Domingo | 20.12.1998   

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UN PLAN SECRETO PARA LA GUERRA
El halcón de la paz






El cardenal Pio Laghi, nuncio apostólico en la Argentina en 1978, fue uno de los artífices de la mediación papal. En su despacho del Vaticano, recordó para Zona aquellos días en los que la Argentina y Chile vivieron con el dedo en el gatillo.







JULIO ALGAÑARAZ. Ciudad del Vaticano, Corresponsal
La invasión de Chile estaba prácticamente en marcha cuando ocurrió un hecho providencial. Desde la Sala del Consistorio del Vaticano, el flamante Papa polaco Karol Wojtyla, de 58 años, que hacía solo dos meses se llamaba Juan Pablo II, ofreció en un discurso sus buenos oficios para mediar entre las dictaduras militares de la Argentina y Chile y evitar una guerra catastrófica. El Papa anunció que enviaba a un representante personal, el anciano cardenal Antonio Samoré, de 73 años, archivista y bibliotecario de la Santa Romana Iglesia. ¿Cómo se pudo evitar una guerra que hubiera provocado miles de muertos y hecho nacer odios seculares entre las dos naciones vecinas? Fue una semana de pasión. Años después de aquellos días terribles de diciembre de 1978, el entonces nuncio apostólico en Buenos Aires, monseñor Pio Laghi, resumió con esa imagen bíblica los momentos que vivió como uno de los protagonistas que se esforzaron y consiguieron que se impusiera la única salida destinada a evitar la locura armada: la mediación del Papa. Hoy cardenal, Pio Laghi, de 76 años, prefecto de la Congregación para la Educación Católica, uno de los ministros de Juan Pablo II, revivió aquellos días históricos con Zona en su despacho vaticano. -Eminencia, desde noviembre de 1978 usted había enviado ya cables alarmantes a la Secretaría de Estado, sugiriendo una intervención de Juan Pablo II. ¿Es cierto que fue suya la idea de la mediación? -Es cierto que yo había enviado los despachos, pero la idea de la mediación del Papa había surgido ya espontáneamente tras el encuentro de Videla y Pinochet, unos meses antes, en la base aérea mendocina de El Plumerillo. Chile había ganado el laudo arbitral y los argentinos no aceptaban el resultado. La alternativa era la guerra o la intervención de alguien que pudiera mediar. El único que conformaba a las dos partes era el Papa. -¿Cuándo tuvo la sensación de que se iba derecho hacia la guerra? ¿Tal vez cuando fracasó el encuentro en Buenos Aires, a mediados de diciembre, entre los cancilleres Pastor y Cubillos, que no se pusieron de acuerdo acerca de los temas en que debía mediar el Papa? -Sí, en esos momentos la situación se hizo dramática. El ministro de Economía, Martínez de Hoz, y el jefe del Ejército, general Viola, que no querían que estallara el conflicto, me informaron en una cena diplomática que se había tomado la decisión de desencadenar la guerra. -El Papa había recogido sus cables más bien desesperados e hizo un llamado a la cordura, pero nada más. En ese punto del conflicto, ¿el tono y el contenido del mensaje eran insuficientes? -Es que en la Secretaría de Estado (del Vaticano) no se daban cuenta de la gravedad de la situación. Como es lógico, se esperaba que los gobiernos de los dos países enviaran cartas pidiendo la mediación del Papa. Pero no se ponían de acuerdo y la situación derivaba hacia la guerra. -¿Usted fue a verlo a Videla a Olivos?-Sí, le dije que había que hacer lo imposible para evitar la guerra. Pero Videla se sentía debilitado ante los halcones y me pidió que el Papa no le escribiera otra vez. Hacía falta una intervención más fuerte. El presidente argentino me confió que había firmado ya el decreto de invasión de las islas. Entonces sugerí que tal vez el Papa podía hablar en una conferencia triangular con Videla y Pinochet. El presidente me dijo que el almirante Lambruschini, que tampoco quería la guerra, lo mismo que el jefe de la Aeronáutica, le acababa de anunciar la partida de la Flota de Mar desde Puerto Belgrano hacia el sur, con el objetivo de ocupar las islas en conflicto. - Y usted que hizo? -Bueno, el cardenal Primatesta, que acababa de regresar de Roma, donde había hablado con el Papa pero sin darse tampoco cuenta de la extrema gravedad de la situación, aceptó firmar un despacho AAA (cifrado y que por su característica de emergencia debía ser puesto de inmediato en conocimiento del Pontífice), en el que en nombre del Episcopado argentino respaldaba mis informaciones y pedía la intervención del Papa porque la guerra era inminente. Por otro lado, con el embajador norteamericano Raúl Castro, acordamos enviar cables urgentes. Castro, que tuvo un gran comportamiento, pidió la intervención del representante del presidente Carter, Robert Wagner, quien se encontraba en esos momentos en Roma, ante Juan Pablo II. Los norteamericanos informaron al Papa que lo que yo decía era exacto. La situación era gravísima y ya no quedaba casi tiempo para evitar la guerra. -¿Las cartas pidiendo la intervención del Papa no se escribieron? -No, por el fracaso de la reunión entre los cancilleres Pastor y Cubillos. En el Vaticano las estaban esperando. Nuestros cables urgentes sirvieron para demostrar que las cartas no llegarían y, en cambio, llegaría la guerra en pocos días. Por eso el Papa finalmente lanzó por propia iniciativa su propuesta el 22 de diciembre y se logró a último momento detener el comienzo de la guerra. -Los halcones volaban alto en esos momentos, eminencia. Sobre todo los generales Benjamín Menéndez y Carlos Suárez Mason. No eran los únicos... -Pero también había muchos que estaban contra la guerra y cuando el presidente Videla y el general Viola ordenaron detener el ataque tuvieron éxito. -Poco después viajó el cardenal Samoré. -Sí, el día de Navidad. Y llegó a Buenos Aires en la mañana del 26. En ese momento no había grandes esperanzas. Pero Samoré creía profundamente que había que encender la lucecita de esperanza, desmontar la psicosis de guerra, crear confianza. -Me pregunto cuánto le debemos los argentinos a Samoré, porque quienes querían invadir Chile tenían mucho poder. -Pero Samoré demostró grandeza. Cuando el 8 de enero logró que en Montevideo los dos gobiernos firmaran el pedido de mediación del Papa, el cardenal les dijo: Señores, yo no puedo volver a Roma si ustedes no aceptan primero desarmar las fronteras, replegar las fuerzas militares, volver al statu quo anterior. En ese momento pensé que podía sobrevenir un golpe de Estado en la Argentina por parte de los halcones. El cardenal Samoré atravesó muchas frustraciones, algunas penosas, durante la mediación, porque los peligros de que los halcones desataran una guerra no habían terminado. El suyo fue un gran sacrificio, que pagó con su salud y hasta con su vida. -Es extraordinario también que el Papa, recién elegido, haya decidido aceptar un desafío tan riesgoso. Todo podría haberse desmoronado. Habló usted con Juan Pablo II sobre esto? -Tres o cuatro meses después me dio una audiencia y me dijo: Yo no podía dejar de intervenir para frenar una guerra entre dos naciones católicas. Se daba cuenta de que la mediación condicionaba el pontificado que recién iniciaba. Tuvo una visión que lo mostró no solo como un gran líder y un gran pastor, sino también como un gran profeta.















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