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ESPECTROS DE MARX
EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL

Jacques Derrida

Traducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti, Valladolid, 19983.
Edición digital de Derrida en castellano

 Karl Marx
 Texto en francés

 

Capítulo 3
DESGASTES
[i]
(PINTURA DE UN MUNDO SIN EDAD)

 

The time is out of joint. El mundo va mal. Está desgastado pero su desgaste ya no cuenta. Vejez o juventud — ya no se cuenta con él. El mundo tiene más de una edad. La medida de su medida nos falta. Ya no damos cuenta del desgaste, ya no nos damos cuenta de él como de una única edad en el progreso de una historia. Ni maduración, ni crisis, ni siquiera agonía. Otra cosa. Lo que ocurre le ocurre a la edad misma, para asestar un golpe al orden teleológico de la historia. Lo que viene, donde aparece lo intempestivo, le ocurre al tiempo, pero no ocurre a tiempo. Contra-tiempo. The time is out of joint. Habla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, parece desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a medida que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: «How goes the world? It wears, sir, as it grows». En la traducción francesa de François-Victor Hugo: «El Poeta. — Hace mucho tiempo que no os veo. ¿Cómo va el mundo? El Pintor. — Se gasta, señor, a medida que envejece».

Este desgaste en la expansión, en el crecimiento mismo, es decir, en la mundialización del mundo, no es el desenvolvimiento de un proceso normal, normativo o normado. No es una fase de desarrollo, una crisis más, una crisis de crecimiento, ya que el crecimiento es el mal (It wears, sir, as it grows), no es ya un fin-de-las-ideologías, una última crisis-del-marxismo, o una nueva crisis-del-capitalismo.

El mundo va mal, la pintura es sombría, se diría que casi negra. Formulemos una hipótesis. Supongamos que, por falta de tiempo (el espectáculo o la pintura están siempre «faltos de tiempo»), se proyecta solamente pintar, como el Pintor de Timón de Atenas. Un pintura negra sobre una pintura negra.

Taxonomía o detención de la imagen. Título: The time is out of joint o: «Lo que hoy va tan mal en el mundo». A este título banal habría que tolerarle su forma neutra, para evitar hablar de crisis, concepto muy insuficiente, y para evitar decidir entre el mal como sufrimiento y el mal como entuerto o como crimen.

A este título para una posible pintura negra se le podrían añadir simplemente algunos subtítulos. ¿Cuáles?

La pintura kojeviana del estado del mundo y de los Estados Unidos de la postguerra podía ya entonces chocar. El optimismo se teñía allí de cinismo. Era ya entonces insolente decir que «todos los miembros de una sociedad sin clases pueden apropiarse, desde ahora, de todo lo que les plazca, sin por ello trabajar más de lo que les apetezca». Pero ¿qué pensar hoy de la imperturbable ligereza que consiste en cantar el triunfo del capitalismo o del liberalismo económico y político, «la universalización de la democracia liberal occidental como punto final del gobierno humano», el «fin del problema de las clases sociales»?, ¿qué cinismo de la buena conciencia, qué denegación maníaca puede hacer escribir, cuando no creer, que «todo lo que obstaculizaba el reconocimiento recíproco de la dignidad de los hombres, siempre y en todas partes, ha sido refutado y enterrado por la historia»[ii]?

Provisionalmente y por comodidad, atengámonos para empezar a la caduca oposición entre guerra civil y guerra internacional. Con respecto a la guerra civil, ¿hay que recordar otra vez que nunca la democracia liberal de forma parlamentaria ha sido tan minoritaria ni ha estado tan aislada en el mundo? ¿Que nunca estuvo en semejante estado de disfuncionamiento en lo que se llaman las democracias occidentales? La representatividad electoral o la vía parlamentaria no sólo está falseada, como fue siempre el caso, por un gran número de mecanismos socio-económicos, sino que se ejerce cada vez peor en un espacio público profundamente trastornado por los aparatos tecno-tele-mediáticos y por los nuevos ritmos de la información y de la comunicación, por los dispositivos y la velocidad de las fuerzas que representan, e igualmente, y como consecuencia, por los nuevos modos de apropiación que aquéllas ponen en marcha, por la nueva estructura del acontecimiento y de su espectralidad que producen (que inventan y ponen al día, inauguran y revelan, hacen suceder y sacan a la luz a la vez, ahí donde aquéllas estaban ya ahí sin estar ahí: de lo que aquí se trata es del concepto de producción en su relación con el fantasma). Esta transformación no afecta sólo a los hechos, sino al concepto de tales «hechos». Al concepto mismo del acontecimiento. La relación entre la deliberación y la decisión, el mismo funcionamiento del gobierno ha cambiado, no solamente en sus condiciones técnicas, su tiempo, su espacio y su velocidad, sino también, sin que nos hayamos realmente dado cuenta, en su concepto. Acordémonos de las transformaciones técnicas, científicas y económicas que, en Europa, después de la Primera Guerra Mundial, habían ya trastornado la estructura topológica de la res publica, del espacio público y de la opinión pública. No afectaban solamente a esta estructura topológica, sino que comenzaban incluso a hacer problemática la presuposición de lo topográfico y que hubiera un lugar y, por tanto, un cuerpo identificable y estabilizable para el habla, la cosa o la causa pública, poniendo en crisis, como se dice a menudo, a la democracia liberal, parlamentaria y capitalista, abriendo así el camino a tres formas de totalitarismo que después se aliaron, se combatieron o se combinaron de mil maneras. Ahora bien, estas transformaciones se amplifican hoy desmesuradamente. Por otra parte, este proceso no responde ya siquiera a una ampliación, si por esta palabra se entiende un crecimiento homogéneo y continuo. Lo que ya no se mide es el salto que nos aleja ya de aquellos poderes mediáticos que, en los años veinte, antes de la televisión, transformaban profundamente el espacio público, debilitaban peligrosamente la autoridad y la representatividad de los electos y reducían el campo de las discusiones, deliberaciones y discusiones parlamentarias. Podría incluso decirse que ya ponían en cuestión a la democracia electoral y a la representación política, al menos tal y como las conocemos hasta ahora. Pues si, en todas las democracias occidentales, se tiende a no respetar ya al político profesional, ni siquiera al hombre de partido como tal, no es ya solamente a causa de tal o cual insuficiencia personal, de tal o cual fallo o de tal o cual incompetencia, de tal o cual escándalo —que en lo sucesivo son cada vez mejor conocidos, amplificados, de hecho con frecuencia producidos, si no premeditados, por un poder mediático—. Y es que el político se convierte cada vez más, casi de manera exclusiva, en un personaje de representación mediática en el momento mismo en que la transformación del espacio público, precisamente por los media, le hace perder lo esencial del poder e incluso de la competencia que ostentaba anteriormente y que recibía de las estructuras de la representación parlamentaria, de los aparatos de partido vinculados a ella, etc. Cualquiera que sea su competencia personal, el político profesional conforme al antiguo modelo tiende hoy a resultar estructuralmente incompetente. El mismo poder mediático acusa, produce y amplifica a la vez esta incompetencia del político tradicional: por una parte, le sustrae el poder legítimo que recibía del antiguo espacio político (partido, parlamento, etc.), pero, por otra parte, le obliga a convertirse en una simple silueta, si no en una marioneta en el teatro de la retórica televisiva. Antes se le consideraba actor de la política, ahora corre a menudo el riesgo, como es bien sabido, de no ser más que actor de televisión[iii]. Respecto de la guerra internacional o civil-internacional, ¿es necesario aún recordar las guerras económicas, las guerras nacionales, las guerras de las minorías, el desencadenamiento de los racismos y de las xenofobias, los enfrentamientos étnicos, los conflictos culturales y religiosos que hoy en día desgarran la Europa llamada democrática y el mundo? Regimientos de fantasmas han reaparecido, ejércitos de todas las épocas, camuflados bajo los síntomas arcaicos de lo para-militar y del super-armamento postmoderno (informática, vigilancia panóptica por satélite, amenaza nuclear, etc.). Aceleremos. Más allá de estos dos tipos de guerra (civil e internacional) cuya frontera ya apenas se distingue, ennegrezcamos aún más el cuadro de este desgaste más allá del desgaste. Señalemos de un plumazo lo que amenazaría con hacer que la euforia del capitalismo demócrata-liberal o socialdemócrata pareciese la más ciega y delirante de las alucinaciones, o incluso una hipocresía cada vez más chillona con su retórica formal o juridicista sobre los derechos humanos. No se tratará solamente de acumular los «testimonios empíricos», como diría Fukuyama, no bastará con señalar con el dedo la masa de hechos irrecusables que este cuadro podría describir o denunciar. La cuestión, muy brevemente expuesta, no sería ni siquiera la del análisis al que habría que proceder entonces en todas estas direcciones, sino la de la doble interpretación, la de las lecturas rivales que este cuadro parece reclamar y obligarnos a asociar. Si se nos permitiera indicar estas plagas del «nuevo orden mundial» en un telegrama de diez frases, tal vez escogeríamos las siguientes:

 

1. El paro, esta desregulación mejor o peor calculada de un nuevo mercado, de unas nuevas tecnologías, de una nueva competitividad mundial, merecería hoy día, sin duda, otro nombre, al igual que el trabajo o la producción. Tanto más cuanto que el tele-trabajo introduce un nuevo reparto que perturba tanto los métodos del cálculo tradicional como la oposición conceptual entre el trabajo y el no-trabajo, la actividad, el empleo, y su contrario. Esta desregulación regular está a la vez dominada, calculada, «socializada», es decir, muy a menudo denegada —y es irreductible a la previsión, como el sufrimiento mismo, un sufrimiento que sufre aún más, y más oscuramente, de haber perdido sus modelos y su lenguaje habituales, desde el momento en que no es reconocible ya con el viejo nombre de paro ni en la escena a la que ha dado nombre durante mucho tiempo—. La función de la inactividad social, del no-trabajo o del subempleo entra en una nueva era. Reclama otra política. Y otro concepto. El «nuevo paro» se parece tan poco al paro, en las formas mismas de su experiencia y de su cálculo, como aquello que, en Francia, se denomina la «nueva pobreza» pueda parecerse a la pobreza.

 

2. La exclusión masiva de ciudadanos sin techo (homeless) de toda participación en la vida democrática de los Estados, la expulsión o deportación de tantos exiliados, apátridas e inmigrados fuera de un territorio llamado nacional anuncian ya una nueva experiencia de las fronteras y de la identidad: nacional o civil.

 

3. La guerra económica sin cuartel entre los países de la Comunidad Europea mismos, entre ellos y los países europeos del Este, entre Europa y Estados Unidos, entre Europa, Estados Unidos y Japón. Esta guerra preside todo, empezando por las otras guerras, puesto que preside la interpretación práctica y la aplicación inconsecuente y desigual del derecho internacional. Hay demasiados ejemplos de ello desde hace más de un decenio.

 

4. La incapacidad para dominar las contradicciones en el concepto, las normas y la realidad del mercado liberal (las barreras de un proteccionismo y la sobrepuja intervencionista de los Estados capitalistas para proteger a los suyos, incluso a los occidentales o los europeos en general, contra la mano de obra barata, a menudo sin protección social comparable). ¿Cómo salvaguardar sus propios intereses en el mercado mundial al tiempo que se pretende proteger sus «conquistas sociales», etc.?

 

5. La agravación de la deuda externa y otros mecanismos conexos conducen al hambre o a la desesperación a una gran parte de la humanidad. Tienden así a excluirla simultáneamente del mercado que, no obstante, esta lógica procuraría extender. Este tipo de contradicciones agita muchas fluctuaciones geopolíticas, por más que parezcan dictadas por el discurso de la democratización o de los derechos humanos.

 

6. La industria y el comercio de armamentos (tanto los «convencionales» como los de máxima sofisticación tele-tecnológica) están inscritos en la regulación normal de la investigación científica, de la economía y de la socialización del trabajo en las democracias occidentales. A no ser que se produjese una inimaginable revolución, no se los puede suspender, ni siquiera reducir, sin correr riesgos mayores, empezando por la agravación del aludido paro. En cuanto al tráfico de armas, en la medida (limitada) en que se le podría todavía distinguir del comercio .normal», sigue siendo el primero en el mundo, por delante del narcotráfico, al que no siempre es ajeno.

 

7. La extensión (la «diseminación») del armanento atómico, que sostienen los mismos países que dicen querer protegerse de ella, no es ya ni siquiera controlable, como lo fue durante mucho tiempo, por estructuras estatales. No desborda solamente el control estatal, sino todo mercado declarado.

 

8. Las guerras interétnicas (hubo alguna vez otras?) se multiplican, guiadas por un fantasma y un concepto arcaicos, por un fantasma conceptual primitivo de la comunidad, del Estado-nación, de la soberanía, de las fronteras, del suelo y de la sangre. El arcaísmo no es un mal en sí, conserva sin duda un recurso irreductible. Pero ¿cómo negar que este fantasma conceptual esté más caduco, por así decirlo, que nunca, en la ontopología misma que él supone, por la dislocación teletécnica? Entendemos por ontopología una axiomática que vincula indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situación, a la determinación estable y presentable de una localidad (el topos del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general). No por extenderse de manera insólita, cada vez más diferenciada y más acelerada (es la aceleración misma, más allá de las normas de velocidad que han informado hasta aquí la cultura humana), es este proceso de dislocación menos archi-originario, es decir, tan «arcaico» como el arcaísmo al que aquélla desaloja desde siempre. En todo caso, es la condición positiva de la estabilización que sigue siempre reactivando. Siendo toda estabilidad en un lugar una estabilización o una sedentarización, habrá sido preciso que la différance local, el espaciamiento de un desplazamiento dé el movimiento. Y deje sitio y dé lugar. Todo arraigamiento nacional, por ejemplo, arraiga en primer lugar en la memoria o en la angustia de una población desplazada —o desplazable—. Out of joint no lo está solamente el tiempo, sino también el espacio, el espacio en el tiempo, el espaciamiento.

 

9. ¿Cómo ignorar el poder creciente e in-delimitable, es decir, mundial, de esos Estados-fantasma, supereficaces y propiamente capitalistas, que son la mafia y el consorcio de la droga en todos los continentes, incluidos los antes llamados Estados socialistas del Este europeo? Estos Estados-fantasma se han infiltrado y hecho comunes en todas partes, hasta el punto de no poder ser ya identificados con todo rigor. Ni de poder siquiera a veces ser claramente disociados de algunos procesos de democratización (pensemos, por ejemplo, en una secuencia cuyo esquema, aquí telegráficamente simplificado, asociaría la historia de una mafia-siciliana-acosada-por-el-fascismo-del-Estado-musoliniano-íntimamente-y-simbióticamente-aliada-así-a-los-aliados-tanto-en-el-campo-demócrata-de-ambos-lados-del-Atlántico-como-en-la-reconstrucción-del-Estado-demócrata-cristiano-italiano-entrado-hoy-en-una-configuración-nueva-del-capital, de la que lo menos que podría decirse es que no se entenderá nada de ella sin tener en cuenta su genealogía). Todas estas infiltraciones atraviesan una fase «crítica», como suele decirse, lo que nos permite sin duda hablar de ello o acometer su análisis. Estos Estados-fantasma invaden no solamente el tejido socio-económico, la circulación general de los capitales, sino también las instituciones estatales e interestatales.

 

10. Pues, sobre todo, sobre todo, habría que analizar el estado presente del derecho internacional y de sus instituciones: a pesar de ser, afortunadamente, perfectibles, a pesar de un innegable progreso, estas instituciones internacionales adolecen al menos de dos límites. El primero y más radical de los dos se debe al hecho de que sus normas, su Carta, la definición de su misión dependen de determinada cultura histórica. No se las puede disociar de determinados conceptos filosóficos europeos, y especialmente de un concepto de soberanía estatal o nacional cuya clausura genealógica se manifiesta cada vez mejor, de manera no solamente teórico-jurídica o especulativa sino concreta, práctica, y prácticamente cotidiana. Otro límite se vincula estrechamente al primero: ese derecho internacional y pretendidamente universal sigue estando ampliamente dominado, en su aplicación, por Estados-nación particulares. Casi siempre su potencia tecno-económica y militar prepara y aplica, dicho de otra forma, se sale con la suya en la decisión. Como se dice en inglés, hace la decisión. Múltiples ejemplos, recientes o menos recientes, lo demostrarían ampliamente, ya se trate de deliberaciones y de resoluciones de las Naciones Unidas o de su puesta en marcha (enforcement): la incoherencia, la discontinuidad, la desigualdad de los Estados ante la ley, la hegemonía de ciertos Estados en base a la potencia militar al servicio del derecho internacional, esto es lo que es preciso constatar año tras año, día tras día[iv].

Estos hechos no son suficientes para descalificar a las instituciones internacionales. La justicia exige, por el contrario, que se rinda homenaje a algunos de los que, en aquéllas, operan en una línea de perfectibilidad y con vistas a emancipar instituciones a las que no habrá que renunciar jamás. Por insuficientes, confusos o equívocos que sean aún semejantes signos, demos la bienvenida a lo que se anuncia hoy con la reflexión sobre el derecho de injerencia o la intervención de carácter humanitario (como se dice de manera oscura y a veces hipócrita), limitando así la soberanía del Estado en ciertas condiciones. Demos la bienvenida a estos signos sin dejar, con todo, de desconfiar cautelosamente de las manipulaciones o de las apropiaciones de las que estas novedades pueden ser objeto.

Volvamos ahora mucho más cerca del asunto de nuestra conferencia. Mi subtítulo «la nueva Internacional» se refiere a una transformación profunda, proyectada sobre un largo período, del derecho internacional, de sus conceptos y de su campo de intervención. Al igual que el concepto de los derechos humanos se ha determinado lentamente en el transcurso de los siglos a través de múltiples seismos sociopolíticos (ya se trate del derecho al trabajo o de los derechos económicos, de los derechos de la mujer y del niño, etc.), el derecho internacional debería extender y diversificar su campo hasta incluir en él, si al menos ha de ser consecuente con la idea de la democracia y de los derechos humanos que proclama, el campo económico y social mundial, más allá de la soberanía de los Estados y de los Estados-fantasma de que hablábamos hace un momento. En contra de la apariencia, lo que decimos aquí no es mero antiestatalismo: en condiciones dadas y limitadas, el super-Estado que podría ser una institución internacional podrá siempre limitar las apropiaciones y las violencias de ciertas fuerzas socioeconómicas privadas. Pero, sin suscribir necesariamente en su totalidad el discurso (por otra parte, complejo, evolutivo, heterogéneo) de la tradición marxista respecto del Estado y su apropiación por una clase dominante, respecto de la distinción entre poder de Estado y aparato de Estado, respecto del fin de lo político, el «fin de la política» o el debilitamiento del Estado[v] y, por otra parte, sin recelar de la idea de lo jurídico en sí misma, aún es posible inspirarse en el «espíritu» marxista para criticar la pretendida autonomía de lo jurídico y denunciar sin descanso el apresamiento de hecho de las autoridades, internacionales por potentes Estados-nación, por concentraciones de capital tecno-científico, de capital simbólico y de capital financiero, de capitales de estado y de capitales privados. Una «nueva Internacional» se busca a través de estas crisis del derecho internacional, denuncia ya los límites de un discurso sobre los derechos. humanos que seguirá siendo inadecuados a veces hipócrita, en todo caso formal e inconsecuente consigo mismo mientras la ley del mercado, la «deuda exterior», la desigualdad del desarrollo tecno-científico, militar y económico mantengan una desigualdad efectiva tan monstruosa como la que prevalece hoy, más que nunca, en la historia de la humanidad. Pues, hay que decirlo a gritos, en el momento en que algunos se atreven a neoevangelizar en nombre del ideal de una democracia liberal que, por fin, ha culminado en sí misma como en el ideal de la historia humana: jamás la violencia, la desigualdad, la exclusión, la hambruna y, por tanto, la opresión económica han afectado a tantos seres humanos, en la historia de la tierra y de la humanidad. En lugar de ensalzar el advenimiento del ideal de la democracia liberal y del mercado capitalista en la euforia del fin de la historia, en lugar de celebrar el «fin de las ideologías» y el fin de los grandes discursos emancipatorios, no despreciemos nunca esta evidencia macroscópica, hecha de innumerables sufrimientos singulares: ningún progreso permite ignorar que nunca, en términos, absolutos, nunca en la tierra tantos hombres, mujeres y niños  han sido sojuzgados, conducidos al hambre o exterminados. (Y, provisionalmente pero a disgusto, tendremos que dejar aquí de lado la cuestión, sin embargo indisociable, de lo que está sucediendo con la vida llamada «animal», la vida y la existencia de los «animales» en esta historia. Esta cuestión ha sido siempre seria, pero se volverá masivamente ineluctable.)

La «nueva Internacional» no es solamente aquello que busca un nuevo derecho internacional a través de estos crímenes. Es un lazo de afinidad, de sufrimiento y de esperanza, un lazo todavía discreto, casi secreto, como hacia 1848, pero cada vez más visible —hay más de una señal de ello—. Es un lazo intempestivo y sin estatuto, sin título y sin nombre, apenas público aunque sin ser clandestino, sin contrato, out of joint, sin coordinación, sin partido, sin patria, sin comunidad nacional (Internacional antes, a través de y más allá de toda determinación nacional), sin co-ciudadanía, sin pertenencia común a una clase. Lo que se denomina, aquí, con el nombre de nueva Internacional es lo que llama a la amistad de una alianza sin institución entre aquellos que, aunque, en lo sucesivo, ya no crean, o aunque no hayan creído nunca en la Internacional socialista-marxista, en la dictadura del proletariado, en el papel mesiánico-escatológico de la unión universal de los proletarios de todos los países, continúan inspirándose en uno, al menos, de los espíritus de Marx o del marxismo (saben, de aquí en adelante, que hay más de uno) y para aliarse, de un modo nuevo, concreto, real, aunque esta alianza no revista ya la forma del partido o de la internacional obrera sino la de una especie de contra-conjuración, en la crítica (teórica y práctica) del estado del derecho internacional, de los conceptos de Estado y de nación, etc.: para renovar esta crítica y, sobre todo, para radicalizarla.

Hay, al menos, dos maneras de interpretar lo que acabamos de llamar la «pintura negra», las diez plagas, el duelo y la promesa de que da noticia fingiendo exponer o contar. Entre estas dos interpretaciones a la vez concurrentes e incompatibles cómo elegir?, por qué no podemos elegir?, ¿por qué no debemos elegir? En ambos casos, se trata de la fidelidad a un cierto espíritu del marxismo: uno, éste, y no el otro.

 

1. La primera interpretación, la más clásica y a la vez la más paradójica, seguiría aún dentro de la lógica idealista de Fukuyama. Pero para sacar de ella consecuencias completamente diferentes. Aceptemos, provisionalmente, la hipótesis de que todo lo que va mal en el mundo hoy en día no mide más que el hiato entre una realidad empírica y un ideal regulador, ya se defina este último como lo hace Fukuyama, ya se afine y transforme el concepto de dicho ideal regulador. El valor y la evidencia del ideal no quedarían comprometidos, intrínsecamente, por la inadecuación histórica de las realidades empíricas. Pues bien, incluso en esta hipótesis idealista, el recurso a determinado espíritu de la crítica marxista sigue siendo urgente y deberá seguir siendo indefinidamente necesario para denunciar y reducir lo más posible el hiato, para ajustar la «realidad» al «ideal» en el transcurso de un proceso necesariamente infinito. La crítica marxista puede seguir siendo fecunda, si sabemos adaptarla a condiciones nuevas, se trate, por ejemplo, de nuevos modos de producción, de la apropiación de poderes y saberes económicos y tecnocientíficos, de la formalidad jurídica en el discurso y en las prácticas del derecho nacional o internacional, de los nuevos problemas de la ciudadanía y de la nacionalidad, etc.

2. La segunda interpretación de la pintura negra obedecería a una lógica distinta. Más allá de los «hechos», más allá de los presuntos «testimonios empíricos», más allá de todo lo que resulta inadecuado al ideal, se trataría de volver a poner en cuestión, respecto de algunos de sus predicados esenciales, el concepto mismo de dicho ideal. Esto se extendería, por ejemplo, al análisis económico del mercado, de las leyes del capital, de los tipos de capital (financiero o simbólico y, por tanto, espectral), de la democracia parlamentaria liberal, de los modos de representación y de sufragio, del contenido que determina los derechos humanos, los derechos de la mujer, del niño, de los conceptos corrientes de la igualdad, de la libertad, sobre todo de la fraternidad (el más problemático de todos), de la dignidad, de las relaciones entre el hombre y el ciudadano. Se extendería, también, en la casi totalidad de sus conceptos, hasta el concepto de hombre (por tanto de lo divino y de lo animal) y a un determinado concepto de lo democrático que lo presupone (no digamos de toda democracia ni, justamente, de la democracia por venir). Entonces, incluso en esta última hipótesis, la fidelidad a la herencia de determinado espíritu marxista seguiría siendo un deber.

Estas son, pues, dos razones diferentes para ser fiel a un espíritu del marxismo. Razones que no deben yuxtaponerse sino entrelazarse. Deben inter-implicarse en el desarrollo de una estrategia compleja y que hay que reevaluar continuamente. De no ser así, no habrá re-politización, ya no habrá más política. Sin esta estrategia, cada una de las dos razones podría conducir de nuevo a lo peor, a algo peor que el mal, por así decirlo, a saber, a una especie de idealismo fatalista o de escatología abstracta y dogmática ante el mal del mundo.

¿Qué espíritu marxista, pues? Es fácil imaginarse por qué lo que aquí decimos no será del agrado de los marxistas, ni mucho menos de los demás, al insistir, como lo hacemos, en el espíritu del marxismo, sobre todo si damos a entender que pretendemos entender espíritus en plural y en el sentido de espectros, de espectros intempestivos a los que no hay que dar caza sino que hay que expurgar, criticar, mantener cerca y dejar (re)aparecer. Y, por supuesto, el principio de selectividad que deberá guiar y jerarquizar a los espíritus, tendremos siempre que evitar ocultarnos que, a su vez, fatalmente, excluirá. Incluso aniquilará, velando más por (encima de) estos ancestros que por (encima de) estos otros. Más en este momento que en este otro. Por olvido (culpable o inocente, poco importa eso aquí), por exclusión o por asesinato, esa misma vigilia generará nuevos fantasmas. Lo hará eligiendo ya entre fantasmas, los suyos entre los suyos, matando, por ello, muertos: ley de la finitud, ley de la decisión y de la responsabilidad para existencias finitas, los únicos vivos-mortales para los que una decisión, una elección, una responsabilidad tienen un sentido, y un sentido que tendrá que pasar por la prueba de lo indecidible. Por ello, lo que decimos aquí no será del agrado de nadie. Pero ¿quién ha dicho que se deba hablar, pensar o escribir para agradar a nadie? Y habría que haber comprendido muy mal para ver en el gesto que arriesgamos aquí una especie de adhesión-tardía-al-marxismo. Es verdad que hoy, aquí, ahora, yo sería menos insensible que nunca a la llamada del contra-tiempo o del contra-pie, como al estilo de una intempestividad más manifiesta y más urgente que nunca. «¡Ha llegado el momento de dar la bienvenida a Marx!», oigo ya decir. O también: «¡Ya era hora!», «¿Por qué tan tarde?». Creo en la virtud política del contra-tiempo. Y si un contra-tiempo no tiene la suerte, más o menos calculada, de venir justo a tiempo, entonces lo importuno de una estrategia (política o de otro tipo) todavía puede testimoniar, justamente, la justicia, dar testimonio, al menos, de la justicia exigida, de la que decíamos más arriba que debe estar/ser desajustada, irreductible a la justeza y al derecho. Pero éste no es, aquí, el motivo decisivo, y habría que romper, de una vez por todas, con el simplismo de esos eslóganes. Lo que es seguro es que yo no soy marxista. Como lo había dicho, recordémoslo, hace ya mucho, alguien, con una aguda frase de la que nos informó Engels. Hay que apelar todavía a la autoridad de Marx para decir «yo no soy marxista»? ¿En qué se reconoce un enunciado marxista? ¿Y quién puede, todavía, decir: «yo soy marxista»?

 

Seguir inspirándose en determinado espíritu del marxismo sería seguir siendo fiel a lo que ha hecho siempre del marxismo, en principio y en primer lugar, una crítica radical, es decir, un procedimiento capaz de autocrítica. Esta crítica pretende, en principio y explícitamente, estar abierta a su propia transformación, a su reevaluación y a su auto-reinterpretación. Semejante «pretensión» arraiga necesariamente, está enraizada en un suelo que no es todavía crítico, aunque tampoco es, todavía no, precrítico. Este espíritu es más que un estilo, aunque también sea un estilo. Es heredero de un espíritu de la Ilustración al que no hay que renunciar. Distinguiremos este espíritu de otros espíritus del marxismo, que lo anclan al cuerpo de una doctrina marxista, de su supuesta totalidad sistémica, metafísica u ontológica (especialmente al «método dialéctico», o a la «dialéctica materialista»), a sus conceptos fundamentales de trabajo, de modo de producción, de clase social y, por consiguiente, a toda la historia de sus aparatos (proyectados o reales: las Internacionales del movimiento obrero, la dictadura del proletariado, el partido único, el Estado y, finalmente, la monstruosidad totalitaria). Pues la deconstrucción de la ontología marxista, digámoslo como lo diría un «buen marxista», no afecta solamente a una capa teórico-especulativa del corpus marxista, sino a todo lo que lo articula con la historia más concreta posible de los aparatos y de las estrategias del movimiento obrero mundial. Y esta deconstrucción no es, en último análisis, un procedimiento metódico o teórico. Tanto en su posibilidad como en la experiencia de lo imposible que siempre la habrá constituido, no es nunca ajena al acontecimiento o, sencillamente, a la venida de lo que llega. Algunos filósofos soviéticos me decían, en Moscú, hace unos años: la mejor traducción para perestroika sigue siendo «deconstrucción».

Nuestro hilo conductor para este análisis de apariencia química que aislará, en suma, el espíritu del marxismo al que convendría permanecer fiel, disociándolo de todos sus otros espíritus que, como se constatará quizá con una sonrisa, recopilan casi todo, sería, justamente, esta tarde, la cuestión del fantasma. ¿Cómo trató el propio Marx el fantasma, el concepto de fantasma, de espectro o de (re)aparecido? ¿Cómo lo determinó? ¿Cómo lo ligó, finalmente, a través de tantas vacilaciones, tensiones, contradicciones, a una ontología? ¿Qué ligadura es esa del fantasma? ¿Cuál es el lazo de ese lazo, de esa ontología con el materialismo, el partido, el Estado, el devenir-totalitario del Estado?

Criticar, recurrir a la autocrítica interminable, también es distinguir entre todo y casi todo. Ahora bien, si hay un espíritu del marxismo al que yo no estaría nunca dispuesto a renunciar, éste no es solamente la idea crítica o la postura cuestionadora (una deconstrucción consecuente debe hacer hincapié en ello, por más que también sabe que la cuestión no es ni la primera ni la última palabra). Es más bien cierta afirmación emancipatoria y mesiánica, cierta experiencia de la promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda determinación metafísico-religiosa, de todo mesianismo. Y una promesa debe prometer ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser «espiritual» o «abstracta», sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc. Romper con la «forma de partido» o con esta o aquella forma de Estado o de Internacional no significa renunciar a toda forma de organización práctica o eficaz. Es precisamente lo contrario lo que nos importa aquí.

Decir esto es oponerse a dos tendencias dominantes: por una parte a las reinterpretaciones más vigilantes y más modernas del marxismo por ciertos marxistas (especialmente franceses, y del entorno de Althusser) que han creído más bien que debían intentar disociar el marxismo de toda teleología o de toda escatología mesiánica (pero lo que yo intento es, precisamente, distinguir ésta de aquélla), por otra parte se opone a interpretaciones antimarxistas que determinan su propia escatología emancipatoria dándole contenidos onto-teológicos siempre deconstructibles. Cierto pensamiento deconstructivo, el que me interesa aquí, ha recurrido siempre a la irreductibilidad de la afirmación y, por tanto, de la promesa, como indeconstructibilidad de cierta idea de la justicia (aquí disociada del derecho[vi]). Semejante pensamiento no puede funcionar sin justificar el principio de una crítica radical e interminable, infinita (teórica y práctica, como se decía). Esta crítica pertenece al movimiento de una experiencia abierta al porvenir absoluto de lo que viene, es decir, de una experiencia necesariamente indeterminada, abstracta, desértica, ofrecida, expuesta, brindada a su espera del otro y del acontecimiento. En su pura formalidad, en la indeterminación que requiere, todavía se le puede hallar alguna afinidad esencial con cierto espíritu mesiánico. Lo que decimos aquí o en otra parte de la exapropiación (radical contradicción de todo «capital», de toda propiedad o apropiación, así como de todos los conceptos que dependen de ello, empezando por el de libre subjetividad y, por tanto, de la emancipación que se regula en base a dichos conceptos) no justifica cadena alguna. Es, por así decirlo, precisamente lo contrario. La esclavitud (se) liga a la apropiación.

 

Ahora bien, este gesto de fidelidad a cierto espíritu del marxismo es una responsabilidad que incumbe en principio, ciertamente, a cualquiera. La nueva Internacional, que apenas merece el nombre de comunidad, pertenece sólo al anonimato. Pero, hoy día, al menos dentro de los límites de un campo intelectual y académico, esta responsabilidad parece incumbir más imperativamente y, digámoslo para no excluir a nadie, prioritariamente, con urgencia, a aquellos que, durante los últimos decenios, supieron resistir a una cierta hegemonía del dogma, incluso de la metafísica marxista, en su forma política o en su forma teórica. Y, más específicamente aún, a aquellos que han insistido en concebir y practicar esa resistencia sin ceder a la complacencia ante tentaciones reaccionarias, conservadoras o neo-conservadoras, anticientíficas u obscurantistas; a aquellos que, por el contario, no han dejado de proceder de manera hipercrítica —me atrevería a decir deconstructiva— en nombre de unas nuevas Luces para el siglo por venir. Y sin renunciar a un ideal de democracia y de emancipación, intentando, más bien, pensarlo y ponerlo en marcha de otra manera.

La responsabilidad, una vez más, sería, aquí, la de un heredero. Lo quieran o no, lo sepan o no, todos los hombres, en toda la tierra, son hoy, en cierta medida, herederos de Marx y del marxismo. Es decir —lo decíamos hace un momento—, de la singularidad absoluta de un proyecto —o de una promesa— de forma filosófica y científica. Esta forma no es, en principio, religiosa, en el sentido de la religión positiva; no es mitológica; no es, pues, nacional, ya que, más allá incluso de la alianza con un pueblo elegido, no hay nacionalidad, ni nacionalismo, que no sea religioso o mitológico, digamos, en un sentido amplio, «místico». La forma de esta promesa o de este proyecto resulta absolutamente única. Su acontecimiento es a la vez singular, total e imborrable —imborrable de otra forma que por una denegación y en el transcurso de un trabajo del duelo que tan sólo puede desplazar, sin borrarlo, el efecto de un trauma.

No hay ningún precedente de semejante acontecimiento. En toda la historia de la humanidad, en toda la historia del mundo y de la tierra, en todo lo que puede recibir el nombre de historia en general, un acontecimiento tal (repitámoslo, el de un discurso de forma filosófico-científica que pretende romper con el mito, con la religión y con la «mística» nacionalista) se ha vinculado, por primera vez e inseparablemente, a formas mundiales de organización social (un partido con vocación universal, un movimiento obrero, una confederación estatal, etc.). Y todo esto, proponiendo un nuevo concepto del hombre, de la sociedad, de la economía, de la nación, varios conceptos del Estado y de su desaparición. Se piense lo que se piense de este acontecimiento, del fracaso a veces aterrador de lo que así se emprendió, de los desastres tecno-económicos o ecológicos y de las perversiones totalitarias a que dio lugar (perversiones de las que algunos dicen, desde hace tiempo, que no son perversiones, justamente, desvíos patológicos y accidentales, sino el despliegue necesario de una lógica esencial y presente desde el nacimiento, de un desajuste originario —digamos por nuestra parte, de manera muy elíptica, y sin contradecir esta hipótesis, el efecto de un tratamiento ontológico de la espectralidad del fantasma—), se piense también lo que se piense del trauma que en la memoria del hombre puede seguirse de ello, esta tentativa única ha tenido lugar. Aunque no se haya mantenido, al menos en la forma de su enunciación, aunque se haya precipitado hacia el presente de un contenido ontológico, una promesa mesiánica de un tipo nuevo habrá dejado impresa en la historia una marca inaugural y única. Y, lo queramos o no, por escasa conciencia que tengamos de ello, no podemos no ser sus herederos. No hay herencia sin llamada a la responsabilidad. Una herencia es siempre la reafirmación de una deuda, pero es una reafirmación crítica, selectiva y filtrante; por ello, hemos distinguido varios espíritus. Al inscribir en nuestro subtítulo una expresión tan equívoca, el «Estado de la deuda», queríamos anunciar, ciertamente, cierto número de temas ineludibles, pero, antes que nada, el de una deuda imborrable e impagable para con uno de los espíritus que se han inscrito en la memoria histórica con los nombres propios de Marx y del marxismo. Incluso allí donde no es reconocida, incluso allí donde permanece inconsciente o denegada, dicha deuda sigue en marcha, sobre todo en la filosofía política que estructura implícitamente toda filosofía o todo pensamiento en torno a la filosofía.

Limitémonos, por falta de tiempo, a ciertos rasgos, por ejemplo, de lo que se llama la deconstrucción, en la que fue inicialmente su forma en el transcurso de los últimos decenios, a saber, la deconstrucción de las metafísicas de lo propio, del logocentrismo, del lingüisticismo, del fonologismo, de la desmistificación o la desedimentación de la hegemonía autonómica del lenguaje (deconstrucción en el transcurso de la cual se elabora otro concepto del texto o de la huella, de su tecnificación originaria, de la iterabilidad, del suplemento protético, aunque también de lo propio y de lo que fue llamado la exapropiación). Semejante deconstrucción hubiera sido imposible e impensable en un espacio premarxista. La deconstrucción sólo ha tenido sentido e interés, por lo menos para mí, como una radicalización, es decir, también en la tradición de un cierto marxismo, con        un cierto espíritu de marxismo. Se ha dado este intento de radicalización del marxismo que se llama la deconstrucción (y en la cual, como algunos habrán advertido, determinado concepto económico de la economía de la différance y de la exapropiación, incluso del don, desempeña un papel organizador, así como el concepto de trabajo ligado a la différance y al trabajo del duelo en general). Si esta tentativa fue prudente y parsimoniosa, pero rara vez negativa en la estrategia de sus referencias a Marx, fue porque la ontología marxista, la apelación a Marx, la legitimación en base a Marx estaban en cierto modo demasiado sólidamente confiscadas. Parecían soldadas a una ortodoxia, a unos aparatos y a unas estrategias cuyo menor defecto no era solamente que estuviesen, en cuanto tales, privadas de porvenir, privadas del porvenir mismo. Puede entenderse por soldadura una adherencia artefactual pero sólida, y cuyo acontecimiento mismo ha constituido toda la historia del mundo desde hace un siglo y medio y, por tanto, toda la historia de mi generación.

Pero una radicalización está siempre endeudada con aquello mismo que radicaliza[vii]. Por ello, he hablado de la memoria y de la tradición marxistas de la deconstrucción, de su «espíritu» marxista. No es el único espíritu marxista ni, por supuesto, uno cualquiera. Habría que multiplicar y refinar estos ejemplos, pero falta tiempo.

Si mi subtítulo señalaba el Estado de la deuda, era también con vistas a problematizar el concepto de Estado o de estado, con o sin mayúscula, y de tres maneras.

 

En primer lugar, hemos insistido bastante en ello, no se redacta el estado de una deuda, por ejemplo con respecto a Marx y el marxismo, como se establecería un balance o un inventario exhaustivo, de forma estática y estadística. A estas cuentas no se las puede presentar en un cuadro. Uno rinde cuentas en virtud de un compromiso que selecciona, interpreta y orienta. De manera práctica y performativa. Y por una decisión que comienza por tomarse, como una responsabilidad, en las redes de una inyunción ya múltiple, heterogénea, contradictoria, dividida —por tanto, de una herencia que guardará siempre su secreto—. Y el secreto de un crimen. El secreto de su propio autor. El secreto de quien dice a Hamlet:

 

Ghost. I am thy Fathers Spirit,

Doom’d for a certaine terme to walke the night;

And for the day confin’d to fast in Fiers,

Till the foule crimes done in my dayes of Nature

Arc burnt and purg’d away: But that I am forbid

To tell the secrets of my Prison-House;

I could a Tale vnfold...

 

Soy el espíritu de tu padre

Condenado por un tiempo a vagar, en la noche,

Y a ayunar por el día en la prisión de las llamas

Hasta que las negras culpas de mi vida

Sean purgadas. Si no me estuviera prohibido

El desvelar los secretos de mi prisión,

Podría hacerte un relato[viii].

 

Aquí, todo (re)aparecido parece venir y reaparecer desde la tierra, venir de ella como de una clandestinidad soterrada (el humus y el mantillo, la tumba y la prisión subterránea), para volver allí, como a lo más bajo, hacia lo humilde, lo húmedo, lo humillado. También nosotros tenemos que pasar aquí, pasar por alto, en silencio, pegados a la tierra, el retorno de un animal: no la imagen del viejo topo (Well said, old Mole), ni la de cierto erizo, sino más precisamente la de un «inquieto puercoespín» (fretfull Porpentine) que el espíritu del Padre se dispone entonces a conjurar, sustrayendo un «eterno blasón» con «orejas de carne y sangre»[ix].

En segundo lugar —otra deuda— todas las cuestiones de la democracia, del discurso universal sobre los derechos humanos, del porvenir de la humanidad, etc., no darán lugar sino a coartadas formales, bienpensantes e hipócritas, mientras la «Deuda exterior» no sea tratada frontalmente, de manera responsable, consecuente y lo más sistemática posible. Bajo este nombre, o bajo esta figura emblemática, se trata del interés y, ante todo, del interés del capital en general, de un interés que, en el orden del mundo hoy, a saber, del mercado mundial, tiene bajo su yugo y en una nueva forma de esclavitud a una gran parte de la humanidad. Esto sucede y se autoriza siempre dentro de las formas estatales o interestatales de alguna organización. Ahora bien, no se tratarán estos problemas de la Deuda exterior —y de todo lo que este concepto metonimiza— sin, al menos, el espíritu de la crítica marxista, de la crítica del mercado, de las múltiples lógicas del capital y de lo que vincula al Estado y al derecho internacional con este mercado.

En tercer lugar, por fin, y por consiguiente, a una fase de mutación decisiva debe corresponderle una reelaboración profunda y crítica del concepto de Estado, de Estado-nación, de soberanía nacional y de ciudadanía, que no sería posible sin la referencia vigilante y sistemática a una problemática marxista, cuando no a conclusiones marxistas sobre el Estado, el poder del Estado y el aparato de Estado, sobre las ilusiones de su autonomía de derecho con respecto a fuerzas socio-económicas, pero también sobre las nuevas formas de una decadencia o, más bien, de una nueva inscripción, de una nueva delimitación del Estado en un espacio que ya no domina y que, por otra parte, no ha dominado nunca enteramente.

 

 


 

[i] Traducimos usure por «desgaste», en lugar de por «usura», porque, en castellano, la palabra «usura» carece de una de las acepciones del término francés, que resulta especialmente importante en este texto: el uso y el desgaste, producido por dicho uso, de una prenda u otro objeto. (N. de los T.)

[ii] Allan Bloom, citado en Lignes (cit., p. 30) por Michel Surya, que recuerda justamente que Bloom fue «maestro y ensalzador» de Fukuyama.

[iii] Veamos dos ejemplos recientes, cogidos al vuelo de la «información», cuando releía estas páginas. Se trata de dos «pasos en falso» más o menos calculados cuya posibilidad hubiera sido inimaginable sin el medio y los ritmos actuales de la prensa. 1. Dos ministros intentan influir en una decisión gubernamental en trámite (por iniciativa de uno de sus colegas), explicándose en la prensa (esencialmente televisiva) a propósito de una carta supuestamente «privada» (secreta, «personal» o no oficial) que dirigieron al jefe del gobierno y que «lamentan» que haya sido divulgada en contra de su intención. En cualquier caso, y sin ocultar su mal humor, el jefe del gobierno, a pesar de todo ello, les sigue, seguido por el gobierno, seguido por el Parlamento. 2. «Improvisando» lo que parece una pifia durante una entrevista radiofónica a la hora del desayuno, otro ministro del mismo gobierno provoca en un país vecino una viva reacción del banco emisor y todo un proceso político-diplomático. Se debería analizar también el papel que desempeñan la velocidad y la potencia mediáticas en el poder de cierto especulador—individual e internacional— que, todos los días, ataca o sostiene tal o cual moneda. Sus llamadas telefónicas y sus frasecitas televisadas pesan más que todos los parlamentos del mundo sobre Io que se llama la decisión política de los gobiernos.

[iv] A lo que hay que añadir la no-independencia económica de la ONU, ya se trate de sus grandes intervenciones (políticas, socio-educativas, culturales o militares) o simplemente de su gestión administrativa. Ahora bien, hay que saber también que la ONU atraviesa una grave crisis financiera. Los grandes Estados no pagan todo lo que deben. Solución: campaña para atraer el apoyo de capitales privados, constitución de councils (asociaciones de grandes jefes de la industria, del comercio y de las finanzas) destinados a sostener, bajo ciertas condiciones, expresas o no, una política de la ONU que puede ir (a menudo, aquí o allá, aquí más bien que allá, justamente) en el sentido de los intereses del mercado. A menudo, hay que subrayarlo y reflexionar sobre ello, los principios que guían hoy las instituciones internacionales concuerdan con tales intereses. ¿Por qué, cómo y dentro de qué límites lo hacen? ¿Qué significan esos límites? Esta es la única cuestión que podemos plantear aquí por el momento.

[v] Cf. sobre estos puntos Etienne Balibar, Cinco estudios de materialismo histórico, trad. castellana de Gabriel Albiac, Laia, Barcelona, 1976, pp. 85 ss. (particularmente el capítulo sobre «La rectificación del Manifiesto Comunista» y lo que allí concierne a «“El fin de la política”», «La nueva definición del Estado» y «Una nueva práctica política»).

[vi] Respecto de esta diferencia entre justicia y derecho, me permito remitirles de nuevo a Fuerza de ley (más arriba, nota 1 del cap. 1). La necesidad de esta distinción no comporta la menor descalificación de lo jurídico, de su especificidad ni de los nuevos enfoques que reclama hoy día. Dicha distinción parece, por el contrario, indispensable y previa a cualquier reelaboración. En particular, en todas partes en donde se constata lo que se llama hoy, más o menos tranquilamente, como si se tratase de colmar sin refundar de arriba abajo, «vacíos jurídicos». No hay nada sorprendente en que se trate, la mayoría de las veces, de la propiedad de la vida, de su herencia y de las generaciones (problemas científicos, jurídicos, económicos, políticos del Ilamado genoma humano, de la terapia génica, de los trasplantes de órganos, de las madres portadoras, de los embriones congelados, etc.).

Creer que se trata de colmar tranquilamente un «vacio jurídico», allí donde se trata de pensar la ley, la ley de la ley, el derecho y la justicia, creer que basta con producir nuevos «artículos de ley» para , «regular un problema», sería como si se confiara el pensamiento ético a un comité de ética.

[vii] Pero ¿qué quiere decir «radicalizar»? No es ésta, ni con mucho, la mejor palabra. Habla, ciertamente, de un movimiento para ir más lejos y para no detenerse. Pero a esto se limita su pertinencia. Se trataría de hacer más o menos que «radicalizar», más bien otra cosa, ya que la apuesta es justamente la de la raíz y su presunta unidad. No se trataría de progresar aún más en la profundidad de la radicalidad, de lo fundamental o de lo originario (causa, principio, arjé, dando un paso más en la misma dirección. Se intentaría más bien acercarse hasta allí donde, en su unidad ontológica, el esquema de lo fundamental, de lo originario o de lo radical, tal como continúa rigiendo a la crítica marxista, reclama cuestiones, procedimientos de formalización, interpretaciones genealógicas que no son o no son suficientemente puestas en marcha dentro de aquello que domina los discursos que se dicen marxistas. No suficientemente, ni en la temática ni en la consecuencia. Pues el despliegue cuestionante de dichas formalizaciones y genealogías afecta a casi todo el discurso, y de manera no solamente «teórica», como se suele decir. La apuesta que nos sirve aquí de hilo conductor, a saber, el concepto o el esquema de fantasma, se anunciaba desde hacía tiempo, y con su nombre, a través de las problemáticas del trabajo, del duelo, de la idealización, del simulacro, de la mimesis, de la iterabilidad, de la doble inyunción, del double bind y de la indecidibilidad como condición de la decisión responsable, etc.

Este es, quizás, el lugar para subrayarlo: las relaciones entre el marxismo y la deconstrucción han reclamado, desde el inicio de los años setenta, enfoques diversos en todos los aspectos, a menudo opuestos o irreductibles los unos a los otros pero, en todo caso, numerosos. Demasiado numerosos para que pueda yo hacerles aquí justicia y reconocerles lo que les debo. Además de las obras que hacen de ello su objeto propio (como la de Michael Ryan, Marxism and Deconstruction. A Critical Articulation, John Hopkins University Press, New York, 1982, o el Marx est mort de Jean-Marie Benoist, Gallimard, Paris, 1970, cuya última parte, a pesar del título, acoge favorablemente a Marx, pretende ser deliberadamente «deconstructiva» y menos negativa de lo que el certificado de defunción permitiría pensar. El título de nuestro texto puede ser leído como una respuesta al de J. M. Benoist, por más que se haya tomado algún tiempo o dejado algún tiempo al tiempo, al contra-tiempo —es decir, al (re)aparecido—), habría que recordar un gran número de ensayos que no es posible aquí recensar (en particular, los de J.-J. Goux, Th. Keenan, Th. Lewis, C. Malabou, B. Martin, A. Parker, G. Spivak, M. Sprinker, A. Warminski, S. Weber).

[viii] Hamlet, acto I, esc. V [Je suis l’esprit de ton père / Condamné pour un temps a errer, de nuit, / Et à jeûner le jour dans la prison des flammes / Tant que les noires fautes de ma vie / Ne seront pas consumées. Si je n’étais astreint / A ne pas dévoiler les secrets de ma geôle, / Je pourrais te faire un récit. Trad. francesa de Y. Bonnefoy, o. c., p. 60.] No se sabe si las «negras culpas» (foule crimes) que ocurrieron en su vida (in my dayes of Nature) fueron o no las suyas. Y éste es, quizás, el secreto de esos secrets of my Prison-House que le está , «prohibido» al rey desvelar (I am forbid to tell the secrets). Performativos en abismo. Los juramentos, las llamadas a jurar, las inyunciones y las conjuraciones que se multiplican entonces —al igual que en todo el teatro de Shakespeare, que fue un gran pensador y un gran poeta del juramento— suponen un secreto, ciertamente, algún testimonio imposible y que no puede ni debe sobre todo exponerse en una confesión, aún menos en una prueba, en una pieza de convicción o un enunciado constativo del tipo S es P. Pero este secreto también guarda el secreto respecto de alguna contradicción absoluta entre dos experiencias del secreto: te digo que no puedo decirte, lo juro, ése es mi primer crimen y mi primera confesión, una confesión sin confesión. No excluyen ninguna otra, créeme.

[ix] Ibid.

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