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MARX NO ES UN DON NADIE[i]

Jacques Derrida

Traducción de Julio Díaz y Carolina Meloni, en Espectografías (desde Marx y Derrida) edición de Cristina de Peretti, Madrid, 2003. Edición digital de Derrida en castellano.

 Jacques Derrida

 

Comencemos por esta afirmación, general y equívoca a la vez: Marx no es un don nadie.

Fue alguien, es alguien, y Karl Marx Théâtre inédit, el espectáculo de Jean-Pierre Vincent, presentado en el Théâtre des Amandiers de Nanterre, nos lo recuerda, que Karl Marx también es alguien. ¿Qué quiere decir esto?

Desde la sala podíamos, debíamos preguntarnos, más que nunca: ¿quién porta el nombre de Marx?, ¿quién lo porta legítimamente? O ilegítimamente, como ese bastardo de Marx que, al final de la obra, no cesa de reclamar a su padre, de hablar en su nombre, de invocar su nombre, y no cesa de suicidarse, de fingir suicidarse en su nombre.

¿Quién porta el nombre de Marx, pero también qué porta el nombre de Marx? No solamente qué está en juego en él —es el título de la sesión de hoy—, es decir, no solamente el juego, el estar en juego, interpretado en el teatro, sino también cuál es el alcance de este nombre; y entiendo por alcance tanto la importancia teatral o política como también el alcance de una descendencia, de una multiplicidad de retoños, como suele decirse, una camada de gatos. Por más que repitamos que está muerto, Marx, este cadáver —es innegable—, ha hecho y continúa haciendo hijos, miles de hijos, más o menos legítimos, que visten de luto, lo sepan o no, lo reclamen o se valgan de él, aun cuando a veces claman o proclaman que no debemos ya apelar a él. Por lo tanto, la cuestión que nos acucia y que nos importa no es sólo «quién es Marx o quién fue Marx», sino «¿quién porta y qué porta hoy, en 1997, el nombre de Marx?».

¿Qué quiere decir aquí, pues, portar, portar un nombre, un apellido y un nombre de pila, y portar una máscara de Marx, también a veces un cuerpo, un cuerpo sin cabeza, como ustedes verán en la obra, un cuerpo decapitado?, ¿o descapitalizado? Como la estatua gigantesca y muda, espectral, el monumento desmesurado, el monumento decapitado, guillotinado si quieren, el gran árbol desmochado del cual sólo vemos las piernas y los pies, y que desde su altura, desde su super-yo, vigila todas las palabras del último acto. Pues bien, nunca el nombre propio de Marx ha resonado para mí de forma tan extraña como en este lugar, y nunca, en consecuencia, me ha parecido que la cuestión se tornaba tan ineludible para nosotros: pero ¿quién es este Marx finalmente?, ¿Marx en sí o Marx para ustedes?, ¿para nosotros?, ¿quién es, pues, este Marx embarazoso e interminable, este Marx inasequible al desaliento del que sabemos bien que, en cierto modo, está muerto? Pero ¿qué quiere decir Marx está muerto?, ¿qué quiere decir Marx?, ¿quién es Marx y qué quiere decir Marx, a qué llamamos con este nombre?, ¿quién nos llama desde este nombre?

Hoy, en este momento singular de la historia en que vivimos, ¿es legítima esta cuestión?, ¿acaso esta cuestión altera, perturba el orden público, el orden político, el orden teatral?, ¿lo hace o no? Un cierto orden, lo han recordado bien Viviane Forrester y Marc Guillaume[ii], un cierto orden parece hoy llamar y prohibir a la vez el nombre de Marx, es decir, conjurar este nombre, volverlo a la vez inevitable e ilegítimo.

Quisiera, para comenzar, prolongando o portando a mi vez la palabra de ese hijo ilegítimo de Marx, interpretando por lo tanto a mi manera al heredero ilegítimo y cada vez más lejano de Marx, a quien verán o que han visto morir más o menos en la última escena, quisiera replantear esta cuestión de la legitimidad. La cual creo que, junto a la del contratiempo, la del duelo, atraviesa o impregna todo el espectáculo. Dicho de otra manera, la cuestión es la siguiente: ¿qué es justo y qué es legítimo? Justo y legítimo no son necesariamente la misma cosa. ¿Quiénes son hoy los herederos justos o legítimos de Marx? Marc Guillaume hablaba hace un momento de los virus no-marxistas a los que se confía la herencia más virulenta del nombre de Marx, como si los herederos legítimos, normales de Marx desconfiaran, tanto como los conservadores tradicionales, los anti-marxistas, de esos virus ilegítimos que portan hoy la palabra de Marx... Subrayo la palabra virus, muy importante aquí, porque la definición de un virus es la de ser un organismo que no está ni vivo ni muerto. Es espectral. ¿Qué ha legitimado el nombre de Marx en la historia del mundo y de la política, y qué significa hoy poner esta cuestión en escena, mostrarla, volverla a la vez visible-invisible, es decir, espectral?

Volvamos —si ustedes quieren— aquí, donde estamos, y estamos en un lugar público llamado teatro, situado en las afueras de París, en una fecha determinada, en un momento muy singular de la historia de este país. Vuelvo entonces a la cuestión del derecho: ¿qué tenemos aquí derecho a decir y a mostrar, legítimamente derecho a decir y a mostrar, derecho a hacer, y en el momento oportuno?, ¿qué quiere decir tener derecho a decir y a mostrar, derecho a pasar al acto legítimamente, en el momento oportuno, a tiempo, en el teatro?, ¿y qué quiere decir entonces el acto, pasar al acto, la aparición sobre un escenario del teatro?, ¿a tiempo o a contratiempo? Esta cuestión de la legitimidad y del momento oportuno, de lo que es justo, si no legítimo, y que llega justo en el momento oportuno, si no en el momento conveniente, en el momento esperado, la planteamos aquí, ahora, en el teatro, en un teatro.

En principio, nosotros, en el marco de esta sesión, no hacemos teatro. Pero estamos en un teatro para hablar también del teatro y de la relación entre el teatro y su afuera, de la relación entre el teatro y el mundo, entre el teatro y la historia llamada real, la política, la economía, etc. Aunque en este momento, aquí, no hagamos teatro en sentido convencional, todo esto es bastante teatral. No sólo porque estamos sobre un escenario, ante un público, sino porque todo esto es palabra pública, un guión con un tiempo limitado, aproximadamente el tiempo habitual de una obra habitual, una puesta en escena, una visibilidad estructurada con vistas a un espectáculo y a una difusión más o menos mediatizada. Y aunque casi ninguno de nosotros —digo casi— sea actor en el sentido estricto y profesional del término, todos somos actores, cada uno a su manera, actores públicamente conocidos, actores y personajes reconocidos, entre otras cosas por su palabra política, por el papel político inscrito o prescrito en su partitura. Por lo tanto, aunque esto tenga lugar entre dos representaciones, como suele decirse, en el entreacto, como recuerdo de Karl Marx Théâtre inédit o como apertura de Karl Marx Théâtre inédit, la sesión continúa, estamos en el teatro, hacemos teatro, teatro dentro del teatro; como dice precisamente Hamlet o Shakespeare, The play’s the thing, el juego es la cosa misma, de eso se trata, la obra es la trampa en la cual coger, atrapar a la conciencia, the play within the play, la obra dentro de la obra, el teatro dentro del teatro; por consiguiente, la cosa es el teatro, y el teatro dentro del teatro, la cosa misma. Y también la cosa política, hablaremos de ello. Ahora bien, Hamlet, cuyo espectro, su espectro, a saber, él mismo como espectro —¿cuántos Hamlet han nacido desde Shakespeare?, ¿cuántos Hamlet han sido interpretados, engendrados, resucitados, repetidos desde Shakespeare?—, por lo tanto Hamlet en su espectro, el espectro suyo y su espectro, a saber, aquel que lo asedia —como, para Marx, está su espectro, el espectro de Marx y el espectro que asedia a Marx—, el de su padre, el padre de Hamlet, presuntamente visible-invisible, que le habla, que lo convoca, que lo desafía, que lo pone en movimiento, pues bien, el espectro de Hamlet designa o significa el teatro dentro del teatro como cosa política. La puesta en juego del teatro dentro del teatro, la puesta en juego de ese pliegue reflexivo, lejos de encerrarnos en el interior resguardado del adentro, en la especularidad, en la especulación, en el juego abismal de los espejos, muy por el contrario, nos lanza fuera, dentro de la política. Estamos ya fuera. Hamlet es también una obra política de arriba abajo —como bien saben—, trata del poder del rey, de conflictos de poderes, de la herencia del poder, de la guerra, de los extranjeros —los extranjeros, el problema actual de Francia—, de un crimen que es también una usurpación que atañe a la cabeza del Estado, de un crimen político, etc.

Por lo tanto, el teatro dentro del teatro es cosa política de arriba abajo, pero también una cosa familiar —lo cual muestra muy bien la obra. Karl Marx es alguien, tiene una familia, extraña, pero una familia—. Creo que fue Ernst Jones, desarrollando ciertas proposiciones de Freud y de Rank a propósito de Hamlet y de la filiación, quien expuso una hipótesis que aquí nos interesa y de la cual no me responsabilizo, a saber, que cada vez que hay play within the play, juego dentro del juego, obra dentro de la obra, teatro dentro del teatro, nos las vemos con una celosía o un voyeurismo edípico. Un niño escondido en la pieza, detrás de las cortinas —la pieza dentro de la pieza—, un niño mira y sueña en secreto con la pareja parental. ¿Cómo puede, entonces, ese teatro dentro del teatro familiar introducirnos, recordarnos directa e ineludiblemente la cosa política? He aquí una de las cuestiones que nos plantea, que nos obliga a plantearnos el acontecimiento inédito de Karl Marx Théâtre inédit, puesto que Jean-Pierre Vincent ha elegido —inscribiendo su obra dentro de la obra, en la obra de Shakespeare, hundiéndose a su vez, y a nosotros con él, en la gran tradición del abismo sin fondo de la herencia shakespeariana, renovada cada vez por unos acontecimientos, unas producciones teatrales inéditas, la herencia shakespeariana que domina toda la memoria de nuestro teatro—, Jean-Pierre Vincent ha elegido entrelazar, en cierto modo, dos hilos/hijos [fils] en la misma trenza. ¿Qué hilos/hijos?

Por una parte lo político. ¿Qué pasa con Marx hoy? ¿Quién lleva hoy el nombre de Marx? ¿Quién puede heredarlo legítima o ilegítimamente? ¿De qué está hecho hoy el teatro del espacio político, del poder y del orden mundial, de la llamada mundialización, del capital —de la nueva forma del capital—, del trabajo, por supuesto, de lo que todavía llamamos con esa palabra, esa vieja palabra, «trabajo», cuando la palabra o la cosa están a punto de volverse equívocas, desde el desmoronamiento de ciertos modelos que se dicen comunistas-marxistas? ¿Qué pasa, por ejemplo, con la palabra «comunismo» que, en la obra, Hélène —la criada de Marx, la madre de Fred, el hijo ilegítimo de Marx—, aquejada de amnesia, parece hoy no ser ya siquiera capaz de pronunciar, de recordar? Hay un momento en la escena en el que Hélène dice: «cuál es esa palabra, recordadme esa palabra»; la palabra «comunismo» no vuelve más, no puede ya salir de su boca o volver a su memoria. ¿Qué pasa con la palabra «comunismo»?, ¿qué pasa con ese lenguaje que ondea como una bandera revolucionaria, y con la lucha de clases, y con el proletariado, y con la internacional, y con los trabajadores, e incluso con el trabajo? Por lo tanto, ¿en qué se transforma también la revolución y, sobre todo —esto es el teatro dentro del teatro—, en qué se transforma la iconografía del teatro revolucionario? ¿Debemos renunciar a la revolución, a la llamada de la justicia que se llama revolución o a esa interrupción en el curso ordinario de la historia que llamamos revolución? ¿En qué se convierte?, ¿cómo renunciar a ella cuando una cierta iconografía se ha vuelto obsoleta y caduca? ¿Quiere esto decir que, cuando ha cesado un determinado teatro revolucionario, la idea de revolución ya no tiene sentido? Y Marx dedicó a esta idea del teatro revolucionario páginas muy impactantes.

Por una parte, por lo tanto, con una mano, el hilo político. Con la otra mano, Jean-Pierre Vincent sostiene y nos propone sostener la cuestión de la familia y, en primer lugar, de la familia de Marx. Marx: alguien, Marx que es alguien, el amigo Marx, asesinado, cuyo espectro reaparece al comienzo de la obra como un faro de cíclope medio ciego o cegador, cuando viene a clamar venganza o apelar a la justicia, pero una justicia que no sea ya simple resentimiento o simple venganza. Reaparece, pues, el aparecido, vuelve a llamar a su hijo, a sus hijos, pues tiene más de uno y no son igualmente legítimos, sus hijos sin filiación garantizada, sus hijos desafiliados. Vuelve a conjurarlos para que sean justos, para hacer justicia, para hacer venir, al fin, la justicia.

Antes de volver sobre este nudo entre los hijos y las hijas de Marx —pues Karl Marx Théâtre inédit es singularmente inédito en la historia del teatro y en el tratamiento de la herencia de Marx, debido al papel determinante y espectacular que confiere a la mujer, en primer lugar a las Ofelias y a las hijas de Marx, a la multiplicidad de hijas y de mujeres en este teatro político, lo que es una determinada manera, provocadora e irónica, de abordar la cuestión de la paridad hoy en Francia y de interpretarla pasando al acto, lo cual convierte también, así, ese golpe de teatro en un golpe político, en un acto político—; antes de volver sobre el nudo entre lo familiar y lo político, lo privado y lo público, el secreto y el gran día de la escena política, quisiera —para saludar el acontecimiento, el trabajo teatral de los Amandiers, de Jean-Pierre Vincent, de Bernard Chartreux, de los actores y de las actrices—, quisiera decir cómo, para mí, esta experiencia, experiencia experimental, experimentación que, como toda experimentación, es a la vez inventiva, audaz, fecunda y, por ello mismo, arriesgada, corriendo el riesgo de la ilegitimidad, el riesgo de ir a contracorriente y a contratiempo de lo que domina el campo a la vez teatral y político del momento; me gustaría decir en unas palabras, empezando por algunas generalidades preliminares, cómo esta experimentación trata hoy la relación entre el teatro y la política. Más concretamente, trata de una re-politización original del teatro, aquella que quizá hoy necesitamos, y de la cual el intento experimental de Vincent me parece testimoniar de manera ejemplar.

No voy a reelaborar aquí la inmensa y canónica cuestión del teatro y de la política. Intentaré únicamente apuntar hacia lo que, quizás, sucede hoy en el cruce de aquello que designan esos nombres indicativos, esos nombres propios y comunes, Marx, lo político, el espectro, el teatro. ¡Enorme cuestión la del teatro y la política!, la dejo de lado en su forma clásica porque eso nos llevaría una eternidad. Y para ir deprisa, por economía, me detendré en la palabra representación, en la encrucijada de la vida política y del teatro. Nadie negará, pienso, que el vínculo social y el vínculo político padecen hoy un mal, un mal que es más que una crisis, un mal de la representación. No es cuestión de hacer antiparlamentarismo, yo sería el último en hacerlo, ni de olvidar que la crisis de la representación parlamentaria no data de hoy. Esta comenzó, por lo menos, inmediatamente después de la primera Guerra mundial cuando los media, la prensa, las emisoras de radio empezaron a hacerles una competencia despiadada a las formas parlamentarias del debate, de la deliberación, incluso de la decisión política en sus relaciones con la opinión pública, con los sondeos, etc. No olvidemos, pues, esta dramática historia de la representatividad formal parlamentaria, sobre la cual Marx nos habrá dicho cosas muy interesantes y no todas ellas caducas, de la misma manera que, por lo demás, ya las había dicho —Marc Guillaume lo ha recordado— de la prensa y de la técnica, de las teletecnologías de su momento. Pero debemos prestar atención al hecho de que, por razones demasiado largas de analizar —pero en particular por el hecho de la transformación del espacio público por el poder mediático, por la concentración y, también, por el mercado del poder mediático—, el esfuerzo tradicional de la representación parlamentaria, pero también partidaria, profesional corporativa o sindical, ha entrado en una mutación a la vez peligrosa e irreversible.

Ahora bien, en esta nueva situación de la representación social y política, el teatro, que padece también, desde hace tiempo, cierto mal de la representación, un mal con miles de síntomas, sobre el cual algunos, yo entre otros, han escrito bastante no hace mucho tiempo, el teatro, pues, se ve llamado a jugar, me parece, un papel doble y ambiguo.

Papel que el teatro juega aquí. Por una parte, y sobre todo cuando es teatro público, puede tener la vocación de dar lugar a la palabra y a la acción políticas, a la responsabilidad política; de abrir otro espacio en el momento en que esta responsabilidad política no encuentra ya, en otra parte, su aliento, a la vez su palabra y su visibilidad. De dar lugar a él, inventando otro lugar, otra escena, de forma original e inédita y sin reemplazar los lugares necesarios, los lugares estatutarios, el parlamento, las asambleas, los partidos, los sindicatos y, después también, los media. No se trata de reemplazar los media, la democracia los necesita. En principio. Aun cuando debamos también, desde el teatro, poner en tela de juicio ciertos poderes económicos y mediáticos. Por lo tanto, no se trata de reemplazar esos lugares necesarios de la representación o de la información, ni siquiera ahí donde desfallecen o censuran; no se trata de suplirlos, de ocupar su lugar o de reinstaurarlos en un marco distinto, sino de recordarles de manera crítica su papel, de analizarlos también públicamente, de dirigirles una palabra perturbadora, provocadora, insólita, que los obligue, que intente obligarlos a asumir sus responsabilidades, es decir, a responder. Y esto se hace —es la oportunidad del teatro, que no hay que desperdiciar—, se hace entrelazando varios tiempos heterogéneos en un mismo tiempo disyunto, dislocado, out of joint; entrelazando varios regímenes de discurso, de discursos a la vez reales, incluso realistas y ficticios, incluso líricos y poéticos.

Pongo un ejemplo: aquí mismo participé, hace algunas semanas, en un encuentro dedicado a los «sin-papeles». En el curso de esta velada escuchamos testimonios de los propios «sin-papeles», como también canciones, poemas, análisis, y esto sucedía en un teatro, aquí, al igual que sucedió en otros teatros, de la misma manera que otras acciones análogas continúan desarrollándose en la Cartoucherie. En consecuencia, los teatros asumían esta responsabilidad política allí donde al mismo tiempo respondían a su vocación teatral. Eran testimonios, canción, poesía, ficción, y creo que hoy son muchos los que —quizás los «sin-papeles» para comenzar— se vuelven hacia el espacio teatral para encontrar en él no sólo un lugar, a veces un hábitat, sino también una oportunidad de palabra, una oportunidad de hacerse oír. Es precisamente porque no se les escucha, porque no se les representa, a esos «sin-papeles» que carecen de ciudadanía, de estatus, de nombre, de lugar —y hay mucho «sin» en este país, sin domicilio fijo, sin papeles, sin trabajo, etc.—; es porque hay una crisis que es más que una crisis de la ciudadanía, por lo que el teatro puede responder a su vocación abriendo ese lugar, siempre y cuando, naturalmente, no se transforme simplemente en sala de mítines y continúe respondiendo a su vocación teatral.

Pero, por otra parte, esta nueva provocación teatral, que esperamos y que nos viene de aquí en particular, no debe doblegarse al orden de la representación tradicional, es decir, lo que antes se llamaba el teatro político que venía a transmitir un mensaje, un contenido, a veces revolucionario, sin cambiar la forma, el tiempo y el espacio del acontecimiento teatral. Es preciso cambiar la escena, cambiar el tiempo, el orden del tiempo, y es esto lo que sucedeen Karl Marx Théâtre inédit, donde la violencia de la construcción concierne precisamente al tiempo, a la desarticulación del tiempo, al hecho de que todo no se puede reunir en un presente homogéneo. Y esto, en la tradición reinventada de Hamlet y de lo que dice Hamlet cuando afirma que el tiempo está out of joint, designando de este modo, a la vez, la temporalidad y ese tiempo, ese mundo fuera de sus goznes y, por lo tanto, disyunto. Se trata aquí de hacer que algo suceda al/en el presente, cambiando el orden y el tiempo. Karl Marx Théâtre inédit hace quizás que algo suceda al/en el presente.

¿Qué quiere decir hacer que algo suceda al/en el presente? Quiere decir que vamos a hacer que algo suceda gracias al teatro; no re-presentando, imitando, poniendo en escena una realidad política que tiene lugar en otra parte —si es preciso para transmitir un mensaje o una doctrina—, sino haciendo venir la política o lo político dentro de la estructura del teatro, es decir, dislocando también el presente, alertándonos del hecho de que un presente no se reúne. No hay sincronía, es una obra sobre la anacronía, la discronía.

Por consiguiente, hacer que algo suceda al/en el presente. Gracias al teatro o como teatro. Una amiga, que es asimismo la traductora de Espectros de Marx al inglés, me dijo, me recordó, de hecho me enseñó que Beaumarchais, gran actor francés teatral que, por otra parte, combatió mucho, por ejemplo, por la independencia de América, Beaumarchais, pues, en un momento dado, cogió o robó piedras de la Bastilla deconstruida para hacer con ellas un teatro. Cogió piedras de la cosa política en ruinas para hacer un teatro inédito, y esta idea es la que aquí me importa. Hoy en día hay piedras, las piedras del muro de Berlín, ¿qué hacemos con la herencia del muro de Berlín desmoronado, qué hacemos con Marx?, ¿qué teatro construir con esto? Es este presente abandonado pero también afectado por el acontecimiento teatral lo que aquí me importa. Este acontecimiento es también lo que viene —como lo dice la palabra misma—, que viene volviendo a venir, bajo la forma espectral de lo que reaparece. Es decir, según la lógica de una repetición que va a perturbar el orden del tiempo, que va a perturbar la sucesión lineal de los «ahora». Lo que interrumpe el orden del tiempo, el curso ordinario de la historia, lo que llamamos la revolución, esta cesura que viene de golpe, de forma a veces discreta, a veces espectacular, a perturbar el orden del tiempo: éste es el teatro del que hablo. El teatro que perturba, out of joint, desarticulado. Esta cuestión de la desarticulación, en el centro de Karl Marx Théâtre inédit y del out of joint de Hamlet, es esencial. Karl Marx Théâtre inédit propone un encadenamiento sin encadenamiento de tiempos heterogéneos, discontinuos, que —yo no diría— refleja, sino que nos da a pensar que, hoy, la historia —la historia política, la historia económica en particular— está hecha de tiempos heterogéneos. No habitamos el mismo tiempo. No hay sincronía entre la mundialización, la homogeneización y la homohegemonía que intentan imponer el mismo orden y, por lo tanto, la misma contemporaneidad. Los hombres y las culturas viven tiempos diferentes, estos tiempos no se ensamblan, y esta desarticulación es uno de los motivos de Karl Marx Théâtre inédit.

Nos las vemos también con una descomposición espectral de los espectros, de ese concepto sin concepto de espectro. ¿Qué es un espectro? ¿Qué quiere decir espectro?

En primer lugar, es algo entre la vida y la muerte, ni vivo ni muerto. Hoy en día, una de las cuestiones, de esas cuestiones sin edad, pero que tiene su agudeza, su punzante actualidad, es la cuestión de la vida. ¿Qué es lo vivo hoy, cuál es la diferencia entre lo vivo y lo muerto en el tiempo de la bio-ingeniería?... La cuestión de los espectros es, por lo tanto, la cuestión de la vida, del límite entre lo vivo y lo muerto, donde quiera que se plantee.

Pero me gustaría analizar no la descomposición de los espectros, la descomposición del espectro escenificada en el teatro, sino la descomposición del concepto de espectro. Este concepto tiene, él mismo, un espectro y, en consecuencia, numerosas dimensiones que volvemos a encontrar en Karl Marx Théâtre inédit.

En primer lugar, el espectro es el teatro. El teatro ha sido siempre el lugar de la mayor intensidad espectral. El teatro es el lugar de la visibilidad de lo invisible; no se sabe lo que es visible, lo que no es visible, lo que es de carne y hueso, lo que no lo es. El teatro tiene una relación evidente, ya según la propia palabra, con la visibilidad: la visibilidad de lo visible es invisible; la voz tampoco es visible, luego el teatro es, en su esencia, desde siempre, espectral. Por lo demás, la palabra phantasma en griego, que quiere decir espectro, designa muy bien esta indecisión entre lo real y lo ficticio, entre lo que no es ni real ni ficticio, lo que no es ni simplemente individuo, ni personaje, ni actor —y esto también nos remite a la cuestión del fantasma en política—. Esta cuestión es decisiva, afecta a la decisión. Así, en la obra, los espectros son a la vez reales, referidos y fantasmáticos; los de Marx, Stalin, Lenin o Chirac vuelven en persona. Por lo tanto, el primer tema es el teatro mismo, el teatro sobre el teatro como espectralidad, como elemento de la espectralidad.

En segundo lugar, el trabajo de duelo en política. Cuando se dice «Marx ha muerto», esta fórmula tan a menudo repetida, ¿qué se dice? Cuando alguien muere y se repite el anuncio de su muerte durante más de un día —normalmente, cuando un periódico anuncia la muerte de alguien, se notifica una vez y después ya no se habla más de ello—, cuando se repite una y otra vez, es porque ocurre otra cosa, es porque el muerto no está tan muerto. Decir «Marx ha muerto» se convierte en eco de otras expresiones como «Dios ha muerto»: de eso se habla desde Hegel, pero también desde Cristo y Lutero; Cristo, él también, es «Dios ha muerto», y eso sí que ha durado, y dura. Por lo tanto, Marx ha muerto, esta frase, este eslogan a cuyo análisis se entrega finalmente esta obra, es un síntoma, el síntoma de un trabajo de duelo en curso, con todos sus fenómenos de melancolía, de júbilo maníaco, de ventriloquia —el cadáver viene a hablar en el lugar de cualquiera—, y vemos que la voz de Marx, en la obra, reaparece por todos lados. Lo que me ha parecido necesario hacer hoy es transportar, con la transformación necesaria, con la traducción necesaria, el concepto psicoanalítico de trabajo de duelo —que, en general concernía al individuo, a la familia— a la política. ¿Qué puede significar un trabajo de duelo, político e incluso geopolítico, cuando la tierra entera empieza a recordar por boca de los políticos, en la retórica mediática, que Marx ha muerto, que el comunismo ha muerto, que el modelo de mercado capitalista es el único modelo? ¿Qué ocurre? Dicho de otro modo, ¿de qué es síntoma esto? ¿Cómo analizar el síntoma político de este trabajo de duelo en curso, tanto en la sintomatología de la izquierda como de la derecha? Por lo tanto, el segundo interés, y encontrarán ustedes su rastro en Karl Marx Théâtre inédit, es el análisis del trabajo de duelo en curso alrededor del nombre de Marx. Y todo lo que podemos asociar a este nombre.

El tercer rasgo que se relaciona con el concepto de espectro concierne —Marc Guillaume ya habló de ello— a la virtualización de la herencia misma y, también, a la cuestión de la legitimidad. ¿Quiénes son hoy los marxistas?, ¿qué quiere decir heredar? La herencia no es un bien, una riqueza que se recibe y que se deposita en el banco; la herencia es una afirmación activa, selectiva, que a veces puede ser reanimada y reafirmada más por unos herederos ilegítimos que por unos herederos legítimos; dicho de otra manera, el compromiso político, hoy, pasa por la cuestión de saber qué vamos a hacer con esta herencia, cómo vamos a ponerla en marcha. Evidentemente, esta herencia es una herencia virtual, no es un bien capitalizado o localizado como un cadáver inhumado en algún lugar. La herencia es una fantasmática, en todos los sentidos de esta palabra, una fantasmática virtual, en el sentido también de una determinada desafiliación, de la reafiliación a partir de la desafiliación.

Cuarto tema abordado por la obra: el de la virtualidad teletecnológica que invade nuestro mundo, y de manera determinante, para la política, a través de la televisión y de los otros medios electrónicos de información. La maquinaria teletecnológica, que ya había anticipado Marx a su manera, ocupa un lugar determinante en el juego de esta obra y construye su espacio. En todo caso estructura, articulando y desarticulándolo a la vez, el espacio social. A veces en tiempo real y otras en tiempo diferido. Es una obra sobre lo que llamamos la actualidad o lo que he denominado la artefactualidad, la facticidad de la actualidad, y que plantea el enorme problema, la enorme mistificación de lo que, hoy, se llama el direct live en la información.

Y, por último, la cuestión capital. Es decir, la cuestión siempre nueva de —«va a venirme la palabra?»— no es el comunismo, es el capital. Es una cuestión completamente nueva, que concierne a la formación capitalista de la plusvalía, en sus nuevas formas. No se trata, contrariamente a lo que se dice, de una vuelta a Marx: Marx ha muerto, lo sabemos; Marx es alguien, está muerto. No se trata tampoco de aplicar, de replicar, de reaplicar este o aquel teorema de Marx a la economía —aunque haya ahí mucho que aprender de él—, sino de acordarse de cierta lección, de cierta manera de no dejarse engañar a propósito del capital y de ver lo que hoy pasa de nuevo, de inédito, el teatro inédito del capital, hoy. Hay uno.

Evidentemente, el capital no juega ya el papel que jugaba en el siglo XIX, sólo los idiotas lo ignoran. Pero juega. Y juega sirviéndose mejor que nunca de una determinada espectralidad, de una determinada especulación teletecnológica. En un segundo la bolsa mundial puede hacer que se tambaleen las condiciones de millones de trabajadores, puede obligar a que se cierren fábricas. Esta misma mañana he leído la reseña de una entrevista entre Alain Minc y Viviane Forrester en la que, en nombre de cierto realismo económico, Minc recordaba que cerrar fábricas provenía de una necesidad económica para asegurar el trabajo en otras partes.

Todo esto lo sabemos, aunque la manera en que ha ocurrido el cierre de las fábricas Renault en Bélgica haya sido un poco diabólica desde el punto de vista de la deliberación social, tan extraña como para que después se vieran obligados a retractarse. Sin embargo, aun cuando no hubiese nada diabólico, es un hecho y también un análisis realista que —en el momento en que los obreros se movilizaron en Bélgica, pero también en Francia, hasta el punto de poner en alerta a algunos poderes europeos— ha habido que dar marcha atrás y tomar otras cosas en cuenta. Si hubiésemos dejado, sin reaccionar, que los análisis de Minc operasen, todo esto hubiese pasado inadvertidamente. Por lo tanto, hay cosas que hacer, y hay que hacerlas con respecto a y en contra de cierta forma de abuso capitalista, y esto no es una cuestión caduca, aunque haya que adaptarla a una nueva situación, teniendo en cuenta los cambios de velocidad, las especulaciones mundiales, etc. Dicho de otro modo, la cuestión que se plantea, no sólo teóricamente sino a la que se confiere un cuerpo teatral, es también: ¿qué hacer con ese alguien que fue Karl Marx, con el discurso de Marx hoy, en lo que respecta al nuevo capitalismo, a la novedad del capitalismo y a las nuevas apuestas políticas del capitalismo?

Termino. Marx es alguien, pero ¿quién? Nadie puede decir: «yo, Marx», salvo en el teatro, fantasmáticamente, según el espectro, el phantasma. No es cuestión de devolverle la palabra, por supuesto; Karl Marx, él mismo, ya no está aquí para tomarla, pero sí de darla en su nombre, el tiempo de un tiempo out of joint, un tiempo disyunto, el tiempo de una anacronía, a contratiempo. El arte del contratiempo es también un arte de lo político, un arte de lo teatral, el arte de dar la palabra a contratiempo a aquellos que, en los tiempos que corren, no tienen derecho a la palabra.

 


 

[i] Este texto está publicado en francés en Marx en jeu, Descartes & Cie, Paris, 1997, pp. 9-28. Se trata de la transcripción de una intervención de Derrida, el 15 de marzo de 1997, en el Théâtre des Amandiers de Nanterre, con motivo de las representaciones del espectáculo Karl Marx Théâtre inédit, dirigido por Jean-Pierre Vincent y creado a partir de una serie de textos de Shakespeare, Derrida, Marx y Bernard Chartreux.

[ii] Jacques Derrida se refiere aquí y a lo largo de su intervención a las que han precedido a la suya.

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