por última vez el interior de la nave, en un instante debieron pasar miles de recuerdo por la confusa mente de aquel hombre. Con paso firme se dirigió a la parte trasera de la nave donde se encontraban los dos grandes motores. Tenía muy claro lo que debía hacer, había pasado semanas incubando en su mente la acción que iba a ejecutar. Su decisión estaba tomada y era irrevocable.

Tomó dos tambores vacíos que estaban en la sala de maquinas y una gruesa manguera. Enseguida se inclinó junto al primer motor y con un brusco movimiento aflojó el tapón de drenaje. Enseguida conectó la manguera por donde comenzó a salir el petróleo hacia el interior del tambor. Igual procedimiento hizo con el segundo motor. Al carburante almacenado en los tambores le agregó 30 litros de parafina que quedaban para alimentar las petromax. Con dos sábanas hizo dos largos mecheros y los puso como tapón en los tambores asegurándose de que lleguen hasta el fondo. Luego los llevó rodando hasta el comedor que se encontraba ubicado en la mitad de la nave y los acomodó uno al lado del otro. Se detuvo un momento, respiró profundo y sintió que el sudor bañaba su cuerpo y rostro, su corazón palpitaba a mil por hora, de pronto comenzó a temblar cual epiléptico. Por un momento la mente se le nubló, intentó buscar una explicación, pero todo era en vano, si no lo hacía, igual morirían todos. Albert haría explotar la nave con la esperanza de que su familia o alguno de sus integrantes pudieran salvarse.

Ya no había tiempo, con manos temblorosas encendió una vela y con la llama hizo lo propio con los dos mecheros de los tambores. Se quedó un instante quieto, cerró los ojos y exclamó - Dios, en tus manos encomiendo mi espíritu y el de mi familia - Una violenta sacudida estremeció la nave y un gran resplandor iluminó por algunos minutos el espacio sin aire. La nave se partió en varios pedazos con tanta violencia que pudo romper la resistencia de la gravedad y de la atmósfera cayendo los pedazos a la tierra a gran velocidad. En Australia comenzaba a amanecer cuanto el fenómeno fue avistado desde un observatorio astronómico. De inmediato se dio la alarma a la Guardia Costera que salió en búsqueda de los desconocidos fragmentos caídos en las costas de Oceanía. Por más de 12 horas los rescatistas rastrearon un amplio perímetro buscando evidencias sin obtener resultados.

Durante la noche se suspendió la búsqueda y en la madrugada del día siguiente, una patrullera logró divisar en medio de las agitadas aguas restos de lo que parecía ser una balsa de madera. A toda prisa la embarcación se dirigió al lugar pudiendo comprobar que efectivamente se trataba de fragmentos sólidos pertenecientes a un tipo indefinido de embarcación, parecida a la mitad de un barril con un ala lateral y restos de vidrios calcinados y adosados a su estructura. En el sitio había también manchas de aceite y petróleo disperso en más de un kilómetro de superficie. Los rescatistas procedieron hacer las maniobras correspondientes para recuperar los restos, en eso estaban cuando desde los escombros que flotaban provino un desgarrador grito de auxilio. Grande fue la impresión entre los marinos al ver a un hombre aferrado a un par de tablas, ensangrentado y con notorias evidencias de haber sufrido graves quemaduras. El náufrago fue sacado de las aguas y subido a bordo del barco rescatista. Su estado era deplorable; enjuto, larga cabellera y frondosa barba, el cuerpo completamente chamuscado, las piernas rotas y con graves y múltiples heridas. No podía hablar, de vez en cuando balbuceaba una que otra incomprensible palabra. En vano fueron los esfuerzos médicos por salvarle la vida. Un fuerte calmante le fue inyectado al moribundo Albert para que se fuera de este mundo con el menor dolor. En su inconsciente todo estaba consumado y su alma comenzaba a viajar a través del placentero túnel de la eternidad.

El sol comenzó a ponerse detrás de los majestuosos parajes de Puerto Cóndor, y naturalmente el atardecer trajo consigo la suave y fresca brisa del mar que acaricio el rostro de Albert. Su reacción fue instantánea, un fuerte sobresalto y despertó, se puso de pie al instante, su cuerpo bañado en sudor y su corazón latiendo agitadamente evidenciaban que había tenido un dramático y tormentoso sueño. Caminó un par de pasos, miró el cielo, levantó sus brazos y exclamó - Gracias Dios mío, solo fue una pesadilla…una fea pesadilla - Luego se volvió hacia la nave que estaba construyendo, se acercó lentamente aun afectado interiormente por la experiencia onírica recién vivida, observó la estructura por un momento, se inclinó y tomó la afilada hacha que estaba a su alcance y con un violento y certero golpe comenzó a destruirla.

domingo, 5 de junio de 2005

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Jorge Díaz Bustamante: Y 'ihay

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Y d'ihay que nos juimos p'a la plaza nueva. Al O'Higgins ese, al Capitán General, lo castigamos, lo pusimos mirando p'al muro, las viejas se espantaron, al otro día se tomaban los pelos. ¡ Cómo podía ser tamaña falta de respeto con el busto del insigne héroe nacional!. ¡Esta juventud está absolutamente pervertida!, 'icían. Nosotros camuflados de verde entre los arbustos no podíamos ser vistos. A el Yayo, tuve que pellizcarle la nariz, pues le vino las ganas locas de reirse. ¡ Ahí que nos descubren!.
El Yayo se le ocurre cada cosa, en Chiloé quería hacerse pasar por el Trauco, bueno la estatura ya la tiene, y p'a que vamos andar con cosas, ¡ es harto feazo el diablo! El muy coqueto quería corretear a las carita de manzana. Son trabajadorazas, se levantan a las seis de la mañana, a dar de comer a sus gallinas, a picar la leña, a amasar el pan. ¡Y parece que quería matrimoniarse! Estaí más… le 'ije; vaigamosnos de acá más mejor. Un viraje de laucha y a desaparecer.
Y d'ihay que nos venimos p'al sur, al pueblo de Natales, con estos friazos de los mil demonios, nos venimos p'al invierno al revés de los pajarillos que se van p'al norte, tenemos la brújula cambiada, ¡suerte perra!
El Yayo que es más apendejado, se divirtió como cabrochico, se construyó un trineo con unos fierros viejos y se iba a deslizar por el cerro de la Santiago Bueras, a mi me invitó, pero yo me negué, bueno él es más joven, tiene tan solo 110 años. Yo que lo doblo en edad, ya me empiezan los dolores de huesos y esas cosas que nos atacan a los más viejos.
Nos juimos a vivir al árbol grande, ese verdecito que queda al costado de la calle Yungay, frente al café "Josmar". De allí salió el Gollo, venía turulato, con el buque a mediagua, cufifo. Como estaba nevado se pego medio ni qué resbalón y fue a caer justo debajo de nuestro árbol. Allí se quedó, tendido, como reflexionando sobre este mundo y el otro, porque el Gollo tiene una borrachera de carácter metafísico. Entonces, el Yayo no se aguantó y le dijo: ¿Cómo te baila, cumpipa?. El perejil se puso pálido como a punto de nieve, y tembloroso, no por el frío sino por el sustazo que se pegó. Seguidamente arrancó como alma lo lleva el demonio.
Y d'ihay que comenzó el rumor, hecharon a correr la bola, chismosearon que en la plaza nueva andaban penando. Los lenguaraces, hicieron la capital del pelambre, inventaban cada cosa que ni te digo; un cementerio Kawesqar, un acuchillado de los años cuarenta, uno que cayó por andar quemando, un entierro del pirata Low.
Detrás de los lenguazas, siempre vienen los videntes, que son otra plaga, esos andan viendo aparecidos, muertos vivos, auras, lucecitas de colores y de un cuantohay. ¡Y no me hablen de los ufologos! Esos si que se las traen, vinieron con telescopios, lentes infrarrojos, p'a sapear lo que pasaba en la noche, ¡mirenlos! Y los flashes que no cesaban de dispararse, tomando foto a todo lo que se moviera. El Yayo, que es un vivaceta, aprovechó para birlarles la merienda ¡subimos como tres kilos, esos días!, por lo demás, harto flaco que estaba el ganado.
De tanto mirar para el cielo a uno de ellos se le declaró una bizquera de la puta madre. Como ya tenía la vista agotada, el turnio, se dedicó a mirar lo que circulaba por la tierra. Ahí no más que le vino el flechazo, se las dio de versificador popular para halagar a las mozas.
Cayeron dos, que seguramente eran extraterrestres, pues tenian encuentros cercanos con cualquier tipo. Se fueron de zangoloteo a la disco top. Bueno, ellos estaban a la moda, le hacían a la robótica y a la tecnología laser. Estaban en su salsa, bailando con movimientos mecánicos e iluminados por una luz estroboscópica. Los tipos querían guerra, hacía dos semanas que se lo habían pasado contemplando el cielo y na'a ni ná, y ahora tenían a mano dos mozuelas que estaban de rechupete, que estaban p'al crimen. Cuando quisieron a pasar a mayores, a las locas se les dio por recordar que sus padres le habían dado permiso hasta las una de la mañana y ya eran entradas las cinco.
Las muñequicas, se miraron y angustiadas se preguntaban ¿qué haremos? Si nuestro padre es un ogro y nuestra madastra una bruja siniestra. Decidieron allí mismo contar el cuentico ese y de paso embarrarnos a nosotros la tranquilidad, el placer de contemplar las tardes otoñales, el ocio en la Patagonia y todas esas cosas a las que ya le habíamos tomado el gustito.
Y d'ihay de fantasmas de piratas o de cementerio kawesqar, pasamos a ser los duendes y nada menos que raptores de dos fámulas natalinas. Yo me gustaría que sintieran lo que uno pasa cuando se le acusa de algo que no corresponde. Es muy triste, para colmo de males hasta lo sacaron por la radio.
Allí no más, los natalinos perdieron los kilates, no sé si es el aire puro o los vientos helados de los hielos patagónicos, que les arremolina el cerebro, pero los torna exagerados, melodramáticos, ciertamente patéticos. De pronto la plaza nueva, se convirtió en una plaza de orates. Llegaba cada uno que ya lo quisieran haber visto. Algunos pililientos aparecían con unas linternitas que apenas alumbraban sus narices, otros traían focos buscahuellas, esos eran los más pudientes.
Empezaron a revisar los árboles, a buscar entre los matorrales, detrás del muro donde estaba el O'Higgins. Nosotros los mirábamos desde la vereda del frente, pero los tipos no se dejaban de fregar la pita, tozudos, con una porfiadez equina. Las viejas andaban todas con el culo al aire metidas debajo de los árboles buscando no se qué.
El Yayo que es un travieso inveterado se le ocurrió ir a pellizcar los traseros más voluminosos y se armó una confusión de padre y señor mío. En la noche en medio de los haces de luces de linternas de todos los tamaños, de la música estridente que salía de los vehículos, se podían oír perfectamente un alarido de terror y luego una sonora cachetada.
Con el barullo que se armó llegó la policía e hicieron una redada, en cinco segundos estaban todos detenidos, manos en alto, marchando en fila india. El sargento estaba muy contento, hacía mucho tiempo que deseaba decir: "circular, circular". Un carabinero se internó en nuestro refugio y sorprendió a el yayo. Lo tomó de la mano y lo sacó de allí, cuando llegaron delante de todos, el Yayo se esfumó. La gente miraba y no podía creer lo que estaban presenciando. El duende se fue desvaneciendo lentamente en el aire, como si fuera el eco de sus propias voces asombradas.

jueves, 31 de marzo de 2005

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Alejandro Ferrer: La infausta tarde en que humillamos al Colo-Colo

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Equipo de fútbol de Puerto Natales.

Me llamo Tatín. Bueno... así me llaman.
Tatín el borrachín me dicen, aunque en realidad eso me resbala ya que en este pueblo pocos son los tímidos con la botella. Además, mis vinos me los pago yo mismo; por algo trabajo y no ando por ahí pidiendo para vicios.
Aquí nadie me toma en serio; como que me quieren mucho porque me invitan a fiestas, me hacen bromas, me pegan golpes en la espalda, a veces demasiado fuerte, pero con cariño eso sí, pero si digo algo a nadie le interesa.
Nadie me presta atención.
Yo se los noto en las miradas ausentes.
Por eso nunca digo nada; más bien me dedico a escuchar nomás y a reírme con sus ocurrencias. Yo creo que muchos deben pensar que soy callado, que soy un cero a la izquierda, como dijo uno, pero la verdad es que me desquito cuando estoy solo, en la noche, con mis fantasías, con mis imaginaciones.
Como ahora, en este momento en que estoy a punto de quedarme dormido, pensando en que estoy en un lugar enorme: el Estadio Nacional. Que no hace ni frío ni calor. Día perfecto. En las tribunas miles, en la televisión millones, eso pienso. Quien más quien menos tomando cerveza, vinito, comiendo sánguches, gritando. Como que campea la admiración y, por qué no decirlo, la envidia. Y es que hay muchas hembras en el estadio; las mejores minas del país mirando incrédulas. Deseándome. Odiándose las unas a las otras, por mí.
Y comienza el partido. (Ya casi me duermo...)
Yo con la pelota pasando a todos los del otro equipo que sin duda es el mejor del mundo.
El mejor de todos los tiempos.
De la historia.
Del universo.
Nunca se ha visto un equipo igual. Brasileños, italianos, un par de alemanes, un inglés, un uruguayo, y sin embargo, el huevón de Tatín los pasa a todos: globitos, bicicletas, amagues de cintura, paradas perfectas con el pecho, medias chilenas, un-dos. Y los vuelvo a pasar. A uno, a otro y a otro más...
La verdad es que no siempre tengo fantasías de fútbol.
Hay noches en las que se me ha dado por ser orador y desde un balcón hago discursos con palabras bien difíciles y me gano aplausos que no terminan hasta que me quedo dormido. Es lindo dormirse con el ruido de la fama, clap, clap, clap... Es como el caer de la lluvia sobre el techo. A veces he sido cantante famoso, campeón de box, doctor importante, actor...
Yo creo que esta semana se me ha pasado la mano soñando con esto del fútbol. Debe ser porque llega al pueblo el mejor equipo del país: el Colo-Colo y eso... es... todo... un... acontecimiento...
El maldito sueño me va a vencer. Los párpados me pesan toneladas, mi respiración es cada vez más profunda y ya casi no puedo controlar mis pensamientos.
Sé que será una noche larga.
Y no sólo para mí: todos los del pueblo están esperando el partido de mañana...
Me he quedado profundamente dormido.

He venido temprano al estadio a ver si la cancha está lista para el partido de esta tarde y sí, todo está listo: pusieron las redes, pintaron con cal las líneas de la cancha, están las banderas en las esquinas y el pasto está parejito.
Don Carlos, que es dirigente, se preocupó de todos los detalles. Como en este pueblo no hay máquinas para cortar y el pasto estaba muy crecido, él se consiguió un montón de ovejas y las puso a pastar desde el lunes. (Esto uno lo cuenta fuera del pueblo y nadie lo cree, pero así es aquí). Durante toda la semana las ovejas comieron y cagaron sin descanso. Aunque ahora esté llena de bolitas oscuras, la cancha quedó lisita y yo creo que los astros del Colo-Colo van a sentirse encantados.

La tribuna está repleta de gente. Todos sabemos que los que se sientan allí son los "neófitos" como dijo el maestro. Los que entendemos de fútbol nos arrimamos a las barandas que rodean la cancha para no perdernos ningún detalle.
Yo estoy ahí, cerca de don Carlos, y cuando la banda de los milicos toca el himno del Colo-Colo, se me pone la piel como carne de gallina.
¡Qué lindo es el fútbol!
Ahora entran los jugadores profesionales y los del pueblo. Los primeros se ven bien, jóvenes, victoriosos, elegantes, con las piernas tostadas, musculosas.
Los huevones de aquí, no.
En medio de un silencio de respeto y admiración, ambos equipos caminan hacia el centro de la cancha y al llegar levantan los brazos. Todos aplaudimos.
Veo que el entrenador del Colo-Colo se viene acercando hacia nosotros y pienso que viene a saludar a don Carlos; pero no, viene a decirle que la cancha, Don Carlos, está llena de mierda de ovejas, que qué es esto, que dónde se ha visto semejante porquería, Don Carlos.
Don Carlos, que es un hombre grande y manso, con pinta de perdonavidas, parece que hoy tiene la paciencia agotada y le responde que qué mierda ni ocho cuartos, lo que hay es lo que hay; que se dejen de joder y se pongan a jugar de una vez por todas. Nosotros aplaudimos y el pobre hombre, no más grande que un ratoncito, lo mira hacia arriba, como quien mira la Cordillera de los Andes, y se va en silencio.
Y comienza el partido al tiempo que cruza por el cielo gris una bandada de pájaros negros, gol de Colo-Colo, que parecen pájaros de mal agüero. La gente no puede creer que tiene al frente a los astros de la capital, gol de Colo-Colo, jugando por primera vez en el pueblo. ¡Qué bien se ven con su camiseta blanca y su, gol de Colo-Co-lo, pantalón negro!
Yo miro desde la mejor ubicación, por algo soy amigo de don Carlos, y pienso que cuántos habrá en el país, gol de Colo-Colo, que les gustaría jugar en este equipo, cambio del arquero nuestro porque el idiota no la ve ni cuadrada. ¡Cuántos no darían todo el oro del mundo por, gol de Colo-Colo, vestir la camiseta del club más popular de la patria!
Está por terminar, gracias a Dios, el primer tiempo, gol de Colo-Colo, y nuestros jugadores están empapados, frustrados, agotados, nuevo cambio de arquero, desesperados, humillados, enojados, desconcertados, ufff..., termina el primer tiempo.
Colo-Colo 6, mi pueblo 0.
Don Carlos va al camarín, yo lo sigo, y les dice a los jugadores que qué mierda les pasa. Así les dice. ¿Acaso esos capitalinos son más hombres que ustedes? Nunca olviden que ellos son once y nosotros también, que luchen, carajos, por el honor del pueblo, que no sean blandengues.
Después de la arenga, destapa unas de botellas de vino y las hace correr entre los jugadores.
-¡Pero, qué es esto, don Carlitos! -dice el entrenador haciéndose el santurrón.
-Bah, déjalos que tomen para que se les asienten los huevos -responde él y abre otro par de botellas (aquí hasta yo agarro vuelta).
Vuelven los jugadores a la cancha y nosotros vamos detrás. De pronto un periodista, de esos que siguen a los equipos buenos a todas partes, se acerca y pregunta si es cierto, con todo respeto, señor entrenador, el rumor aquel de que sus jugadores, durante los descansos toman vino en lugar de agua.
El entrenador se hace el sordo, y ya sabemos que no hay peor sordo que el que se hace el huevón. Por suerte salta el sabelotodo del maestro que le pone el índice en el pecho al periodista y le dice con solemnidad:
-"Bonum vinum laetificat cor hominis" (el buen vino alegra el corazón
del hombre) -y sigue caminando como quien no quiere la cosa, sabiendo que
nadie entendió.
Y comienza el maldito segundo tiempo.
Un defensa nuestro le da una patada descomunal al centro delantero del Colo-Colo, justo en la línea del área grande, y tiro libre, y gol de Colo-Colo, y otra vez cambio de nuestro arquero, que está como dormido el muy baboso. Don Carlos estira el labio de abajo como hacen los niños cuando están por llorar, y cuesta darse cuenta si lo hace para sonreír o para iniciar un llanto incontrolable.
Le brillan los ojos y, gol de Colo-Colo, le tiembla el mentón. Al otro lado
el entrenador del equipo visitante se ríe ruidosamente y a la distancia parece que nos tiene clavados sus ojillos de rata.
-Anda al camarín y vístete.
-Pero, don Carlos, yo nunca he jugado fútbol -le digo haciéndome el humilde.
-¡Haz lo que te digo, borrachín! -me dice desde su corpulencia cordillerana con una mirada que no admite peros.
Como a estas alturas ya le he dado más de un par de besos a las botellas sobrantes, no me da vergüenza ir a vestirme de futbolista, gol de Colo-Colo, desgraciados, abusivos, y en un abrir y cerrar de ojos estoy de vuelta a su sombra.
A decir verdad, no me veo bien: los pantalones cortos son increíblemente anchos y corro el riesgo de que ante cualquier movimiento se me vea el honor por la entrepierna.
De la camiseta, ni hablar.
Todos los que me ven se ríen.
Ya falta poco, gracias Virgen del Carmen bella, para terminar el maldito partido, cuando veo que don Carlos le hace una seña al árbitro. De alguna manera éste se las arregla para que la pelota llegue al área enemiga y descaradamente hace sonar el pito con tal vigor que el estadio entero enmudece:
-¡Penal! -grita el sinvergüenza.
Por un instante los jugadores visitantes quedan paralizados; anonadados, diría más tarde el profesor, lo que aprovecha don Carlos para romper el silencio:
-¡Cambioooo, señor árbitro! -grita. Y me ordena que entre a patear el penal.
Para mí el asunto no es nuevo. En mis sueños, cada noche he jugado partidos mucho más difíciles. Lo miro y le digo con una sonrisa que sí voy, y mientras voy caminando lentamente desde las barandas hasta el área del Colo-Colo, sin escuchar las carcajadas del público, don Carlos le dice al entrenador que es hora de reírse de estos profesionales de pacotilla y que la mejor forma es poniendo al más tonto del pueblo para que meta el gol del honor.
Al llegar (pareciera que demoré un siglo), pongo el balón justo en la marca de los doce pasos y me voy bien, pero bien lejos a tomar carrera. Cuando el árbitro ordena la ejecución de la pena, comienzo a correr zigzagueante para despistar y de pronto le doy una patada tan fuerte a la jodida pelota que no la reviento por milagro. Sale despedida hacia la izquierda con tal violencia que el portero colocolino no la ve por ningún lado. De todas maneras se lanza a la derecha y cuando el pobre hombre quiere arrepentirse de su vuelo de pájaro equivocado ya es demasiado tarde.
-¡Gooooooooool del pueblo mío!
-¡Gooooooooool de Tatín, el borrachín! -grita todo el estadio riéndose.
Colo-Colo 9, nosotros 1.
Y termina el partido. ¡Alabado sea el Señor!
Los jugadores del Colo-Colo se retiran de la cancha convencidos de que nos hicieron pagar caro la caca de oveja que adorna sus zapatos. A lo mejor más de alguno llegará incluso a burlarse ante semejante goleada, pero lo que nunca podrán explicarse son las carcajadas que provocó mi gol, el gol del honor, y que todavía se escuchan por estos lados, a treinta años de aquella infausta tarde.
Y la verdad es que no me extraña porque yo mismo vine a explicármelo cuando alguien dijo ese día que, al Colo-Colo, hasta Tatín el borrachín le mete goles.

lunes, 7 de marzo de 2005

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Héctor Martínez Díaz: Un tour en sepia

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La culpa es de Roberto, Sandra ¡cómo si no hubiera nadie más para ir a cubrir lo de Chihuio! Y no le dije ¡qué rico güena onda, vuelvo al sur! Cómo de seguro piensas. Lo siento, Sandra, en la legal comadre, lo siento, esta noche no va poder ser. Pero ni siquiera te interesó saber a que iba y con un seco y sarcástico Oka, celavi cortaste el celular.
Una hora para llegar a Tur Bus e igual que siempre antes de viajar me atacan los nervios. Calma, relax, relax, la libreta, varios lápices, buen hábito copiado al profe Faúndes, grabadora, pilas, cassettes, ¿Está todo? ¿Falta algo? ¿No? A Chihuio sin todavía comprar boletos. Salgo corriendo de la revista. ¡What moment! Pasar por casa. Busco el citizen, 19:30. Bus a las ocho.
-Taxi, Taxi. Alameda 1200, puede ir más rápido porfa. Me espera cinco minutos-
Ascenso en el octavo. -vamos, vamos, baja, baja-.El uno se ilumina aprieto el siete. Miro el 704. Abro y el Caos. Calcetines. Calzoncillos, hacia el armario. -¡La zenit!. Mierda se quedaba la cámara, ¿dónde están los bluyines? ¿una parka?- Por si las moscas. Otro portazo, y el séptimo continua iluminado.
-Al terminal Sur- Dioses a mi favor. El Lada surca la alameda santiaguina, sin ningún taco. -Uff que cueva- -¿Cómo dice ?- musita el chofer.
Asiento quince. Walkman. Play. Salsa. Sandra bailando en el Mary Calor. Sandra la salsa y Blades "a dónde van los desaparecidos ta, ta taaa y por qué se nos desaparecen, porque no todos somos iguales". El auxiliar del bus coloca una cinta sin rebobinar y por enésima vez me mamo Blade Runner, con la secuencia final de Dick Recard escuchando atónito a
Roy Batty, el albino androide: "He visto cosas que vosotros no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lagrimas en la lluvia. Es hora de morir"
Y te escucho reprochándome que en el fondo eso es lo que quiero, volver al sur a ver los lagos, la selva valdiviana, al Mercado Fluvial. Sí, prometo traerte jureles ahumados del mercado fluvial y una foto del Río Calle-Calle en que se esté bañando la luna. Isla Teja. El Puente Las Animas. Isla Teja. Swenky y Nilo. Sexual Democracia. Valdivia. Valdivia y sus güarenes. Valdivia. Neltume. Liquiñe. Chihuio y una mujer con abrigo negro y pañuelo blanco en la cabeza, sostiene un gran retrato fotocopiado diciendo "mentes en blanco son nuestros recuerdos, con demasiado duelo para tener imágenes, ángeles, demonios..."
-Señor, despierte llegamos a Temuco-.
Quizás, te confesaré algún día que en la escala del bus en Temuco, bajé a llamar al Víctor que trabaja en el Codepu de Valdivia, en el "caso Chihuio", o los 17 campesinos arrestados por una patrulla militar en octubre del 73, nunca más se les volvió a ver.
-Aaloo, ¡Víctor!, Disculpa la hora. Estoy en Temuco voy pa'llá, por lo de Chihuio-.
-Güena onda te espero en el terminal y vamos juntos. Un consejo, sin cámaras ni grabadoras jovie-. Pareciera escuchar tus gritos Sandra, que me hará mal, que puedo devolverme a Santiago y que si me echan busco otra pega, que tienes amigos, que pueden ayudarme, que a ambos este viaje no nos hará bien, que no haga tal de juntarme con el Víctor, que me ha costado mucho salir adelante. Que piense un poco más en ti
-Senkiu, te pasaste. Llego en Tur Bus a eso de las diez, nos vemos y disculpa . -No te preocupís viejo, aquí te espero pero llegai a los ocho y media guevón, cómo tan rápido se olvido del sur hermano. -chucha tenís razón, ahí nos vemos se me está yendo el bus. Tii.tii.tiiiii. Hermano, hace tanto tiempo que no me decían hermano.

La lagrimosa Valdivia me recibe con un mañanero sol radiante disipando el rocío, del bus al jeep del Codepu, una pasada por el frontis del regimiento de Caballería, hoy motorizada, Cazadores. Con el Víctor, no son necesarias las palabras ambos sabemos de convoyes militares surcando tras el Golpe la precordillera valdiviana centrando su mira en pretendidos "focos guerrilleros" del MCR, creyendo encontrar en los campesinos del Complejo Maderero y Forestal Panguipulli clones del magallánico Comandante Pepe. Neltume, Chihuio, Liquiñe fueron testigos del desaparecimiento de un centenar de campesinos acusados de conspirar contra el golpe militar o partícipes de un imaginario plan zeta existente sólo bajo cascos militares. Su delito, estar sindicalizados.
-No hay nada para la mente manito y ni siquiera iremos por un shopito en el Paula. - No alcanzamos a la vuelta loco, a la vuelta- sonríe cómplice Víctor.
Apenas disfruto el paisaje, selva y precordillera. Nos esperan 170 kilómetros al este de Valdivia. Pasamos por Futrono. Llegamos a una bahía. Vemos el río Quimán con sus piedras grandes y redondeadas. Bordeamos unos cerros hasta llegar al Puerto de Llifén, mis asfixiados pulmones capitalinos inspiran dichosos la brisa lacustre. Seguimos ascendiendo hasta el caserío de Curriñe. Camino polvoriento. Viviendas humildes. Vida de sacrificios arrancando a la naturaleza la madera. Chabranco, último lugar antes de llegar a las termas de Chihuio. El escabroso camino es un largo túnel de árboles, nuestro jeep es emboscado por el frente, costado y retaguardia por furtivos rayos de sol. Varios me acribillan los ojos. Un ruido alborota la flora y fauna valdiviana, vuelan los pájaros, arrancan las liebres, un zorro nos mira intrigado. El jeep avanza, nuestro jeep.
-....Unos Land Rover utilizaba la caravana militar, eran cinco en total y dos camiones blindados-
En la huella encontramos varios campesinos. Dejan sus tareas. Observan silenciosos como si el fragor del motor los estremeciera trasladándolos a veinte años atrás. El ambiente sobrecoge, Víctor toca la bocina, baja el vidrio saludando alegremente a cada uno por su nombre, encauza las manillas del reloj.
Y es casi como si tuviera una postal sepia del convoy del Coronel Sinclair saliendo de Valdivia, del escuadrón del capitán Osorio con los Tenientes Ortega, Rodríguez y Kéller, y sus 92 conscriptos viajando a Futrono de ahí a Llifén, Curriñe y Chabranco, a paso de ganso hacia los fusilamientos para ser premiados con un asado a orillas de una gran casa patronal, por su patriótico trabajo con los cuerpos ya esparcidos, enterrados y olvidados, hasta años después cuando doblemente desaparecidos, fueron exhumados y quien sabe dónde arrojados.
-¡mira! a la vuelta de esta quebrada llegamos a Chihuio-.
Un galpón del otrora sindicato "Esperanza del Obrero", hoy Escuela Particular 48 de Chihuio, habilitado para la ocasión. Piso de tierra. Paredes de madera ennegrecidas. Techo cubierto de musgo. Dos puertas por donde ingresamos, entre las tablas se cuelan algunos rayitos de sol. Poca luz, el ambiente es iluminado por seis candelabros que escoltan un ataúd de madera solamente cepillada, que reposa en el fondo sobre unos caballetes, veinte bancas lado a lado dejan un camino directo hacia...
Ana Vergara, acompañada de sus hijos, baja de una carreta. Viste un abrigo negro, lleva una foto en sus manos, su cabello lo cubre un pañuelo blanco. La cabeza inclinada al lado derecho. Ingresa al galpón. Se sienta en la segunda fila, rompe a llorar. Rosendo Rebolledo, su esposo, yace en espíritu, dentro del ataúd. Un trozo de paletó es su presencia. Era evangélico. Una notificación de presentarse al retén fue su destino. Dejó siete hijos.
Una rótula de Daniel Méndez, 42 años, ve venir a Rosa, su mujer, que con traje negro se acerca por el pasillo, el nueve de octubre del 73, mientras reparaba la pana del tractor que manejaba, fue detenido por la patrulla militar, el tractor continúa en pana.
Mirta Torres, pasa la mano por sobre el ataúd. De 19 años para el Golpe no alcanzó a disfrutar la compañía de su esposo Ricardo Ruiz, socialista, el nueve de octubre lo que quedaba de él después de haber sido torturado por carabineros fue entregado a la patrulla militar, dentro del ataúd, de Ricardo hay ¿quizás un botón?
Una comitiva de la Iglesia del Señor acompaña a Narciso García, predicador de esta Iglesia, la noche del nueve de octubre, en el fundo de Chihuio, los percutados aleluyas del piquete fusilero corearon su última prédica.
La oncena titular del Deportivo "Juventud", acude a despedir a su wing derecho, Eliecer Freire, una jugada desleal, un penal no cobrado, un árbitro comprado y saquero murmuran dos molares de Eliecer. El galpón se hace chico para las familias y sesenta y nueve descendientes huérfanos desde aquel fatídico octubre. Despiden al esposo, hijo, hermano, al amigo. Un ataúd es más que suficiente para los Barriga, Pedreros, Salinas, Sepúlveda, Méndez, Vargas, Durán, Mora padre e hijo, un ataúd, sólo un ataúd.
Llantos que humedecen el local, mujeres que ríen nerviosas. Hombres, que no lloran, se acercan a un mesón de vasos plásticos auspiciados por Coca Cola, pero toda fortaleza sucumbe al humor vinoso y viriles gemidos traspasan las tablas del galpón. La precordillera recoge el lamento acostumbrada por años a confesar en silencio, los ruegos de estas familias. Y una bruma triste ya cubre la fronda de los hualles, comienza a chispear. Veinte manos intentan abrir el ataúd, sacan sólo una bolsita negra de polietileno que contiene huesecillos, trocitos de género, dientes, botones, una rótula, algunos cabellos. Un abrazado griterío doloroso retumba en el galpón. De uno en uno los deudos se pasan la bolsita con los restos y dieciséis papelitos con nombres de las víctimas. No los devuelven hasta el amanecer.
El verano está en su esplendor es el mejor febrero de lo que va corrido de los noventa, pero nubes negras presagian lluvia. Desde el antiguo galpón del "Sindicato Esperanza del Obrero", un cortejo se retira. Se pasa candado a las puertas. Llueve, del interior parece escucharse una voz
-Compañeros, se levanta la sesión. ¿Descansaremos en paz?

-Hommo hommini lupus, manito Hommo hommini lupus- pensando en voz alta Víctor, quiebra nuestro hermético retorno a Valdivia. Me deja en el rodoviario, sin echarle nada a la mente ni ánimo de un shop en el Paula, enciendo mi fiel Life, tiene razón Sandra, soy un nostálgico empedernido, en estos tiempos y seguir fumando esta porquería. La multitud transita por la costanera, es la semana valdiviana, ya viene el corso iluminado de la reina navegando por el río, estallan los fuegos artificiales, el tumulto me acorrala, trato de mantenerme quieto, me empujan, voy contra la corriente dicharachera sin disfrutar del carnaval a trote zigzageante entre los cuerpos hacia el Tur Bus que está por partir, alguien a propósito me tira challa a los ojos.
Incrédulamente el mismo auxiliar vuelve a colocar la cinta de Blade Runner sin rebobinar pero ahora soy yo quien ha visto cosas que ningún de vosotros creeríais y les aseguró que es mentira que en el Calle Calle se esté bañando la luna, esta noche de gozo y diversión la luna carnavalera llora.
¿Sandra, me perdonas haber olvidado comprar los jureles ahumados del mercado fluvial?

martes, 15 de febrero de 2005

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HÉCTOR MARTÍNEZ DÍAZ: BARBIE BUSCA A KENT

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Creciste arriba de unas North Star regaladas por tu hermano, mientras mamá cantaba las canciones de Sandro y papá quitándose los pantalones blanco plomizo movía las caderas haciendo la burda imitación del Ídolo. Y "ese es mi amigo el puma" hacía olvidar las fonolas del cuartucho. Pero no estaban ni la malla strech, ni la Quinta Vergara. Y la señal de Televisión Nacional llegaba por el cable que todas las tardes salías con un coligüe a colgar al tendido eléctrico, así cuando llegará papá enchufar la Sony, especie recuperada por tu hermano de la misma casa de donde te trajo las North Star, pulsar play y las carcajadas volcánicas de tu juata daban comienzo, "en vivo y en directo y para todo el país", del Show callampero de tus padres, donde "mi amigo el puma" bailaba con "María la Brava". Luego, acudías cual María Teresa Fernández a regalar la Gaviota de Plata, recortada del FestiViña al jovie que cada vez le costaba más sacarse los encalados pantalones y cobrar su contrato millonario de Ídolo, las catorce lucas del POJH.

Creciste con la nariz pegada a las vidrieras de la jugueterías, tus ojos chiquitos y negros te llevaban a esos mundos de Alicia en el País De, en medio de trenes, muñecas y legos, tú eras la Barbie Morena-Chola vestida de Dior, bailando un Strauss en brazos de Ken. Mientras otras Barbys hacían el ruedo y las pelotas de fútbol aplaudían rebotando alegres alrededor.

Viviste en las esquinas, pidiendo limosna para ir a los flippers, donde los más grandes te las quitaban. Era mejor ir a lo de las papas fritas, aunque sabías que los cucuruchos estaban muy altos, a veces las papitas se las daban de paracaidistas y saltaban a tus manos. O solías poner tu carita de niñitapobrehambrienta y con tu boquita sucia tendías la mano hacia los corazones de los viejos Boy Scout, estremecidos al ver tus North Star, mugrientas sin cordones, que hacían la buena obra del día entregándote el cucurucho, sabiendo que en sus departamentos de Providencia los esperaban kilos de papas, tazones de Kellogs o sino podían pasar al Rodizzio por...
-Un filete mignon por favor-

Despertaste con el neón de letreros ventanales, y no faltó el tipo que mientras observabas las vitrinas se instaló detrás comenzó a refregarse en tu cuerpo. Después unas invitaciones a comer papas...
-Te llevo a pasear en mi auto- prometiéndote una Barbie el móvil se alejaba del centro y estacionada en el Santa Lucía le preguntabas por la muñeca... Pero tú no eras Barbie y él no era Ken ni hablaba Inglés, sólo...
-Ahora vas a ver putitaconcha'etumare- Y las vidrieras jugueteras eran el techo del carro donde por más que lo quisieras no aparecían los juguetes, y la pista de baile eran los sillones del Nova Yanky, y la música de Strauss eran los quejidos del viejo, y las pelotas de fútbol eran peludas y luchaban por introducirse y romperte el himencito, y los aplausos de las demás Barbys eran por el color rojitibio que caía por tu entrepierna. Y en la Aurora F.M. que el viejo había puesto a todo chancho la voz gitana de Sandro...
"ese es mi amigo el puma dueño..." la puerta metálica que se abría, un empujón y a la calle sin dejar terminar a Sandro y tu coro lloroso "Dueño del corazón...". Tres billetes, volaban del vidrio abierto, te decían...
-Toma, cómprate una Barbie -.

No acudiste más a las papas fritas. Las viejas North Star dieron paso a los tacos, la mugre engomada se tiñó de rougé, las lagañas al rimmel, simulando las portadas de Cosmopólitan, pero tu rostro nunca conocería a Max Factor. El delantal celestecuadros cambió por unos Lee apretados y una polera amarilloroja que ajustaba los púberes senos desplazó al Jumper Azul Lutolargo y Con Poco Uso que llevabas a la Escuela F-24 de Macul. Las vidrieras fueron cambiadas por las esquinas, y los juguetes ahora eran de verdad, los focos te guiñaban, bajaban el vidrio y te preguntaban...
-¿Cuánto?-.
Hasta que conociste al Tano Foschino que te habló de cambiar el esmog y calor santiaguino por el frío pero limpio aire puntarenense.
-Ya vas a ver en dos años vuelves con los bolsillos llenos de plata-.
Tomaste el Ladeco con la esperanza de un Ken enapino, desembarcaste en el Presidente Ibañez donde el viento helado te abofeteó el rostro. Entraste a la Cosa Nostra, y con tú "show de María la Brava", por un túnel a la Whiskería 53, donde los chumangos acostumbrados a pieles mortecinas babeaban por tus caderas "morenas anchas y sensuales y fuego en la piel".
Pero tu tarifa subió fue con "Derecho a Zona". El dinero tenía el color del petróleo o Teniente o Capitán o Mi Mayor. Nunca "pelao", ellos iban a Errázuriz, donde no existían las whiscolas ni los camparis, sólo las poncheras Yugoslavo, el Canepa con Austral, que toman junto a gordas hediondas que psicoanalizan a los "pelaos" tendidos entreysobre enormes tetasillones, donde los "servidores de la patria" confiesan llorando la ausencia de la minita, las patadas de Mi Cabo por no poder cruzar el Valle de las lagrimas, aquel cubierto del sudor y llanto milico que desagua en la laguna de patinar, la que en invierno hace las delicias de los hijitos rucios de papá, quienes rasguñan metálicamente la tristeza congelada de los pelaos. Y son los mismos hijos de los que los apalean los que sonríen y se divierten abrigados con parkas de plumas Made in USA o Gorros tiposesquiadores de Parenazon , deslizándose sobre el escarchado sufrimiento recluta de aquellos que no tuvieron el amigo Capitán, el tío Secretario de Gobierno o un primo Médico que rubrique un certificado de Inepto. O por último, los 550 puntos en la prueba, matricularse en la U y postergar la milicia.
Pero los pelaos no acuden a colegios salesianos, alemanes o suizos sino que reciben la educación en colegios con números, donde los profes deben dictar a gritos, porque se acabó la tiza o porque la artritis no deja escribir en la pizarrra, hastiados de ganarse las míseras 80 lucas escuchando el chirrido de la tizauña quebrada sobre el prenzadonegro de las Ecoles chilenas, que prefieren dejar que los barracos populacheros griten y se saquen la cresta, -total,- piensan los profes, -para que enseñarles más si lo que les espera es una pegita en la Constructora o acarreando bolsas en la feria y para eso no hace falta trigonometría, raíz cuadrada, Comprensión de lectura o Ley de Gauss-. Y el único tío del colimba es al que hay que ir a dejar a su casa cada vez que lo encuentras curado y el amigo mas pituto es el Junior de la Muni. Todo esto soportando las patadas del Sargento y ¡cuidado, que viene Mi Teniente! riéndose porque el raso llora, mientras sapea con binoculares el culo de la hija de Mi Capitán que dibuja un ocho en la laguna.
Moqueando delatan los pelaos, a las maracas freudianas, que ellos no comen calafate para no tener que volver, o les revelan el desprecio que sienten por la chovinista Perla del Estrecho que los margina a babear y orinar el Dedo Gordo del Indio Ona, de la Plaza Muñoz Gamero, los dominguitos de franco.

Con tu ortografía de segundo básico repitente, le escribías a Mamá de tu trabajo de camarera en el Hotel Cabo de Hornos...Camarera se llama salir todas las noches a empelotarse, ante el millar de ojos patagónicos que te devoran y tu detrás de la reja refriegas tu piel morena, güachita con tu tanga-tanga que apenas sostiene tu culo morocho, el más caro de la ciudad del Monumento al Ovejero, donde acudes todas la tardes a subirte arriba del broncíneo equino, soñando salir galopando a tus maravillosos mundos de Alicia.
Por las noches los Peruzovic, Gómez, Buvinic Vera, eran los que te galopaban. Y tu cuerpo, "tranco a tranco legua a legua", se convirtió en el segundo Club Hípico magallánico. Yegua-Potra gritan calientes cuando sales a bailar con "mi amigo el puma", la descendencia patagónica yugolote, daba lo que pidieras por escupirte su Semen Australis .
Pero tus herraduras taco aguja a veces se quebraban y no querías salir a galopar, preferías quedarte en la casa de dos pisos que el tano Foschino les arrendaba en Playa Norte, donde quedaba el Stud. Hasta que llegaba el tano, en su Malibú azul a buscarte.
-Te están esperando-.
Y aunque tenías "marea roja", siempre había un Almirante o Patrón de Buque Factoría que no temía contaminarse.

Hasta que vino el siniestro, las llamas arrasaron el stud. Y acudes a sacar a la Luisa que está dormiborracha, pero todo fue inútil y los choros se quemaron y tu cabellera azabache cobijó los rayos tal como el Tano cobijó las bromas sobre su sarta de choros ahumados.
Aprendiste que la nostalgia se alejaba con unas pastillitas regaladas por el doctor voyerista adicto a los juegos plásticos, o sino unas gotas de Chivas Regal sirven de "yumbina" para el Derby Sexual que todas las noches corrías.

Pero la carrera se fue haciendo más pesada y el tano trajo nuevos materiales de Santiago. Y tu show de María la Brava, fue cambiado por una Madona Chilensis, "Like a Virgin". Y tus ahorros, destinados al "sueño de la casa propia", te sirvieron cuando se quebraron tus herraduras taco aguja. Y abandonaste el Stud para caer a..., Calle Errázuriz...
Donde no hay ni Tenientes ni Enapinos ni Estancieros. Ni el dinero se llama Código Civil, Ortodoncia ni Acción Dólar, ni viaja en Malibú, Blazer o Silverado.
¿Y donde estaba Ken?
Del Cosa Nostra al Farol Rojo. Tú, acostumbrada al Agua Brava, Brutt 33, Paco Rabanne, tuviste que soportar el Avon Para Hombres, o el Caries Space, la mezcla de caries, copete, sobaco y rabia. O el olor a patas milicas de Virginia. O las orejas y labios partidos de los pelaos, que te cosquillean las tetas lacias buscando el pezón materno distante tres mil kilómetros a orillas del Rahue, Cautín, Bio-Bio o Mapocho. Pero estaban las pastillas que te alentaban y mejor aún el Canepa con Austral, que ahora se llamaba, "Croata".
Así, a una década de tu llegada, parada en la puerta bajo un "Farol Rojo", esperas pinchar a Ken, guiñando a los diciochoañeros rasos que suben por Errázuriz a las ocho de la tarde todos los domingos, todos los domingos. Y tú "rogando a San Antonio que te mande un novio, todos los domingos , todos los domingos..".

Al final, las caderas se hicieron más anchas, pero no más sensuales, y el "fuego en la Piel ", es la acidez del dragón con que despiertas cada mañana . Y tu arrogancia de María la Brava, de nada sirvió, cuando la auxiliar del Enfermedades de Transmisión Sexual, donde acudías todos los meses para timbrar tu Pasaporte de Puta, te entregó un papel blanco, Cirrosis, y te derivó a la puerta vecina, Alcoholismo, donde una enfermerita de apellido "ich" te aconsejó el tratamiento .
Vinieron las torturas en jeringas de Apomorfina y a tus pies un balde donde ves reflejada tu terapia , la enfermerita que te saluda con la caña de vino pero nadie te saca a bailar, que esta vez será sin el casette de Sandro, sino al compás de tus arcadas y las de las otras artistas que están en lo mismo. las mañanas invernales se hacen eternas de regreso al quilombo luego de la inyectada, subiendo por Zenteno mientras los boys salen del Pudeto...
-a instrucción a instrucción ya nos vamos a instrucción...-

Una quincena de apomorfinas dieron paso a la sesión con el siquiatra, que te recetó el Antavú, reforzador de la voluntad...
- ya sabes, por si caes -.

Esta madrugada te apearon del Caballo del Ovejero, calzabas unas North Star mugrientas sin cordones, tus brazos escarchados abrazaban a Barbie y Ken. En los estribos, una caja de Antavú cerrada, un cassette y un Musiquero con letras de Sandro.



jueves, 10 de febrero de 2005

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Lorenzo Caglevic Bakovic: ¡Hombre al agua!

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-¡Fondo el ancla de estribor !-. Ordenó el Capitán.
El peso del fierro perforó el agua, como un cristal, en el silencio de un mar excepcionalmente calmo. Eran las once de la noche, del primer día de Agosto del año 1898.
Punta Arenas dormía en el frío semipolar de la noche austral. Sólo una que otra luz se podían divisar desde la nave. Eran luces mortecinas, que más bien se distinguían por la gran oscuridad reinante que por su luminosidad. De los barracones en la orilla, salían tenues los humos de las salamandras único indicio de vida en ese poblado. El silencio permitía escuchar, incluso, el lamido de las olas sobre el casco de la nave.
Los pasajeros, arrebozados en gruesos abrigos y mantas, observaban tiritando sobre la cubierta. En su mayoría eran italianos, españoles, portugueses y algunos provenientes de la Croacia Dálmata, en aquel tiempo bajo el dominio del imperio Austro-Húngaro. Entre estos últimos, Luka, un gigantón rubio y joven, trataba de infundir ánimo al resto de sus coterráneos, percibiendo la decepción que causaba en ellos esta primera vista del poblado.
-Mañana, con luz de día, verán como esto no es tan feo. No será nuestra Brac, - dijo refiriéndose a su isla natal- pero allá la situación no da para más. Acá, en cambio, muchos dicen que el oro abunda y así, en poco tiempo, podremos volver ricos y famosos.
La voz del capitán, un italiano cincuentón y jovial, interrumpió sus palabras:
-Todo el mundo a dormir! Vendrán temprano a bordo las autoridades locales para la revisión de los documentos de los que desembarcan aquí. Calculo, si todo marcha bien, que antes de mediodía el buque será declarado fuera de cuarentena y ustedes podrán estar en tierra a la hora del almuerzo.

Acercándose al grupo palmoteó, sonriendo burlón, la espalda de Luka y le dijo:

-Espero que las niñas de Punta Arenas te den crédito, a cuenta del oro que vas a encontrar.
Pero la broma del capitán, no causó, ni remotamente, efecto en el grupo de croatas. Apenas sonrieron. La preocupación de haber llegado al fin del mundo, un territorio tan frío y desolado, terminó con el entusiasmo demostrado en todo el viaje. Sólo, Luka, le siguió la corriente:
-¡Seguro Capitán! También le abriré, a mi cargo, cuenta a usted. Ya verá.
La respuesta del joven tampoco les causó mucha hilaridad. Ante esa situación el capitán optó, comprensivo, brindarles un gesto de simpatía y diciéndoles "dobra noc" (buenas noches en croata), se retiró a su camarote.
Todos se fueron a dormir. Sólo Luka, so pretexto de fumarse un cigarrillo, fue el único que permaneció en cubierta. Arrimándose al calor del tubo de la chimenea, próxima al palo mesana, lloró angustiado. . .
-¡Apuren la maniobra de los botes! Gritaba un oficial al contramaestre y a los marineros que, en esos momentos, arriaban las embarcaciones desde la nave.
El viento, comenzaba a hacer cabecear al buque y el mar a rizarse de espuma. Una vez que estuvieron embarcados en los botes a remos, la corta distancia a la orilla parecía no mermar, pese al esfuerzo de la boga. En un momento comenzó a precipitar nieve y agua sobre los entumecidos pasajeros. Era la declaración anticipada de la dura vida que les esperaba en esas latitudes.
Llegaron a los barracones de la orilla muertos de frío. La mayoría no conocía en absoluto la zona, pero unos cuantos adelantados que habían viajado poco tiempo antes los esperaban alegres. Entre abrazos requerían ansiosos noticias de su terruño y sus parientes.
Se reunieron todos cerca de una gran cocina a leña, ubicada en el centro de la construcción principal. Junto con un café hirviendo, les informaron someramente del sistema de alojamiento, comida y las posibilidades de reclutarse como trabajadores. Luka, inquieto por la ausencia de Ivo, su amigo de infancia llegado seis meses antes, requirió de inmediato información sobre él, a los adelantados.

-Ivo está bien- respondió uno- pero no creo que aparezca antes de una semana Se contrató en una partida de loberos dirigida por un portugués. Dicen que el hombre es un abusador y que paga poco, pero es el comerciante que vende más pieles y, siendo así, Ivo se entusiasmó y partió trabajando para él.
La semana transcurrió lenta. Sirvió para ir aclimatándose al frío, buscando un lugar donde dormir y, por supuesto, trabajo.
Al sábado siguiente, entre risas y lagrimones se produjo el esperado encuentro con Ivo.
-¡Querido compadre Luka !. Cómo quedó mi pequeño ahijado y mi hermana Liubitza.
-Ellos quedaron muy apenados, pero están bien. Viven ahora en la casa de mis padres, mientras dura mi ausencia.
-¿Y mis viejos? ¿Qué hay de ellos?
- Tu mamá no para de llorar y se queja que tu papá la reta por eso. Sin embargo, cuenta que él se va al patio y se desahoga solo, para que no lo vean.
-¡Pobrecitos!. . . ¿Me mandaron una carta, algo?
-Este paquete tiene como una docena de tortillas de higos secos que te envía tu madre, junto con esta estampita de San Roque. Tu papá por su parte me entregó estas dos cantimploras con Rakija, hecha por él para ti. Fue lo único que me atreví a traer en el barco. Tú sabes, la humedad y la larga travesía no lo permiten.
Luka advirtió que Ivo, sin decirlo, esperaba algo más...
-Ah!. Casi me olvido. También Milena, tu noviecita, te mandó esta carta y este gorro tejido de sus propias manos.
No bien terminó Luka de hablar, cuando Ivo ya leía la carta.
Todavía suspirando, se puso su gorro nuevo e invitó a su amigo a la posada, para celebrar el reencuentro y hacer planes.

Las cosas hay que hacerlas al modo que acá se estilan -dijo, Ivo, a su compadre que lo escuchaba atento.
-Casi todas las actividades, al menos las más lucrativas, ya están en manos de algunos capos y, entonces, hay que trabajar para ellos. Nadie te dice que no puedas hacer negocios por tu cuenta, pero de pronto descubres que los capos se sienten invadidos y te envían algunas señales o advertencias. Tú puedes entenderlas y acatarlas o bien terminar "perdido", "muerto por los indios", "ahogado en el mar" o con un balazo en el cuerpo producto de una "riña o robo" inventado.
Así son los trabajos en las pieles, la madera, el carbón, las casas de remolienda y, para qué decir, el oro. Hay un tal Popper, un rumano temible, a quien es mejor tenerlo de amigo. El es el capo mayor de esa actividad en los lavaderos de tierra del fuego. Es cierto que hay otras actividades menores en el poblado, pero también son menos rentables y para hacerse de unos pesitos debes trabajar tres o cuatro veces más.
Luka, nervioso, interrumpió:
-¿Quiere decir, que nuestro sueño de hacernos ricos trabajando oro, no será jamás posible?
-Creo que, para hacer una fortuna, se requieren de varios años. Eso es, siempre y cuando logres sobrevivir en esta tierra. Es tan inclemente como su tiempo y tan despiadada como algunos de sus habitantes, sin ley ni temor de Dios.
-¿Entonces?. . . ¿Me estás diciendo que hemos venido en vano hasta este fin del mundo?
-Yo sólo te digo la verdad, Luka -replicó, Ivo, muy serio. -Podremos surgir acá algún día, sin embargo, no será pronto. Tendrás una situación para volver o para pensar en traer a tu mujer e hijo en. . . ¿diez. . . quince años?. Tal vez más. Somos hombres jóvenes, pero, en lo personal, no quiero que Milena me espere hasta que sea una vieja.

-Y bien amigo, qué piensas que deberíamos hacer? Yo te advierto que estoy dispuesto a romperme el espinazo trabajando, pero tampoco quiero dejar a mi familia sola por tantos años. Ellos me necesitan y yo los extraño mucho.
-Creo que tenemos una sola posibilidad- afirmó Ivo con tono misterioso - Es una alternativa que, más que audaz, es peligrosa, muy peligrosa.
-Existe un canal en la zona- continuó Ivo- que se conecta con el Estrecho de Magallanes llamado Canal Beagle. Pues bien, en su comienzo, al oriente, hay tres islas muy pequeñas, llamadas Lennox, Picton y Nueva. Me han contado un par de capitanes, que en sus riachuelos existe oro de lavadero en abundancia, pero las condiciones climáticas y de soledad existentes hacen casi imposible la vida humana. Ellos las han conocido cuando, en más de una ocasión, temiendo zozobrar buscaron resguardo en algunas radas pequeñas, protegidas del viento y, no pudiendo zarpar durante varios días, bajaron alguna chalupa para explorar esos peñones, mal llamados islas.
-Conozco también, al cojo Meléndez -prosiguió -es un capitán español, bravo para la mar, pero de trato muy duro con la reducida tripulación de de su goleta. Antes de aventurarse en estas tierras, el cojo navegó por todo el Adriático, recalando en varias de nuestras islas y conoció de cerca a nuestros marinos. Así entonces, desde que yo llegué a Punta Arenas, me ha tratado de convencer que forme parte de su tripulación. Yo me he rehusado, al igual que otros paisanos. No quiero estar acá por mucho tiempo y con la paga del cojo serían muchos años. Sin embargo, creo que él podría aceptar llevarnos a las islas, si nosotros le pagamos el viaje por adelantado con un par de meses de trabajo como tripulantes de su goleta "La Macarena".
El Capitán Meléndez, a pesar de su rudeza, trató una vez más de convencer a Ivo y Luka, con sus mejores maneras, para que se enrolaran como tripulantes estables de "La Macarena", pero viendo su empecinada determinación, se dio por vencido. Estableció, finalmente, un trato con ellos. Navegarían, durante dos meses, acompañándolo en la caza de lobos marinos y, al mismo tiempo, le ayudarían a entrenar, lo mejor posible, al resto de la tripulación con sus conocimientos náuticos. Finalizado este trabajo, Meléndez los llevaría a Lennox, donde las condiciones para un desembarco eran mejores en relación a las otras dos islas. Haría, además, un viaje cada cuatro meses para reaprovisionarlos de víveres y cerciorarse que aún permanecieran vivos. Por su parte, cuando Ivo y Luka decidieran regresar, debían participarle de un quinto del oro que hubieren obtenido en esa faena.

Así las cosas, a poco menos de un mes de la llegada de Luka, los compadres, cuñados y amigos se embarcaron en" La Macarena".
En los trabajos de a bordo y en la caza de lobos, ambos se distinguían por su pericia y capacidad. Luka servía el cargo de contramaestre, Ivo el de timonel Casi toda la tripulación aprendía de su experiencia y los apreciaba, aún cuando, en alguna ocasión, no faltó algún puñete del irascible Luka, al perezoso que no quería cubrir su puesto en la maniobra cuando él necesitaba todos los brazos disponibles en cubierta. El cojo Meléndez lo observaba todo desde su puente de mando. Se sentía cómodo y satisfecho. Estaba viejo y cansado de pasarse la vida increpando a sus tripulantes. Prefería admirar el paisaje de los canales fueguinos y echarse, de vez en cuando, un trago de la petaca metálica, que usaba como un pisapapel, sobre la sebosa carta de navegación que mantenía en el puente.
Las semanas transcurrieron lentas para los ansiosos amigos, pero rápidas para el capitán Meléndez, quien disfrutaba de este recreo brindado por sus transitorios colaboradores.
El día en que "La Macarena" debía arribar a Lennox, amaneció con una neblina cerrada por lo que Meléndez prefirió fondear a la gira, al socaire del viento, y no se aventuró a bajar la chalupa con los croatas ni la otra, con las provisiones y herramientas.
Al cabo de algunas horas el sol penetró la densa capa de niebla que cubría la goleta, despejando la vista al minúsculo trozo de playa por donde Meléndez pensaba desembarcar a sus pasajeros. No obstante, en breves minutos el mar se encabritó y el viento comenzó a soplar con tal fuerza que Meléndez no dudó en levar el ancla y largarse del fondeadero a capear el temporal, esperando una ocasión más propicia para el desembarco.
Sólo dos días después, con los hombres débiles por el maltrato infligido, en este caso por el prolongado temporal, fue posible arriar la chalupa. El propio Meléndez acompañó a los croatas a tierra y les indicó los lugares que él pensaba eran los más aptos para instalar un lavadero. Se despidió con admiración y fe en sus socios. Si realmente existían posibilidades de obtener buen oro, sabía que ellos lo obtendrían. Percibía, en ambos, la decisión irreductible de lograrlo. Meléndez, estaba convencido que no había mejor modo de probar el temple de los hombres que en momentos de peligro los cuales a menudo se presentan en la vida del mar y, sus ahora socios, ya le habían dado prueba suficiente de aquello.

-¡Adiós cojonudos ! -les dijo en la playa- Que tengáis éxito, para vosotros y para mí. Regresaré en el verano a ver si aún estáis vivos o si los caranchos han dado cuenta de vosotros -dijo burlón- y, subiéndose a la chalupa, comenzó a insultar a los remeros para que apuraran la boga.
Los dos hombres, ya solos en la playa, se abrazaron contentos por su llegada y también, como para darse ánimo en la tarea que les esperaba, elevaron una oración en su idioma. Enseguida, animosos, comenzaron a instalarse.
Tan pronto quedó levantada la tienda, consistente en una mezcla de tablas, ramas y lona de vela, comenzaron las faenas.
Los dos hombres se turnaban la tarea de cocinero o pescador. Desde que la luz permitía distinguir algo, se iniciaba el trabajo en el lavadero, hasta que la oscuridad y el cansancio los rendía.
Marcaban los días transcurridos en un tronco. El Domingo se trabajaba como cualquier otro día, salvo si el tiempo era muy malo. En ese caso, hacían un rezo especial al almuerzo, el cual era mejorado un poco, se empinaban un buen trago de licor y descansaban el mediodía que restaba.
Muchas veces, el viento y la lluvia casi no dejaban ver. En esas ocasiones, se trabajaba en forma intermitente, tratando de no entumirse por la inactividad, siempre con el fuego encendido, contiguo a la precaria vivienda.
Las pepitas de oro que iban obteniendo, después de besarlas, como si se tratara de un rito, eran guardadas en unas botellas que se comenzaban a llenar muy lentamente. . .
Así transcurrieron dos años y varias recaladas de "La Macarena", para aprovisionarlos y llevarles correspondencia.
Los dos hombres, aunque fuertes y animosos, lucían flacos, de largas barbas rubias y su pelo amarrado en cola de caballo para que no les fastidiara en su constante trabajo.
El cojo Meléndez era un hombre severo y hasta un poco cruel, pero sentía cierta lástima por los croatas. Sentimiento que no tardaba en esfumarse, cuando pensaba en que su quinta parte del oro, podía significarle una pequeña fortuna.
-¿Cuántos viajes más tendré que hacer, chavales ? -les preguntaba- siempre preocupado por que la faena de descarga fuera lo más corta posible. Temía que los habituales y bruscos cambios de tiempo lo retrasaran o, peor aún, pudieran terminar su viaje en el fondo del Beagle. Por algo, ya varias veces, el cojo había discutido sus derechos con Neptuno.
-No sea impaciente Capitán- le respondía Luka- nos queda mucho trabajo aún.
Ivo, no opinaba, sólo asentía con una actitud resignada. No tenía el valor de enrostrarle a su compañero, que los indicios de una ambición embrutecedora, comenzaban a manifestarse en él, con bastante claridad.
Llegó otra Navidad y el cambio de siglo. Luka no quería detener su trabajo. No poco esfuerzo le fue necesario a Ivo para convencerlo que si, hasta en las guerras, se planteaban treguas para esas ocasiones, bien debían ellos hacerlo en su trabajo. Sólo apelando a sus acendradas creencias católicas, pudo convencer a Luka de celebrar, al menos, Navidad.
El día de la víspera, amaneció totalmente despejado, pero, unas cuantas horas después, el viento norte arreció y costó mantener el fuego encendido. Aún así, con un poco de harina y azúcar Ivo se atrevió con un cierto remedo de dulces dálmatas y, Luka, por su parte, se lució con una cena donde combinó centollas locales con castradina traída de Punta Arenas, las que trozó en pequeños pedacitos lo mismo que el abundante cochayuyo.
Los hombres se felicitaron mutuamente e hicieron recuerdos de su familia y de su tierra. Terminada su merienda pascual, Luka, dijo sentencioso y algo triste:
Ivo, seremos recordados por nuestros hijos y sus descendencias como " los viejos que, mucho más allá de una fortuna, les dejaron una lección de amor construida con mucho sacrificio. "
Ivo llenó los jarros del café con el aguardiente proveído por Meléndez y, con emoción, brindó diciendo:
-Sretan Bozic, Kum (feliz navidad, compadre). Los dos hombres se bebieron el trago al seco, se abrazaron y con el llanto contenido, hicieron un esfuerzo para ponerse a cantar "Tamo daleko"

Tamo daleko, daleko kraj mora
Tamo je selo moje, tamo je ljubav moja.

Hajdemo duso da sretno zivimo mi
Jer mladost prolazi brzo i zivot taj nesretni

(Allá lejos, lejos, cerca del mar
Allá está mi pueblo, allá está mi amor.

Vamos alma vivamos felices
Porque la juventud pasa rápido y esa vida desdichada)

El aguacero no cesó, hasta que el fuego fue extinguido por el viento y los hombres por el cansancio.
Llegó el invierno siguiente. A pesar de no haber grandes diferencias climáticas entre las distintas estaciones, la luz del sol acortaba muchísimo los días; la temperatura disminuía ostensiblemente y los aguaceros se convertían muchas veces en granizos, más grandes que las pepas de oro que los dos hombres atesoraban.
A causa de la humedad y del frío, un día Ivo enfermó gravemente de pulmonía. Luka debió cuidarlo en forma exclusiva, abandonando las faenas y temiendo por la vida de su cuñado, como también por su propia suerte si permanecía sólo en la isla. El enfermo deliraba constantemente. Afiebrado, balbuceaba palabras inconexas, pero claramente relacionadas con su novia y con su madre.
Aunque los días críticos fueron tres o cuatro, la recuperación de Ivo tardó casi un mes.
-De buena te salvaste compadre. Ya me imaginaba escribiéndole a tu Milena y a la familia que te habías quedado tieso, como bacalao seco, en esta isla de mierda.
-Yo también, Luka. Cuando la fiebre me tenía liquidado, creí que no iba a verlos más. Eso me ha hecho pensar mucho y creo que debemos volver -le espetó sorpresivamente.
-Pero, Ivo, si todavía podemos lavar mucho oro más. No podemos darnos por vencidos ahora que las botellas se empiezan a llenar.
-Creo que la vida y la familia valen más que todo el oro del mundo- respondió débil y melancólico.
Nada de tirar el poto para las moras en este momento- dijo enérgico Luka. -Ya verás como se te pasa pronto el susto de que te lleve la parca y estaremos otra vez en plena producción.
-¡ No, Luka ! Yo quiero irme apenas aparezca el capitán Meléndez. Prefiero regresar pobre, pero dejar mis huesos en Brac, junto a los míos, y no en estos confines malditos.
-¡Bogati! (por Dios) Eres un maricón que se rinde a la primera. - Y, a pesar de su estado convaleciente, le asestó una bofetada que le rompió la boca.
Ivo sintió el golpe en el alma, más que en sus labios y dientes. Se percibía como un gusano. Cobarde. Con los ojos preñados de lágrimas se incorporó como pudo y corrió sin dirección fuera de la choza.
Luka, aún sin admitirse capaz de haber agredido a su compañero, se sentó al lado del fuego, estático y meditabundo, con la vista fija en las brasas. ¿Valía la pena ese esfuerzo? -se replanteaba- ¿Qué sucedería con su familia, si producto de un accidente, enfermedad o, por último una pelea sin sentido, sus huesos quedaran para siempre en esas latitudes ?.
Ivo no regresó a la choza de pena y vergüenza. Luka salió a buscarlo y lo halló sentado en la húmeda arena de la playa, absorto. Sólo atinó a decirle:- ¡Kum !(compadre)- con voz quebrada y en un tono tal, que no le fue necesario decir perdón, o alguna otra palabra, para que se abrazaran y regresaran en silencio, reconciliados.
Se acostaron, sin probar comida ni dirigirse la palabra hasta el otro día.
Tan pronto amaneció, Ivo tomó su chaya y pretendió dirigirse al lavadero, como para recuperar el tiempo perdido por su enfermedad y su flaqueza, pero la voz autoritaria de Luka lo detuvo:

-¡Espera!, tenemos que hablar.
Ivo retrocedió, murmurando suave : -No te preocupes, no volverá a ocurrir.
-Yo, -contestó vacilante Luka- sólo quería decirte que también siento miedo de no regresar, y si tú mantienes el deseo de volver no te recriminaré. Será una decisión que tomaremos los dos. Le decimos adiós a este infierno frío, le entregamos algunas pepitas al cojo Meléndez y nos vamos a Punta Arenas para tratar de embarcarnos, cuanto antes, de vuelta a nuestra tierra.
Los compadres iniciaron una larga conversación, donde ambos se encontraron con buenas razones. Convencidos, acordaron que su estadía en Lennox debía tener un límite. Este sería fijado al completar cinco botellas con pepitas. Calculaban que, en total, estas pesarían unos doce kilos de oro. Dos para pagarle a Meléndez y cinco para cada quien.
La goleta de Meléndez efectuó dos viajes más de aprovisionamiento a la isla.
En la penúltima recalada, Luka, advirtió al español :
-Capitán, volveremos en su próximo viaje. La meta que hemos decidido cumplir está casi lista.
-Enhorabuena chavales, -respondió el español -ya pensaba yo que el frío les había congelado los sesos.
Todos rieron de buena gana y se despidieron hasta la primavera.
La proximidad del regreso, animó a los hombres a tal punto que superaron, con creces, la meta de recolección de oro. El día que divisaron a "La Macarena" para llevarlos de regreso a Punta Arenas, gritaban y brincaban como chivos en la playa, esperando la chalupa junto a sus pocas pertenencias y al preciado cargamento de botellas con oro, que habían puesto en un cajón de madera hecho con las tablas que resultaron de desarmar la choza.
El cojo Meléndez hizo la faena más corta que nunca. Aprovechando el viento favorable, de inmediato viró la proa con rumbo a Punta Arenas y zarpó. Lennox quedó rápidamente marcada sólo por la estela que la popa iba dibujando en el canal. En tierra, abandonado, junto a unos cuantos vestigios del paso de estos dos seres humanos, un tronco con muescas que indicaban; tres años, ocho meses y cuatro días.
El viaje no tuvo más contratiempos que los acostumbrados. Cuando arribaron a Punta Arenas, a pesar de lo avanzado de la hora, aún estaba claro y se pudo desembarcar sin problemas.
Se dirigieron enseguida, junto al cojo Meléndez y el oro, a la posada de un paisano croata donde, con una balanza de precisión, contaron cerca de trece kilos de oro puro. El cojo, ni lerdo ni perezoso, retiró en el acto su quinta parte.
Después de beber unos cuantos tragos con sus socios, les confesó entre emocionado y eufórico:
-Pensé muchas veces que no lo lograríais y que yaceríais para siempre en Lennox. Hombres de vuestro cuño se requieren en el mundo. ¿Por qué diantres no formamos una empresa y explotamos juntos las loberías?
-Con mi quinto- continuó diciendo, con su lengua ya traposa- adquiriré otra goleta que, en vuestro honor, bautizaré Jadran (Mar Adriático). Estoy poniéndome cada día más viejo y creo que no sólo necesitaré un capitán sino dos, porque la tierra ya me empieza a llamar. . . de a poco.
-Gracias -respondió Luka- pero pienso que Ivo y yo necesitamos descansar un poquito primero. Después veremos.
-Esta bien chavales. Pero prometedme que, al menos, lo pensareis.
-Prometido- dijeron a coro los compadres.
-Una última cosa- dijo con gravedad, Meléndez-. No digáis a nadie acerca de vuestro oro o del mío, ni hagáis ostentaciones estúpidas. Hay muchos alquimistas por aquí que lo podrían transformar en plomo, pero dentro de nuestras barrigas. Vosotros me entendéis, he?- sentenció cachondero, descubriendo al sonreír uno de sus colmillos, que también era de oro.
-Sí capitán, tendremos mucho cuidado. Ni ropa nueva, ni mujeres, ni festejos, aunque ganas sobran. Diremos con el Ivo que fracasamos y que apenas nos alcanzará para el pasaje de vuelta.
-Bien pensado chavales. Fuera de ser buenos marinos y cojonudos, veo que sois unos tíos inteligentes. - Y encasquetándose su gorra grasienta, se despidió con un - ¡Hasta pronto!

Los dos nuevos ricos, sólo pidieron que les prepararan un baño caliente y una buena cena. Después de tan largo tiempo, el poder disfrutar de una cama, sábanas limpias y el calor de una casa amiga, era más que suficiente, por el momento.
Punta Arenas seguía su rutina habitual. Gran cantidad de personajes de variadas lenguas y nacionalidades circulaban por sus calles de barro. Sus bares y casas de remolienda eran los mejores centros de información de la ciudad, al mismo tiempo que prósperos negocios.
Habían unas pocas oficinas, donde se agenciaban las necesidades de carga y pasaje para los buques que recalaban al puerto. Las primeras casas bancarias y de cambio ya comenzaban a surgir. Dos o tres bodegas de vituallas y víveres, atendían las necesidades de las embarcaciones locales y proveían a otras actividades de la zona. También existía una oficina local del gobierno y de policía.
Una de las primeras cosas que Luka e Ivo hicieron- después de cortarse la barba y el pelo -fue averiguar la fecha de un próximo zarpe a Europa.
Un inglés deslavado, encargado del pasaje, les informó que sería en cuarenta días más. Agregando la frase ceremonial, "all going well and weather permitting" (si todo marcha bien y el tiempo lo permite), procedió a anotar sus reservas.
Ivo y Luka, acostumbrados al rigor del trabajo, no encontraban manera de emplear su tiempo y decidieron efectuar pequeñas labores para, por un lado entretenerse y, por otro, aparentar que no contaban con mayores recursos.
Luka, le colaboraba al capitán Meléndez en las actividades de mantención de "La Macarena" y de alistamiento de la "Jadran" la cual, el cojo, para disimular el buen estado de sus finanzas, adquirió a crédito de un italiano. Ivo, por su parte, le ayudaba en la posada a don Nicolás, un paisano que se había manejado muy bien en su negocio pero, después de doce años sin su esposa e hijos, sólo quería regresar.
-Ahora tengo buena situación - decía orgulloso don Nicolás, inflando su panza- pero no tengo efectivo para viajar o pagarle el pasaje a mi familia- añadía quejumbroso. -Todo está ahí. Invertido. Casa, muebles, utensilios y mercadería. Si tuviera alguien que me lo comprara en lo que vale- no pido más ni menos- me voy feliz para Europa.

Poco a poco, las palabras de don Nicolás fueron promoviendo cierto interés en Ivo. Un día le confesó a Luka, que le agradaba el negocio de la posada y que, si se traía a su novia, muchacha hacendosa y trabajadora, luego podrían, convertirla en el mejor hotel de Punta Arenas.
Luka, por su lado, le confesó que él pensaba asumir como el primer capitán del "Jadran" y, probablemente, comprarle también "La Macarena" a Meléndez pero, en su caso, primero partiría a Europa a buscar a su mujer hijo y a dejar a sus padres y parientes en una mejor situación económica.
-Kum, todos los días sueño con que mi hijo, es decir tu ahijado, es capitán y mi negocio ya está en sus manos.
-Pero Luka, estás loco -rió Ivo- si sólo es un niñito.
-Tienes razón, Kum, pero el tiempo pasa pronto. No te olvides lo que dije - repitió a su amigo. -"Quisiera ser recordado por mis hijos como el viejo que, más que oro, les deja una lección de sacrificio. Es decir, de amor". Para eso ya debo empezar enseñando a mi hijo que, antes de administrar la plata de su padre, hay que trabajar duro, muy duro. Sólo el sacrificio vale para tener éxito en la vida. Otra cosas, son puras payasadas no más.
Cincuenta días después del regreso desde Isla Lennox ; el capitán Meléndez, Ivo y don Nicolás - estos últimos quienes, secretamente, ya habían llegado a un acuerdo, en oro, por la venta de la posada - y varios otros croatas amigos, fueron a despedir a Luka al embarcadero.
Ivo, cambió su reserva por un pasaje que enviaba, por mano, a su Milena. También le pidió a su amigo adelantar algún dinero para sus padres y hermanos, como asimismo la promesa de traerlos, uno por uno, a trabajar a la empresa hotelera que había comenzado.
Finalmente -orgulloso- confidenció a Luka que, cuando su novia apareciera en Punta Arenas, la primera sorpresa que ella tendría, sería un llamativo letrero de grandes letras rojas : "Nuevo Hotel Milena".
Don Nicolás, no alcanzando a embarcarse junto con Luka, por tener varios asuntos que finiquitar aún en la zona, le pidió anunciar a los suyos su próximo y triunfal regreso.

El capitán Meléndez, quien ya consideraba a Luka como un socio comprador, le pidió volver tan pronto como pudiera.
El resto de los croatas, le entregaron un sinnúmero de paquetitos con pequeños regalos y cartas donde, de seguro, la esperanza de un próximo reencuentro era el tema principal.
Luka, se embarcó en el bote que lo llevó a bordo, contento y satisfecho. Calculaba que, dentro de un mes y medio o dos, ya estaría con los suyos narrando sus odiseas y haciéndolos participar de su éxito en las remotas tierras de Chile.
Seguramente a sus coterráneos quienes, en esa época, sólo entendían a América como un todo, sin preocuparse de mayores precisiones, les interesaría conocer que, al menos, había un lugar en el mundo donde realizar sus sueños, lejos de guerras y pobreza.
Ansiaba volver a ver a su esposa, a su hijo y a sus padres como también, a varios amigos de su pueblo, los cuales no habían creído en su aventura. Con indisimulado orgullo les confirmaría que, la voluntad irreductible de ese hijo del rigor -como le gustaba autodenominarse- había vencido.
Días antes del zarpe, Don Nicolás había sugerido a Luka que acudiera a la oficina de un inglés, representante de una casa bancaria, para cambiar su oro en libras esterlinas acuñadas, pero Luka al enterarse que el cambio sería a la par, no se entusiasmó. El argumentaba que el oro de las monedas eran de un quilate menor al oro puro de las pepas.
En definitiva, fue imposible lograr algún acuerdo con el banco en ese sentido, mucho menos con otras alternativas planteadas por el inglés, consistentes en entregarle órdenes de pago en Europa o alguna equivalencia en billetes de la época.
Luka optó entonces por confeccionarse un ancho cinturón de cuero con alforzas donde, equilibradamente, enfundó sus más de cinco kilos de oro puro en pepitas. Como no quería despertar mayores sospechas, viajó con ropa ordinaria, en la misma tercera clase en que había llegado, con una vieja maleta de herramientas y muy pocos enseres personales.
Durante las noches tendido en su litera, sólo aflojaba un poco su cinturón para descansar. En el día, permanecía largos momentos sobre cubierta y a menudo debía acomodarse los pantalones con un ademán que se fue haciendo rutinario, motivado por el peso del oro oculto.
Poco a poco, los marineros de la dotación de la nave fueron sospechando de aquellos gestos tan extraños y repetitivos, toda vez que la contextura de Luka era la de un hombre alto y macizo, pero en ningún caso la de un barrigón a quien la curva de su prominencia le obligara a arreglar sus aperos constantemente.
En el arribo de escala al puerto de Buenos Aires, la nave permaneció dos días y medio para las faenas de alimentos frescos y embarque de pasajeros. Todos los procedentes de la costa oeste sudamericana, aprovecharon de ir a tierra para conocer la gran ciudad, descansar un poco de tantos días en la mar y, más que nada, prepararse anímicamente para la larga travesía del Atlántico.
Luka, contrariando sus deseos y la natural curiosidad que le despertaba el mentado Buenos Aires prefirió permanecer a bordo, para evitar así cualquier contratiempo en tierra con su preciosa carga. Sin embargo, su actitud precavida, fue otra nota que desafinó el pentagrama a los oídos de algunos de los tripulantes más suspicaces.
-Se ha fijado en el croata ese? - interpeló a su jefe, uno de los dos marineros de guardia en el portalón- torciendo su nariz hacia Luka que, metros más allá apoyado en la barandilla, contemplaba lo poco que se podía ver de la ciudad.
-Sí, me llama la atención que siendo joven y solo no baje a tierra- le respondió su jefe, un hombre delgado y colorín.
-Mírelo bién, jefe. Verá como a cada rato se arregla el cinturón. O tiene hernia, o algo raro hay con él. Pasa largo tiempo en cubierta y casi no participa en las conversaciones que los pasajeros suelen tener con nosotros.
-Hum. . . -asintió el colorín a modo de toda respuesta y un tanto fastidiado. Su mente estaba más bien ocupada en imaginar qué podría estar haciendo en tierra y no en el control de la salida y llegada de los pasajeros. Mucho menos en las infantiles observaciones de su subordinado.
-Le preguntaré al jefe de camareros de la tercera clase- insistió el subalterno un tanto defraudado- ¡A ese no se le pasa una! ¡Viera Ud. Jefe, las historias que me cuenta en sus visitas a mi puesto de cocinero!
Hum. . . - repitió el colorín- Y el cocinero entendió que su jefe, definitivamente, no tenía ganas de conversar.

La nave, hizo sonar estruendosamente el pito y abandonó el puerto, entre señas, pañuelos y gritos de adiós.
La navegación entró en la rutina habitual. Luka contaba el tiempo para la llegada a su pueblo. Tenía tantas imágenes en su cabeza, que las iba acomodando permanentemente, como si se tratara del más dedicado escritor.
En el intertanto, el cocinero y el jefe de cámara siguieron observando a Luka. No perdían ocasión en hacerle una que otra pregunta capciosa, las que Luka esquivaba con destreza. Sin embargo, la atención de los dos marineros continuaba puesta en el cinturón. El jefe de cámara lo vio muchas veces vestido sobre su litera, de tal modo que buscó la ocasión en que Luka tomara un baño, para poder examinar el extraño cinto.
Luka evitaba bañarse durante el día, sólo lo hacía durante la noche mientras el resto de los pasajeros descansaban. Esto fue descubierto por el jefe de cámara quien lo vigiló ocultamente y cuando una noche se percató del ruido del agua en el baño común, se deslizó sigiloso tomando la ropa que Luka había amontonado en un banquito de madera.
Luka vió algo, de soslayo, por la cortina entreabierta, y preguntó con firmeza:
-¿Quién anda?
-Jefe de cámara en ronda nocturna- contestó el marinero -con voz tranquila.
-Aprovechaba la noche cálida para refrescarme un poco -dijo Luka a modo de explicación asomando el cuello por el lado de la cortina de baño.
-Buena idea- le dijo, afable, el otro- El cruce del trópico hace las noches insufribles. Buenas noches.

-Buenas noches- respondió Luka aliviado, al ver que su ropa se mantenía en el banquito.
A primera hora del día siguiente, fue el jefe de cámara a visitar al cocinero:
-Anoche le hice la pillada al croata. -le dijo- Aún cuando no alcancé a revisar bien su cinturón, no cabe duda que transporta oro en pepas. Al tacto se aprecia rugoso y ¡por todos los diablos! pesa como un zapato de buzo. ¡ Hay varios kilos ahí! ¡ Seguro !
El cocinero, mudo de codicia, escuchaba atento el relato de su colega:
-Y. . . entonces? ¿Qué se te ocurre?. . . ¿O estamos pensando lo mismo?- dijo el cocinero mirando a su compañero en forma sibilina.
-Es algo muy grande. . . no podemos fallar- respondió el jefe de cámara evitando mencionar la palabra asesinato. -No sé si los dos solos podríamos pensar en una acción segura. . . ¿Me entiendes?
Creo entender -murmuró el cocinero, en voz baja. ¿Qué sugieres tú?
-Pienso que necesitaremos la colaboración del colorín. El, como jefe de nuestro turno, tiene muchas maneras de cubrirnos bien. Sólo tendríamos que participarlo de nuestras intenciones y, obviamente, de nuestro botín.
Los dos hombres concertaron una reunión con su jefe en la cocina y le explicaron su idea. El colorín, cauteloso, prefirió no pronunciarse, pero sí consultó cuánto sería, eventualmente, su parte en el botín.
-Por partes iguales -respondieron los otros dos.
-Hum… - fue toda la respuesta del jefe, y sólo añadió - mañana conversaremos.
Al día siguiente el colorín -consciente de la gravedad de cubrir una acción criminal y, por otro lado, que su conocimiento del plan de los conspiradores dejaba a estos en la estacada- les pidió, sin inmutarse, la mitad del botín.
Después de una prolongada discusión, el cocinero y su amigo, negociaron con su jefe para participarlo en un cuarenta por ciento y repartirse ellos el saldo. Por su parte, el colorín -de evidente mayor alcance intelectual- accedió a ese acuerdo a condición que él elaboraría el plan del asesinato. Además, les dejó en claro, si eran descubiertos en la acción, ellos dos debían asumir toda la responsabilidad. El, como jefe, jamás habría escuchado una sola palabra del siniestro plan.
Aunque los conjurados poco conocían acerca de Luka, era evidente que era un hombre de mar el cual disfrutaba de la navegación y permanecía largos ratos en cubierta.
Muchas veces, lo habían observado colaborando casualmente en pequeños detalles de las maniobras, como tomar vueltas a una espía o cazar un foque, cuando un viento fuerte se lo arrebataba a algún marinero inexperto.
Así entonces, basado en esas cualidades de la víctima, de colaborador y experto, fue que el colorín preparó la trampa, instruyendo a sus cómplices sobre la manera de actuar.
Poco días después, junto con el descenso del barómetro, el colorín, puso en alerta a los otros dos. Se acercaba una tormenta que estaría atravesando el curso de la nave al anochecer. Ese sería el momento exacto para llevar a cabo su abyecto propósito.
A la hora de comida, la nave quedó sometida a constantes balances y cabeceos. Estos, fueron intensificándose a medida que se aproximaba el temporal. Al cabo de algunos minutos, el comedor se fue quedando vacío y,
muchos, bajo los claros efectos del mareo, prefirieron sus camarotes a la cena. Incluso, Luka, se dirigió al entrepuente de la tercera clase, más temprano de lo habitual. El jefe de cámara, tan pronto lo divisó, se acercó a él simulando gran alarma.
-¡Gran Dios!. Se rajó el foque a proa y los muchachos del turno no hallan cómo controlarlo. Ojalá que puedan lograrlo ya que el capitán ordenó, por seguridad, arriar todo el velamen para enfrentar el mal tiempo a palo seco y con la pura fuerza de la máquina.
Luka no lo pensó dos veces. Sin siquiera contestarle subió, de cuatro brincos, las escaleras hacia cubierta. Tras él, el Jefe de cámara fingiendo, también, ir a colaborar en la emergencia.
La cubierta estaba oscura y mojada por el rebalse de las olas que azotaban el casco. Sólo se distinguían las luces de navegación, ubicadas a ambos lados del puente y dos fanales, uno iluminando la popa y otro a proa adonde Luka se dirigió rápidamente. Tras él, siguiéndolo a corta distancia, el jefe de cámara.

Al llegar a la proa, Luka se percató que todo el velamen ya estaba cargado, y no había velas expuestas al viento. Mucho menos alguna vela rota, ni marineros en cubierta. El buque, luchando contra las olas, continuaba su navegación con dificultad, pero todavía en forma segura.
Volvió su cuerpo y vio, a corta distancia, al jefe de cámara con sus piernas muy abiertas, tratando de mantenerse estable a pesar del gran movimiento de la nave. Este, lo miró y sólo atinó a hacer un movimiento de hombros, diciendo:
-Parece que los muchachos superaron el problema rápido. En todo caso le agradezco que haya venido. No tenía porqué.
-No se preocupe. No es problema para mí. - dijo Luka- y volvió caminando con cuidado para no resbalar.
No alcanzó a dar unos cuantos pasos. Desde la oscuridad, surgieron las sombras que, agazapadas, esperaban a su presa. Una le cubrió con un saco la cabeza y casi medio cuerpo en forma ágil y sorpresiva. La otra sombra, con una suerte de collar de cable, en forma diestra y con la ayuda de un palo corto, lo torniqueteó alrededor de su cuello. El colorín también colaboró botándolo sobre cubierta y ayudando al cocinero a concluir su macabra tarea.
Luka, no pudo evitar el accionar del cable en su cuello. Trató de gritar, pero sólo quejidos guturales emanaron de su garganta. Los tres hombres presionaron el cuerpo contra la dura teca de la cubierta sin aflojar el torniquete hasta que los estertores de la muerte, anunciaron el fin de Luka.
El colorín lo despojó del cinturón con prontitud y, alzándolo en vilo, junto con sus cómplices, lo arrojaron por la borda al enfurecido Atlántico.
-¡Rápido, a mi camarote! -ordenó el colorín.
Los hombres mojados de sudor y agua de mar que, en ese momento, ya barría la cubierta, bajaron trémulos las escalas y buscaron refugio.
-Creo que nadie nos vio -murmuró el jefe- cerrando la puerta y evitando hacer mayor ruido.
-Parece que todo salió impecable- asintió el cocinero con voz baja y cínica.

El jefe de cámara, con la culpa de Judas a cuesta, enmudeció.
Los asesinos esperaron hasta que sus corazones y su respiración se aquietaran. Sólo una hora antes del relevo de su turno, subieron a cubierta, donde asidos a los pasamanos y a la jarcia, para no ser arrastrados por las olas, se pusieron a gritar desaforados:
-¡Hombre al agua por babor!. . ¡Hombre al agua!. . .
Hicieron aparatosas señas para ser advertidos desde el puente de mando. El oficial de guardia, dio la alarma y procedió con los pitazos de emergencia, pero no le fue posible detener la nave ni, mucho menos, tratar de cambiar el rumbo que cortaban las olas por temor a una vuelta de campana.
De todos modos, cualquier maniobra habría sido estéril. Luka ya había abandonado este mundo, antes de ser arrojado al mar.
Vino la calma. La nave siguió rumbo a Génova. Hubo un sumario de rigor, donde los asesinos consignaron que un pasajero imprudente fue barrido por una gran ola desde la cubierta, en medio de un fuerte temporal, y ellos, en su ronda habitual alcanzaron a dar la alarma pero. . . el resto de la historia ya es sabida.
Ni el capitán, ni el oficial a cargo del sumario hicieron las cosas difíciles. Total sólo se trataba de un pasajero de tercera clase. Se limitaron, una vez que llegaron a puerto, a entregar a los representantes de su compañía los efectos personales de Luka y su pasaporte, acompañado de un escueto parte del accidente.
Días después, llegó a Split y de ahí a Brac la noticia que Luka, el hombre que quería ser recordado por los suyos como: "Un viejo que, más que una fortuna en oro, dejaba un ejemplo de amor y sacrificio", no llegaría nunca. Tampoco su oro.
Sólo a modo de pequeña compensación póstuma, para este joven y desventurado pionero, podemos agregar que -como él lo quiso- su memoria sí fue evocada con gran cariño por su descendencia. En especial, por su bisnieto.







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